¿Café para cuántos?

El programa de racionalización de las administraciones públicas ha vuelto a encrespar la cuestión de la existencia en España de regiones que, supuestamente, no tendrían credenciales suficientes para acceder al autogobierno. Espurias e innecesarias, las autonomías intrusas serían responsables del sebo administrativo y candidatas a la desaparición. Esto es, la vieja querella del café para todos. El conseller Puig ha resumido el sentir del nacionalismo catalán, aduciendo que el problema estriba en las “quince autonomías ficticias que no necesitaban parlamentos ni observatorios de turismo”. Esas quince ficciones se hicieron, huelga decirlo, para fastidiar a los catalanes. Curiosamente, con este diagnóstico coincide parte del comentariado madrileño, y aún algún padre de la Constitución: la generalización de una autonomía pensada para Cataluña y País Vasco es un disparate. Y al profesor Clavero Arévalo, padre del invento, le dan duro desde ambas trincheras. A unos y otros habría que preguntarles: si no para todos, ¿café para cuántos? Tras haber viajado un poco por nuestro país, a mí, francamente, me salen más de dos tazas.

Hay en España diecisiete autonomías y dos ciudades autónomas. Partamos de cero. Tengamos a Cataluña y Euskadi por las comunidades por modo eminente. Añadamos Galicia, que, sin tanto mohín, ofrece rasgos propios indudables. ¿El resto, qué es? ¿Un magma monótono e indiferenciado? ¿Son Canarias y Asturias lo mismo? Me temo que no. Convengamos, irrendentistas aparte, en que Valencia y Baleares tienen entidad propia. Otro tanto con Navarra, reino independiente hasta 1512 (fecha muy posterior, por cierto, a 1200, en que Guipúzcoa se incorpora voluntariamente a la Corona de Castilla). Seis territorios ya con rasgos de comunidad.

¿Y Andalucía? Andalucía es dueña de una idiosincrasia irrecusable; como dice un sabio amigo mío, no es que sea otro país, es que es otro planeta. Una taza para Aragón, porque hasta el menos avisado sabe que no es lo mismo que Castilla (¡Que lo pregunten al Justicia Lanuza!). Tampoco es lo mismo Murcia, cuya cultura mediterránea y huertana la entronca más con Valencia (y eso sin ponernos cantonales). El hecho insular y la distancia bastarían para justificar el autogobierno de Canarias. Asturias fue un notable reino medieval, con paisaje y tradiciones que la desvían de la órbita netamente castellana, además de tener una lengua, el bable, orgullo de muchos asturianos.

Ya tenemos diez tazas, el termo bastante lleno. Viene ahora lo más delicado: qué hacer con lo demás de la vieja Corona de Castilla. Extremadura es una zona de contacto entre Castilla y Andalucía donde el hecho autonómico parece bastante asentado. La Rioja y Cantabria son, en principio, los eslabones débiles de la cadena autonómica, recientes creaciones acaso reintegrables en Castilla como las viejas provincias de Logroño y Santander. Pero no son entes del todo gratuitos. La Rioja se relaciona más con Navarra que con Valladolid, y Cantabria tiene también su paisaje y cultura pasiega particulares. En todo caso, se impone preguntar a cántabros y riojanos.

Con el resto de provincias castellanas se podría pensar en una gran Castilla, suma de las dos actuales. Pero la amplitud geográfica y la dispersión demográfica quizá aconsejen dejar las cosas como están. En todo caso, lo manchego no es necesariamente lo castellano. Como tampoco lo leonés, por cierto.

¿Y Madrid? Ah, Madrid. La que no debía estar ahí. Un conspicuo expresidente de un club de fútbol dijo, con ánimo de ofender, que Madrid, comparada con Cataluña, es “una mera entidad administrativa”. No es ofensa. Lo dice un madrileño, agregando que en una mera entidad administrativa se puede vivir la mar de bien, libre de la coacción de los fetichistas de la identidad. Por lo demás, con región o sin ella, Madrid habría de tener algún tipo de gobierno singular, pensado, también, para que todos los españoles la puedan sentir como su capital.

Todo esto es variable y discutible, claro. Nadie me ha nombrado cartógrafo del reino. Lo que me importa sostener es que el mapa autonómico no es absurdo. Podríamos prescindir de dos o tres comunidades sin trastorno o injusticia, pero eso es todo. Recordemos que ya la Constitución republicana de 1873 preveía quince estados federados (diecisiete si incluimos Cuba y Puerto Rico). Y de haber sobrevivido el Estado integral de la Segunda República las regiones autónomas se habrían generalizado: Valencia, Aragón y Castilla discutían el proyecto de sus estatutos cuando Cataluña, Euskadi y Galicia ya los tenían. Se dirá, con razón, que un folclore o un paisaje distintivo no es apoyo suficiente para constituirse en autonomía. Tan cierto como que el haber desarrollado una vivencia nacionalista de la identidad no autoriza a calificar de ficticia la de quien vive lo propio con sosiego.

En España, quien más quien menos, todos han tenido sus fueros. Sin ir más allá, en Castilla se encontrarían todos los ingredientes para procurarse un (indeseable) nacionalismo castellano: un paisaje único, tradiciones seculares, un sentimiento de desamparo por la Corte y, lo más importante, una herida fundacional: la derrota en Villalar de los comuneros frente a las tropas imperiales en 1521; Castilla, por tener, tiene hasta lengua propia. Todo eso se dejó de lado en la creación de un Estado moderno, como ocurre en otros países europeos. Estados que hoy parecen homogéneos también se hicieron amalgamando potentes regiones históricas. La Francia prerrevolucionaria era tan plural como hoy nos lo puede parecer España. En Italia, la aceptación del italiano como lengua nacional (el italiano es toscano, como el español es castellano) compensa diferencias culturales entre regiones que a veces se antojan mayores que las que se dan entre nosotros.

Pero con independencia de consideraciones históricas, un Estado con dos autonomías habría desembocado en desigualdades y agravios incompatibles con el principio de igualdad ciudadana. El café para todos es un desarrollo lógico de la descentralización, no una argucia política. Esto no supone avalar sin más cómo se han hecho las cosas. Las luces y las sombras del Estado autonómico son difíciles de apreciar en plena borrasca económica y política. El problema no es, creo, el número de autonomías, sino la cultura política que las permea y el clima de bonanza económica en el que se desplegaron. Los partidos patrimonializan los gobiernos regionales, cubriéndolos de la hiedra del nepotismo y el clientelismo. Allí donde el nacionalismo es hegemónico, la autonomía se pone al servicio del aislamiento y la construcción de un demos propio afín a la separación. Pero ninguno de estos vicios impugna la pluralidad de España. Cualquier reforma habrá de hacerse cargo de ella. Y tengamos claro que España no es plural porque existan Cataluña y Euskadi. Más bien Cataluña y Euskadi existen porque España es plural en su constitución. La monarquía hispánica fue un sistema aglutinante e incorporador, y si tras cinco siglos de convivencia la variada personalidad de sus regiones y nacionalidades históricas se sigue gozando es quizá, entre otros factores, porque el Estado no ha sido —más que en la medida que se precisa para que haya Estado, y exceptuado el trecho de la dictadura franquista, de la que el Estado autonómico fue sincera enmienda— el ogro uniformizador con que se asusta a los niños. Véase Francia.

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es diplomático.

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