Cajas de ahorros e interés público

Desde 1977, por decisión del primer Gobierno de la UCD y a impulso de Fuentes Quintana, las cajas de ahorros experimentaron un desarrollo espectacular, hasta el punto de convertirse en la mitad de nuestro sistema crediticio. En los años noventa, su balance consolidado fue análogo en resultados al de los bancos. Es más, Caja Madrid, bajo la presidencia de Jaime Terceiro, se convirtió en una de las entidades líderes en eficiencia, rentabilidad y solvencia del conjunto de bancos y cajas.

Hoy las cajas se ven afectadas por la crisis, en gran medida por su exposición a la burbuja inmobiliaria. Como el resto del sector financiero, no supieron controlar el riesgo derivado de prestar con alegría al promotor inmobiliario, incluso al traficante en terrenos, y no solo al adquiriente de la vivienda, servicio este impagable que las cajas venían prestando eficazmente a los españoles que tuvieron en la vivienda su primera propiedad.

Esta crisis sorprendió a casi todos. Y el Banco de España no quiso, no supo o no pudo tomar a tiempo las medidas que la situación de algunas cajas exigía. Lo que nos lleva a subrayar la necesidad de que los reguladores sean regulados. También, los auditores, auditados, y los analistas, analizados. Todos ellos, con responsabilidades no pequeñas en la crisis. Otra vez la pregunta: ¿quién juzga a los jueces?

La indeterminación de la propiedad de las cajas hizo necesaria una regulación especial de sus órganos de gobierno que ha dado paso a unos cauces de representación ciertamente anómalos, como anómala es la situación en la que la mitad del sistema crediticio no tenga definidos a sus propietarios. Uno de esos cauces es el referente a los impositores. ¿Quién otorgaría representación en el gobierno de las empresas a sus clientes? No mucho más sentido tiene el cauce conformado por las entidades fundadoras, explicable cuando las cajas eran de menor dimensión y complejidad.

Algunas entidades, centenarios Institutos Agrícolas o centenarias Sociedades de Amigos del País apenas existen en la realidad actual. Otras, aunque su existencia sea cierta -ateneos, liceos, Diputaciones, Obispados-, no tienen nada que ver con la vida financiera. Buen ejemplo de ello son las cajas de fundación eclesiástica. Más acierto tuvo el obispado de Almería que integró, hace tiempo, a su caja en Unicaja que el de Córdoba que ha mantenido la dirección de Cajasur hasta su reciente intervención. No parece que la vida financiera haga conveniente la presencia de los eclesiásticos en ella.

Ahora bien, la más denostada presencia en las cajas es la de la representación política, también anómala. Y, sin embargo, tal presencia tiene su explicación, aunque la deslegitimación que padece la política, a mi juicio excesiva e injusta, haga complicada su defensa. La obra social que desarrollan las cajas equivale a los dividendos que distribuyen los bancos para retribuir a sus accionistas. Pues bien, nadie mejor que los representantes políticos para discutir la cuantía y, sobre todo, el destino de los fondos dedicados a dicha obra social.

Los Consejos de Administración de las cajas, no obstante la presencia de los políticos, han aceptado, casi siempre, como bueno el criterio de los gestores, como sucede, para bien o para mal, en la práctica totalidad de las empresas. Por supuesto, el presidente de la comunidad autónoma no ha dejado nunca de enterarse de la designación del presidente de Caja Madrid antes de la decisión de su Consejo. Pero puedo asegurar que ni Joaquín Leguina, ni Alberto Ruiz-Gallardón, ni Esperanza Aguirre, ni sus distintos Gobiernos, han interferido en las decisiones de la caja.

El resultado de la gestión de las cajas ha dependido de la calidad de sus gestores, lo que ha propiciado situaciones de todo tipo. Ha habido cajas con malos resultados y las ha habido con buenos resultados como, Ibercaja, las cajas vascas, Unicaja, La Caixa y Caja Murcia, entre otras. En cualquier caso no se puede condenar al conjunto de las cajas por la intervención de una de ellas, la de Castilla-La Mancha. De la misma manera que hubiera sido injusto condenar a todos los bancos en virtud de la intervención en su día de Banesto.

Liberado de su dedicación excesiva a la reforma laboral que ha debido dejar exhausta a la, hasta hace algunos años, autoridad monetaria, el Banco de España ha podido trabajar, por fin, en la elaboración de un conjunto de decisiones, que se han visto plasmadas en varios decretos leyes. Además de establecer distintas posibilidades para ayudarles a salir de la situación por la que atraviesan y de fijar la naturaleza y la cuantía de los capitales con los que deben contar, la novedad más notable ha consistido en introducir la posibilidad de que las cajas puedan transformarse en fundaciones a las que se habilita para encomendar a un banco la gestión de su actividad financiera.

¿Cómo están respondiendo las cajas a estos numerosos, si bien muy tardíos, cambios en su regulación? Por lo que se ve, las cajas, convertidas en fundaciones, no van a encomendar a bancos ya existentes la gestión que antes realizaban directamente. Por el contrario, muchas cajas, después de haber procedido a diversos tipos de fusión, han decidido crear los bancos que asumirán esa gestión. De dichos bancos, las cajas podrán ser dueñas de la totalidad de sus acciones, las cuales, si se necesita, podrán ser vendidas en parte o ampliar su capital, dando así entrada a accionistas cuyo título de propiedad y cuya legitimidad para integrarse en sus órganos de gobierno no ofrecerá duda alguna. Pero como en el gobierno de esos bancos estarán las fundaciones, el problema no se habrá resuelto. En los Consejos de Administración de los nuevos bancos, muchos de sus miembros seguirán procediendo de los anómalos cauces de representación antiguos. Así las cosas, es preciso decir que en la actual situación económica ni es conveniente ni prudente que las cajas acudiesen a los mercados con objeto de ampliar capital o vender participaciones, ya que, por razones de coyuntura, no iban a gozar de un precio mínimamente estimulante. Los únicos que se beneficiarían de semejante operación serían los compradores. Esta venta podría constituir una auténtica irresponsabilidad, por cuanto provocaría un muy importante deterioro del valor de la mitad de nuestro sistema crediticio. Supondría tanto, si se me permite la expresión, como un expolio al conjunto de los ciudadanos y, especialmente, a los más necesitados: los destinatarios de la obra social.

Por otra parte, es cierto que no habría inconveniente en que aquellas cajas que lo necesitaran recibieran capital extranjero. Pero sucede que ese capital pertenecería probablemente, en una parte muy importante, a los llamados fondos soberanos de determinados países, lo cual no dejaría de plantear una cuestión curiosa.

Porque con el afán de proceder, a toda prisa, a la privatización de las cajas con el objetivo de lograr su despolitización, lo que en verdad haríamos sería nacionalizarlas con la incorporación a su propiedad de Estados como China o Catar donde, como es sabido, la economía de mercado no brilla precisamente con esplendor y donde en el terreno económico persisten algunos rasgos de reconocible carácter feudal.

Me pregunto si no sería mejor capitalizar las cajas que lo necesiten a través de los distintos fondos públicos creados o mediante la directa actuación estatal, durante el tiempo que fuese necesario, como se ha hecho en Estados Unidos.

Existe en España un magnífico precedente de lo que se debe hacer en situaciones como esta. En efecto, en los últimos Gobiernos de Felipe González, con Solchaga y Solbes, se inició, acertadamente, la privatización del aparato empresarial del Estado, privatización que se concretó, sin complejos ni disimulos, en los de José María Aznar, con Rodrigo Rato y Piqué. Estas privatizaciones resultaron muy rentables debido al buen momento por el que atravesaba el mercado. Ayudaron a reducir la deuda pública, modernizaron nuestra economía, evitaron que el Estado fuera, a la vez y en el mismo sector, regulador y propietario y contribuyeron a asegurar el futuro de nuestro Estado de bienestar y a hacer posible nuestra incorporación al euro.

Ahora no podemos ni debemos perder la ocasión que se nos presenta para proceder, también sin complejos ni disimulos, a la conversión directa de las cajas en bancos, bancos de verdad. Pero sin arriesgarnos a que se malvendan las cajas, posibilitando que los importantes recursos que se generasen en el proceso, constituyan una gran obra social que sería un complemento nada desdeñable del Estado de bienestar. Este es el reto que tienen ante sí nuestras cajas y nuestro Gobierno.

Pospongamos una privatización que podría resultar precipitada. Reflexionemos a fondo sobre la compleja problemática de las cajas. Y cuando las circunstancias económicas mejoren, procedamos a su transformación lucrativa y diáfana que aúne los objetivos de las cajas con el de los ciudadanos. Pues de eso se trata, de vincular su futuro al interés público.

Rodolfo Martín Villa, ex presidente de la Comisión de Control de Cajas de Ahorros de Madrid.

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