Una tía abuela solterona tenía un loro muy locuaz. Un sobrino de corta edad no pudo contenerse: «Oye, tía, este loro, ¿ya sabe que es un loro o se cree una persona?». Una pregunta de corte similar podría formularse a algunas de las cajas de ahorros españolas ante las estrategias que en estos últimos lustros han seguido aprovechando los crecientes grados de libertad que las sucesivas reformas legales les concedían. De un marco muy restrictivo para ellas fueron pasando a otro donde tenían las mismas posibilidades que los bancos, con los que se pusieron a competir. Pero me temo que ante este afán de utilizar al máximo los espacios abiertos por esta desregulación olvidaron que su naturaleza jurídica, que no el marco regulador de la actividad, les imponía unas restricciones de las que carecían los bancos.
Un mal endémico de muchas de nuestras cajas nace de la escasa cuantía de sus recursos propios. A menudo, sus fundadores aportaron un capital inicial casi simbólico que solo pausadamente ha ido creciendo gracias a los beneficios retenidos, o sea, no dedicados a obra social, y a la emisión, dentro de unos límites muy estrictos, de unos títulos especiales cuyo importe se incorporaba al numerador del coeficiente de garantía. Este se define como la proporción entre los recursos propios, incluidos los títulos especiales mencionados, y la suma de los distintos componentes del activo ponderados por el riesgo que cada uno comporta. El Banco de España señala el límite mínimo, igual para bancos y cajas, que el aludido coeficiente puede alcanzar. El deseo de emular a los bancos, de conseguir sentarse en los consejos de administración de grandes corporaciones, más el afán de los gestores por contentar a las autoridades políticas para asegurarse el cargo, llevaron a que algunas cajas se lanzaran a inversiones de gran consumo de recursos propios, y a veces incluso de escasa rentabilidad. Si ya en los tiempos de bonanza bordeaban el mínimo exigido, en cuanto se nubló el panorama saltó la sirena en el Banco de España.
Otrosí. Aún ahora se repite una afirmación que ya solo es un tópico: la ventaja competitiva de las cajas radica esencialmente en su identificación con y el conocimiento del territorio donde nacieron. Sin embargo, muchas de ellas tienen una proporción nada despreciable de sus oficinas fuera de él, por lo que no disfrutan de la protección de la supuesta ventaja competitiva. Hasta finales de los 80, a las cajas se les prohibía saltarse las fronteras de su demarcación. Derogada esta restricción, se inició una carrera expansionista que tuvo tres consecuencias. La primera, incrementar la competencia al superponerse las redes de oficinas de todas las entidades en todos los territorios. La segunda, diluir las señas de identidad que les permitían buenas cuotas de mercado. La tercera, crear un exceso de capacidad que ahora el Banco de España quiere corregir mediante fusiones. Por cierto, las cajas vascas supieron no competir entre ellas renunciando a abrir oficinas fuera de su territorio.
Podría achacarse la culpa al legislador que abrió la espita de la desregulación llevado por los aires liberalizadores imperantes. Pero el descuido por parte de los responsables de algunas cajas de las condiciones que impone su naturaleza indica que ha habido un problema de gobernanza. Ejecutivos agresivos cuyos únicos objetivos han sido el crecimiento y los beneficios, más su remuneración, para quienes cajas y bancos son entidades intercambiables se hicieron con la gestión. Algunos de quienes se sentaban en los órganos de gobierno han sentido la fascinación por la aureola de éxito que rodea a banqueros todopoderosos sin darse cuenta de las exigencias impuestas por la naturaleza y los principios fundacionales de las peculiares entidades que administraban. Es legítimo que quienes participen en la gobierno de una sociedad snónima, y los bancos lo son, tengan como objetivo prioritario el lucro tanto de la institución como el propio. Pero quien se compromete a colaborar en el gobierno de una caja ha de ser consciente de que asume unos compromisos sociales que conllevan moderación en los afanes crematísticos de cualquer nivel.
Quizá las cajas, tal como las concibieron sus fundadores, no tengan ya lugar en la sociedad actual. En una interpretación darwiniana, serían diplodocos destinados a desparecer en un hábitat que se les ha tornado hostil. Si ello fuera así, habría que facilitar que cuanto antes se convirtieran en bancos. De no ser cierta esta hipótesis, si aún tuvieran una función que cumplir en el siglo XXI, dos son las vías utilizables. La primera consistiría en volver a tiempos anteriores, con una regulación que les impida comportamientos poco adecuados a sus condiciones operativas. La segunda sería confiar en que, las que deseen ser fieles a sus orígenes, habrán aprendido la lección, pero remachar esta esperanza con un código de buen gobierno. Sólo así sería seguro que el loro olvidaría para siempre el espejismo de ser una persona.
A. Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona.