Calderón ya es presidente de México

Si los candidatos derrotados en las elecciones de Ecuador, Álvaro Noboa, y Venezuela, Manuel Rosales, rechazasen la victoria de sus rivales y tratasen de montar un Gobierno paralelo, aparte de que sus seguidores les abandonarían, las autoridades caerían sobre ellos. En cambio, en México, el candidato derrotado, Andrés Manuel López Obrador, no sólo se ha proclamado “presidente legítimo”, sino que ha tratado de impedir la jura del auténtico presidente electo.

Estamos ante dos maneras de entender la política. La izquierda violenta, a la que llamamos machetera, y que no se limita al continente americano, está dispuesta a todo con tal de llegar al poder, aunque tenga que pisar sangre y arrastrar el prestigio de su país. Además, siempre encuentra intelectuales, periodistas y universitarios dispuestos a justificar sus atropellos y rebeliones a causa de la pobreza y de supuestos pasados dictatoriales[1]. Con sus artículos, sus crónicas y sus declaraciones, consiguen sembrar la duda sobre el carácter golpista de sus correligionarios y son capaces de forzar una negociación que convierta la derrota en victoria.

En México, por fortuna, las cosas no están ocurriendo como la izquierda preveía. Por fin, el vencedor de las elecciones presidenciales celebradas el 2 de julio, Felipe Calderón Hinojosa, del Partido de Acción Nacional, tomó posesión de su cargo en la fecha prevista, pero en una situación humillante para la nación entera.

Varias docenas de diputado del Partido de la Revolución Democrática y sus aliados de izquierda trataron de repetir el boicot al presidente saliente Vicente Fox, cuando ocuparon la tribuna para impedirle leer su último informe anual al Congreso. La toma de posesión, programada para el 1 de diciembre, fue precedida de varios artículos en los que sesudos constitucionalistas –todos ellos progres- coincidían en que Calderón tenía que acudir al Congreso para ser considerado presidente legítimo y poder exigir obediencia a las Fuerzas Armadas y la Administración.

El plan de López Obrador era sencillo. Si Calderón no acudía al Palacio de San Lázaro, él se presentaría, como “presidente legítimo” electo por una banda de alborotadores en el Zócalo, para recoger la soberanía. Si Calderón acudía, sería abucheado, zarandeado y hasta agredido por los jabalíes del PRD, lo que constituiría una muestra de la división que el “presidente espurio” ha traído consigo a México y de la conveniencia de pactar con el único representante verdadero del pueblo que calmar las iras de los desfavorecidos.

Los parlamentarios del PAN reaccionaron y se enfrentaron con los golpistas. El resultado consistió en docenas de diputados empujándose y durmiendo en torno a la tribuna del Congreso días antes de la protesta. Unas imágenes excelentes para las cámaras de televisión.

Si Fox tuvo que entregar su informe al presidente de la Cámara sin llegar a leerlo, Calderón entró por una puerta lateral y permaneció en el edificio diez minutos. Mientras tanto, se sucedían los gritos en el Congreso. El espectáculo se produjo ante docenas de invitados de alto rango de todo el mundo. Calderón juró y se fue. Como no hubo discursos, el nuevo presidente está presentando sus planes en reuniones civiles y en declaraciones a los medios de comunicación. Aunque el PAN es el primer partido en las dos Cámaras, no tiene la mayoría absoluta, por lo que pactó con los parlamentarios del PRI, el tercer partido, que no impidiesen la peculiar ceremonia.

López Obrador sigue empeñado en su sedición: ha nombrado un Gobierno, ha elaborado un presupuesto y propone la reforma de la Constitución. Además pide donativos a los ciudadanos y a los cargos electos del PRD. Cada vez menos gente le apoya. Incluso muchos de los parlamentarios de su partido se quejan de que sus incondicionales les obligan a movilizarse, intervenir en protestas y donarle parte de su sueldo.

Calderón ya ha nombrado a su gabinete y la transmisión de poderes se ha producido sin más incidentes. Ningún presidente iberoamericano, ni el mismo Hugo Chávez, se ha atrevido a reconocer a López Obrador. La asistencia a la peculiar ceremonia de investidura de representantes de Estados Unidos, Brasil, España, Colombia, Perú, Chile, Argentina, Canadá y la Organización de Estados Americanos, entre otros, ha supuesto el respaldo de la comunidad internacional a Calderón. La obediencia de los jefes militares y policiales y la ausencia de tumultos en el exterior confirman la unidad en torno a él y la pérdida de apoyo del político golpista.

En México existe el temor fundado de que la subversión de extrema izquierda y los sectores más violentos y radicales del PRI y del PRD aprovecharan la inestabilidad de los últimos meses para conducir al país, con sus 107 millones de habitantes, a una crisis política y económica como la que sufrió en 1994: entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, asesinato del candidato del PRI Luis Donaldo Colosio, sublevación de la guerrilla zapatista, derrumbe del peso...

De manera nada casual han estallado bombas en México y una revuelta en el estado de Oaxaca. El comentarista Pablo Hiriart escribió lo siguiente en su columna del diario Crónica el 13 de noviembre: “Cuidado. Se está construyendo un escenario parecido al de 1994. Con un agravante: en ese año había un presidente fuerte. Ahora no. Se juntan otra vez las piezas. La APPO, el PRD, aparición de células terroristas, el ataque —no político— personal en la plaza pública y en letra impresa contra el próximo presidente, crean un ambiente de extrema tensión para la toma de posesión de Felipe Calderón el 1 de diciembre. Sí, cuidado. Es demasiado el odio que se está esparciendo desde la amargura por la derrota de López Obrador. Ya unos deschavetados pusieron seis bombas en el Distrito Federal. Y no fueron bombas caseras ni manufactura amateur de estudiantes exaltados. Las bombas que estallaron hace ocho días fueron obra de profesionales y los objetivos estuvieron claramente identificados. Los bancos, el PRI, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación fueron los objetivos de los atentados. Es decir, los que se eligieron como blancos de las bombas de la semana anterior son las instituciones que López Obrador ha señalado como sus enemigos públicos”[2].

La izquierda mexicana buscaba muertos para justificar su sublevación, buscaba fotos de policías enfrentándose al pueblo frente al Palacio Legislativo, pero no los ha conseguido. Tampoco le ha importado desgastar el prestigio del país ante los mandatarios, los inversores y la prensa extranjeros. Una vez que el momento más arriesgado ha pasado y Calderón se fortalece a cada día que pasa, hora es de que López Obrador sea procesado por rebelión, así como todos aquéllos que le respalden. Éste ha probado lo que está dispuesto a hacer con tal de obtener el poder al que se cree llamado. Dejarlo suelto, como hicieron los anteriores presidentes, Ernesto Zedillo y Vicente Fox, con el subcomandante Marcos, equivale a dejar a un incendiario en las cercanías de un polvorín. López Obrador o aprovechará las crisis o las desencadenará para entrar en el palacio de Los Pinos, sea por la ventana o por las alcantarillas.

Pedro Fernández Barbadillo

Notas

[1] La novelista Elena Poniatowski es uno de estos intelectuales de choque. Otro es Tomás Eloy Martínez., colaborador de El País. En su último artículo en La Nación (9-12-2006) afirmaba cosas como: “México está dividido en dos mitades enconadas. (...) Calderón cuenta con el apoyo pleno de las elites económicas. López Obrador, con el fervor de lo que se conoce como el pueblo, esa imagen de las mayorías a la que no se sabe darle un nombre más preciso”. Parece que los 15 millones de votantes de Calderón no merecen el calificativo de pueblo para Eloy Martínez.
[2] www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=271073.