Ha sido una de las personalidades más representativas de los últimos treinta años de la vida española.
Hijo de padre y madre gallegos, cursó buena parte de sus estudios en el Instituto Nacional de Ribadeo y, aunque nació en Madrid, siempre se sintió apegado a la tierra de sus mayores.
Fue número uno de la carrera de ingenieros de Caminos, y desde muy joven sintió una curiosidad universal y estudió Historia y Literatura en Ribadeo. Más tarde, en el Instituto Cervantes de Madrid, fue discípulo de grandes maestros de Física y Filosofía, dos aficiones que siempre mantuvo vivas.
En los años cincuenta participó en los Seminarios que celebraba la Asociación Católica de Propagandistas, bajo la inspiración del que sería más tarde cardenal Herrera Oria, y en las famosas Conversaciones de Gredos de los años sesenta, bajo los auspicios de don Alfonso Querejazu. Allí conoció a gran número de intelectuales católicos, a los que solía unirse el famoso «fr_re» Roger, fundador de Taizé, y discutían sobre cuestiones que anunciaban el Concilio Vaticano II, que se celebraría años más tarde.
Ya en su época universitaria mostró gran inquietud por los temas políticos. Monárquico de primera hora, demócrata convencido, vivió intensamente la vida pública española como espectador y como actor, marcando siempre la impronta de su personalidad, que le permitió lograr unos resultados que es necesario reconocer.
Una de sus preocupaciones fue que la decadencia española durante casi dos siglos era debida a una involución de España sobre sí misma, un ensimismamiento en sus problemas y contiendas interiores, un desinterés de los españoles por el mundo exterior. Consecuencia de ello ha sido la ausencia de una gran política exterior, agravada durante la larga etapa del franquismo, salvo los intentos de algún ministro como Fernando Castiella, cuyos esfuerzos se vieron a menudo coartados por la incomprensión de quien tenía la última decisión.
En la etapa final del franquismo participó en muchas de las reuniones del Grupo Tácito, donde nos impresionaba siempre por el rigor de sus planteamientos, la firmeza de sus convicciones y su visión de los pasos que había que dar para alcanzar una democracia y la reconciliación de los españoles en un proyecto común, bajo la figura del Rey Juan Carlos.
Ministro de Comercio en el primer Gobierno del Rey, y más tarde ministro de Obras Públicas con Adolfo Suárez, pidió salir del Gobierno para impulsar la organización de UCD, en la que fue figura central en aquella etapa constitutiva de ese partido político que nacía precipitadamente pero que se convertiría en el eje central de la Transición política. Creo que no se ha reconocido suficientemente a Calvo-Sotelo lo que fue su tarea en aquella época, en la que se sentaron las bases de la organización que nos permitió desde el Gobierno avanzar hasta las elecciones de 1977 y, los dos años siguientes, contribuir con otras fuerzas políticas a la aprobación de la Constitución.
Culminada la formación del partido, la vocación de Calvo-Sotelo estaba en el Gobierno, y por fin iba a hacer posible su vieja aspiración de contribuir a la actividad de España en el exterior.
Su participación como ministro responsable de las Relaciones con las Comunidades Europeas le permitió impulsar los primeros pasos de la negociación, en los que en un principio todos cuantos estábamos involucrados en aquella tarea, teníamos la esperanza ingenua de que superada la etapa del régimen anterior los países europeos nos abrirían los brazos después de nuestro largo y forzoso aislamiento.
Pronto hubimos de comprobar, por nuestra cuenta y a nuestras costas, lo que otros sabían ya: que la Comunidad Internacional es todo menos evangélica, y que nadie estaba dispuesto de buen grado a mover su silla en la mesa redonda común para hacer un sitio en ella al recién llegado, como ha recordado el propio Calvo-Sotelo, que debatía con inteligencia y tesón en todos los frentes comunitarios las condiciones de nuestro ingreso.
Al final de su etapa de ministro, con el cambio en la presidencia francesa de Giscard a Mitterrand, se logró que acelerara nuestra negociación, que estaba ya notablemente avanzada cuando se produjo el triunfo de González en las elecciones de 1982, y que culminaría en 1985 con la firma del Tratado de Adhesión. Pero la almendra de la Transición exterior, como dijo Calvo-Sotelo en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas en noviembre de 2005, fue, sobre todo, nuestro ingreso en la Alianza Atlántica, que se debe a su determinación, anunciada ya en el discurso de investidura como presidente del Gobierno, y que produjo una gran crispación en la oposición.
Hoy nadie puede ignorar la importancia de tal decisión, que representó el regreso de España al escenario internacional después de una ausencia de dos siglos.
Gran parte de los representantes del arco parlamentario propugnaban entonces que España no se incorporara a ninguno de los bloques oriental y occidental, y preferían que participase en el grupo de los no alineados, entre los que pensaban podía aspirar a una posición eminente. Al llegar Felipe González al Gobierno, a pesar del error que representó la convocatoria de un referéndum sobre nuestra pertenencia, la realidad es que el Gobierno socialista pidió el voto favorable a nuestra permanencia, pero bueno es recordar que quien dio el paso para alinearnos con los países del bloque occidental fue Leopoldo Calvo-Sotelo, a quien aplaudimos muchos de los que hacía años éramos partidarios de tal decisión, y así lo hicimos público en su momento.
El final del discurso de Calvo-Sotelo de ingreso en la Academia es un canto a la Transición, labrada con la fuerza de sus convicciones y la belleza de su estilo. Él se lamenta de la tentación de lo que llama «revisitar» la Transición, usando un verbo transitivo que representa -como nos dice Manuel Seco en su Diccionario del Español Actual- «considerar o interpretar algo con un nuevo enfoque», actitud esta con la que algunos se empeñan en revisar la Transición y abrir una segunda.
Para Calvo-Sotelo y otros muchos como él, creemos que la Transición fue un terreno firme sobre el que asentar análisis o prospecciones de la Historia del futuro de España. La Transición ha sido una obra colectiva en la que pusieron sus manos hace treinta años todas las fuerzas solventes del espectro político español contemporáneo. No hay por qué «revisitar» la Transición, y menos aún destruirla, y es hora esta, también en política exterior, de contribuir todos juntos a alumbrar esa Nueva Europa recuperando el espíritu que animó en aquellos años, en los que Calvo-Sotelo contribuyó con paciencia e inteligencia a sentar las bases de nuestra Transición exterior.
Leopoldo Calvo-Sotelo, a quien Su Majestad el Rey distinguió con el título de marqués de la Ría de Ribadeo, ocupa una figura central entre las personas que contribuyeron a asentar nuestra democracia sobre bases firmes y estables.
Marcelino Oreja Aguirre, de la Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas.