Se atribuye a Dionisio Ridruejo la idea de que el franquismo era una dictadura mitigada por el incumplimiento, lo cual nacería más de la personalidad colectiva de nuestra gente -más caótica y maleducada que anarquista- que de la naturaleza del régimen. A esto podríamos agregar que, en nuestros días, se agrava la democracia por los mismos motivos (el desorden medra con el garantismo legalista), si bien confieso que la noción y los procesos de cambio en el carácter de los pueblos me tienen perplejo y en duda continua. Unos factores sobreviven; otros, inyectados de forma artificial pero mantenida, modelan sociedades irreconocibles: los actuales suecos, daneses o noruegos con dificultad se identificarían en los feroces vikingos de hace un milenio; los alemanes de hoy parecen haberse sometido al pie de la letra, propiciando su autodesaparición, al Plan Morgenthau, aunque omitiendo las bestialidades que proponía el tesorero de Roosevelt; en cuanto a los españoles, comprobamos la subsistencia de ciertas actitudes, por ejemplo releyendo las Cartas de Mérimée (1853): «El día en que la canalla de este país se dé cuenta de cuán superior es a la gente bien, habrá un hermoso jaleo y un desorden que no dejará nada que desear».
Soslayando la idealización del «pueblo» en que, como buen romántico incurre don Próspero, sí cabe recordar que, desde entonces, España y los españoles han disfrutado de varios «hermosos jaleos» fruto del desorden, la ignorancia y el espíritu individualista y logrero que aqueja a tantos de nuestros compatriotas -en todos los niveles sociales-, encabezados por quienes aseguran que ellos nos traerán el Paraíso, o nos harán entrar al Cielo, en el fondo la misma cantaleta. Por descontado, olvidan que será a puntapiés, o por métodos aún peores. Y siempre sobrenadando circunstancias, lances, corruptelas y desplantes feos que ya denunciaban Larra o Cadalso. Con frecuencia, enmascarada la zafiedad y mala educación en el ropaje de sentidas y/o victimistas reivindicaciones políticas. Los agravios, groserías y vejámenes desplegados de manera tan reiterativa como brutal en los últimos años contra los símbolos nacionales, el Jefe del Estado y la misma palabra España, no han suscitado ni siquiera un pestañeo de los gobiernos de Rodríguez, Rajoy o el doctor Sánchez. Pero los salvajes, con corbata o sin ella, sabiéndose impunes hagan lo que hagan, actuarían igual contra un presidente de república, extremo que los progres no quieren ver y por eso se ríen, con sordina o a las claras, aunque la humillación y el insulto se dirijan a todos los españoles. Y ahí tenemos al Niño del Escrache, ofendidísimo si él o su chica reciben un abucheo, con un nutrido tropel de corifeos de los medios plañendo por tamaño desacato. O si abroncan al futbolista Piqué. Nada nuevo en la Ley del Embudo.
Pero en otras ocasiones nuestros lúcidos representantes se meten a demiurgos -y en vez de elaborar, desarrollar y aplicar buenos planes de enseñanza y proyectos de cultura popular- se lanzan a emitir, o a imponer, ocurrencias conductistas para mejorar a nuestra gente con varita mágica y prurito de funcionario tiquismiquis. Los hay de todos los colores: mientras unos van preparando las condiciones del chantaje moral a la sociedad para establecer una Comisión de la Verdad, después de haber metido el trágala de la Memoria Histórica, sin que nadie con poder y fuerza les plantase cara (éstos otros después se indignan con los votantes que huyeron en masa); otros se van por el folclore anticlerical, v. g. una tal Rocío Ruiz, beneficiada de Ciudadanos con una Consejería de Igualdad y no sé qué más, que ponía en solfa las procesiones de Semana Santa como vía regeneradora, lo cual tiene mucho chiste, es especial si se es de Huelva.
Y sin que falte el conductismo redentor y biempensante: la anterior presidenta del Congreso (por otros conceptos, intachable y proba funcionaria) prohibió incluir en las actas las ordinarieces y hasta insultos proferidos en la docta cámara, de suerte que no sólo purificaba el lenguaje, también ennoblecía al conjunto de los diputados, por cuyas santas y pulcras bocas y orejas jamás han pasado tales barbaridades y, de camino, falsificaba la historia de nuestro tiempo, despojada de sus facetas feas, que no existieron. Pero existieron. Y paradójicamente, se permite (esto es obra del Constitucional, no de la señora Pastor) jurar o «prometer» (vaya ridiculez) por lo que le dé la gana a cada quien, tónica buena para toda España -qué caramba, todos igual de necios- y si teníamos al Puigdemont y al Torra jurando su cargo por la barretina, el espetec y la sardana -con el gobierno de Madrid impávido, como de costumbre-, no iba a ser menos la gran dama andaluza doña Teresa Rodríguez -qué gran arabista ha perdido el mundo- que prometió su cargo «por defender a las personas más débiles de esta tierra de la cobardía, del racismo, de la xenofobia, de la transfobia, de la homofobia y del machismo». Sólo le faltó añadir «y por la fatha, la kasra y la damma», si sus estudios de árabe alcanzaron semejantes alturas. La gazmoñería, aquí y allá, bien entreverada con el designio de intervenir acciones y actitudes.
Si los políticos leyeran Historia se enterarían de que las crónicas, la poesía epigramática (no digamos la erótica), el género epistolar y copia de documentos varios reflejan en nuestro idioma la realidad de la lengua y de la vida. Hasta que llegó la pacatería victoriana, que hizo escuela entre todos los cursis (y las cursis) del planeta. Así podemos disfrutar de famosos diccionarios del árabe (Belot, editado por los jesuitas de Beirut), sin «palabrotas», o de las versiones «educadas» (mu’addaba, me aclaró muy orgulloso un egipcio que, casi con seguridad, no las había leído) que circulan de las Mil y Una Noches, bien censuradas por la presión del integrismo islámico.
No hay por qué hacer ostentación de obscenidades y groserías, pero tampoco se debe esconder lo sucedido, lo dicho en público, en toda su crudeza. Para que, al menos, quede constancia de la calamidad que sufrimos en nuestra vida oficial en todas sus vertientes: tolerancia y escapismo con los verdaderos gamberros -sean diputados o no- y persecución y bloqueo de expresiones malsonantes y más nada, objetivamente menores. En el pasado, autores con halo de santos y buenos escribieron burradas que, vistas con la perspectiva temporal, pueden resultar hasta graciosas. Y nos conformamos con Alfonso X, Jorge Manrique, Góngora, Quevedo, Bécquer, El Provincial, Antón de Montoro, Hernando del Castillo, Alonso de Baena, Alvarez de Villasandino… Escritores que se limitaron a reflejar hechos sociales, estados de ánimo, descriptivos todos de la realidad histórica global, sin algodones, enmascaramientos ni mojigatería.
Atentos a decorados secundarios, en el momento presente, asistimos al intento de ridiculizar y deslegitimar todas las instituciones del Estado para mejor allanar, de manera implacable y sin fisuras, el camino al Paraíso, en el que nos quieren sumergir a toda costa.
Serafín Fanjul