Cambiar el más Europa

Durante mucho tiempo, a los europeístas les bastaba con pronunciar las palabras más Europa para que el mensaje se convirtiese en reclamo electoral suficiente. No era para menos. Los logros históricos de la UE, plasmados en un proyecto de integración regional sin igual, convivían con décadas de progreso bajo un paraguas de seguridad transatlántica. Con (casi) todo a favor, la Unión se integraba y ampliaba simultáneamente y los ciudadanos daban vía libre a sus representantes para continuar desarrollando un proyecto que percibían como eminentemente satisfactorio.

A la primera gran señal de euroescepticismo que fue el rechazo a la Constitución europea le siguió una década de crisis, que arrancó con el euro, se profundizó con los refugiados, se plasmó en el Brexit y temió con la anexión rusa de Crimea y la llegada de Trump a la Casa Blanca. El sueño europeo vio cómo aumentaba la contestación interna y los desafíos externos. Con el impacto de una ola euroescéptica a escala continental, crecieron los temas de la agenda política objeto de politización y polarización.

Un reciente informe del Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB) caracteriza la política europea como un continuo entre estos dos conceptos. En política exterior, la injerencia rusa (física o mediante la desinformación), las diatribas sobre el ejército europeo o las desavenencias sobre comercio exterior muestran cómo aumenta su politización en el debate público. La inmigración, la solidaridad, el género o la religión han sido, además, objeto de polarización y confrontación debido a la creciente influencia de fuerzas euroescépticas.

Con una Europa tan politizada y polarizada, cuesta pensar que los Estados conseguirían hoy crear el euro o un espacio de libre circulación de personas si estos no existieran ya. Las principales batallas se libran en las instituciones intergubernamentales de la Unión, mientras los Estados ningunean las propuestas de la Comisión y el Parlamento trata de erigirse en contrapoder. Falta solidaridad entre capitales y proliferan las voces que prometen devolver a las naciones aquello que, según ellas, la Unión les ha robado.

El campo del más Europa no termina de encontrar el grado de legitimidad óptimo. A medida que aumenta el disenso, la participación a las elecciones al Parlamento Europeo disminuye, desde el 62% en 1979 al 43% en 2014. El sentimiento de pertenencia a la Unión está en el 56%, un nivel parecido al de la Europa de pre-crisis. Y los ciudadanos que tienen una imagen positiva de la UE han pasado del 52% en 2007 al 43% hoy (con un mínimo histórico del 30% en 2012). Si la participación sube en las próximas elecciones, ¿será por una mayor centralidad de las cuestiones europeas en el debate? O si disminuye, ¿habrán visto los ciudadanos que quien manda en Europa son los Estados?

En cualquier caso, la política europea ha mutado de manera irreversible. El debate ya no está entre el más o menos Europa sino entre una Europa de y para los Estados y unas instituciones que deben dar respuesta a la centralidad de lo europeo en las esferas públicas nacionales. Solamente el Reino Unido sigue empeñado en salir de la UE bajo una lógica de excepcionalismo de su Estado-nación. El resto de movimientos euroescépticos plantean hoy un ejercicio de reconstrucción de la “Europa de las naciones” desde las instituciones, repatriando competencias y levantando muros. En frente, deberían encontrar buenas recetas para una Europa de derechos y políticas sociales compartidas, desde el cambio climático hasta la inmigración.

Las elecciones del domingo resultarán en un Parlamento Europeo más fragmentado, señal de la creciente politización y polarización de la agenda. Costará más empeño construir las mayorías que, desde su europeísmo, han hecho avanzar la construcción europea. La premura del presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, para cerrar la designación de nuevos cargos muestra el miedo a la parálisis de esta nueva Europa. Es poco probable que triunfe en su propósito: la posibilidad (baja pero real) de que el euroescepticismo forme un grupo único en el Parlamento, la pérdida de peso de la gran coalición y la necesidad de contar con un tercer grupo para una mayoría estable o las trabas a los spitzenkandidaten alargarán las negociaciones del nuevo ciclo político.

Las recetas supranacionales del más Europa ya no pueden basarse en un refuerzo de las instituciones desde la tecnocracia. Deben abrazar la creciente politización de la agenda europea, tratando de apaciguar los efectos de la polarización. La UE de hoy, como proyecto político en grado de madurez, debe responder a las preguntas del para quién, para qué y con qué instrumentos se construye; para ser, en este nuevo ciclo, menos proyecto institucional y más instrumento ciudadano.

Pol Morillas es director del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs).

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