Cambiar el modo de ser

En condiciones normales, las gentes tienden a seleccionar los papeles sociales más adecuados para sus talentos y gravitan hacia aquel medio que recompensa sus inclinaciones. Cuando se encuentran en un medio desfavorable, la solución más simple es escaparse de él. Otra solución es dedicar una parte de su energía a defenderse del medio y otra, a transformarlo. Esta es una apuesta ingrata y arriesgada, pero puede ser inevitable cuando ese medio corre el peligro de autodestruirse.

La España de hoy no facilita el desarrollo de los talentos de mucha gente, por ejemplo, de los parados, los jóvenes aparcados en trabajos de poca calidad o los mayores arrinconados antes de tiempo. Con viento favorable parece que todo va bien, pero una crisis como la actual desvela la realidad de un país que no innova lo suficiente, cuyo tejido empresarial es frágil, cuyos políticos se bloquean o se pierden en peleas internas, cuyos medios de comunicación producen demasiado ruido y cuyas gentes confían poco unas en otras.

En estas circunstancias, el país no resuelve sus problemas dándose ánimos, cambiando de políticos o con más dinero (aunque todo ello ayude). Los resuelve enfrentándose con su realidad y cambiando su propio modo de ser. Para ello, necesita situarse y compararse: por lo pronto, situarse en Europa y compararse con otros europeos.

El modo de ser, o el carácter, de un grupo social es el poso que queda de las costumbres, virtudes o vicios, que tenga. Llamar a las costumbres virtudes o vicios requiere un criterio para distinguirlas. Imaginemos que hacemos nuestra una tradición moral que en Europa tiene, grosso modo, una presencia de dos milenios y medio, la de la filosofía de las virtudes cardinales, y consideramos como un buen carácter el que corresponde al ejercicio de esas virtudes: la virtud de la prudencia o el cultivo de la inteligencia, y las virtudes de la fortaleza y de la templanza, que cimientan la confianza en sí mismo, y de la justicia, que alimenta la confianza en los demás y se prolonga con una actitud de apertura a otras personas. Los filósofos antiguos solían decir que, reunidas, todas estas virtudes hacían posible una vida buena y, por consiguiente, una vida alerta, confiada y generosa. Supongamos que eso, traducido a los lugares comunes de hoy, equivale a decir que aquellas prácticas conducen a una sociedad más libre, próspera y solidaria.

Pues bien, si comparamos nuestras virtudes con las de otros europeos, lo que obtenemos es un dibujo muy sencillo y muy rotundo. Una amplia evidencia empírica, resumida en una larga serie de unos 60 indicadores (y reunida en un libro escrito por Juan Carlos Rodríguez y por mí, La cultura de la innovación de los jóvenes españoles en el marco europeo, editado por la Fundación Cotec, que el lector puede encontrar, y contrastar, en www.asp-research.com), demuestra que, por sus virtudes cardinales, los españoles se sitúan en el tercio inferior de una distribución de países que abarca al conjunto de la Europa nórdica, centroeuropea, anglosajona y euromediterránea.

He aquí, en apretado resumen, algunos de los datos en cuestión. En comparación con el europeo medio, los españoles fallan más los test de Matemáticas, dedican menos tiempo a estudiar, su tasa de abandono escolar es mayor, leen menos libros y practican menos actividades artísticas: ello indica un cultivo menor de su inteligencia. Además, se emancipan más tarde, dan más importancia a vivir en un entorno seguro, viajan menos, saben menos inglés, confían menos unos en otros, se interesan menos en la política y desconfían más de los políticos: ello sugiere un déficit de confianza en sí mismos y en los demás, ligado con un impulso menor y un horizonte de vida más reducido.

Este déficit de disposiciones virtuosas (de cultura moral vivida) es lo que se traduce en la fragilidad, la rigidez y el menor dinamismo de la economía, en el carácter derivativo de buena parte de la cultura, en la falta de ecuanimidad del debate público y en la mezcla de desconcierto y timidez de fondo con aires de ordeno y mando de tantas decisiones políticas.

¿Deberíamos angustiarnos ante una realidad así? Obviamente, no. La angustia confunde, y necesitamos una cabeza clara. La angustia induce a huir, y necesitamos un paso adelante. Ya damos uno si encaramos la verdad, en lugar de escapar de las malas noticias y tildar de pesimistas a sus portadores. Podemos dar otro con ayuda de la memoria, que nos recuerda que hemos estado en situaciones peores; por ejemplo, tuvimos una Guerra Civil, en la que, durante tres años, además de los muertos en las batallas a campo descubierto, hubo más de 100.000 asesinatos en la retaguardia. Es obvio que hemos mejorado; y la experiencia de este último medio siglo abunda en buenos testimonios de esfuerzo y convivencia.

Tampoco estamos solos en el empeño. Nuestro estudio muestra que la inferioridad cultural de los españoles es parecida a la de otros pueblos euromediterráneos como los italianos, los portugueses y los griegos; y probablemente por ello todos comparten los rasgos mencionados de una estructura productiva más frágil, menos innovación, más dificultades para resolver los problemas comunes y, hoy, una situación más delicada ante la crisis.

La comunidad de los problemas de estos países euromediterráneos no supone desdoro alguno para cualquiera de ellos. Son países con pasados gloriosos, en tiempos más o menos lejanos: la Grecia de Pericles, la Italia del Renacimiento, la España de los siglos de oro, el Portugal explorador de los mares. Esos recuerdos pueden servir de inspiración para afrontar el porvenir. También han tenido pasados recientes problemáticos; una alfabetización tardía, tiempos largos de clientelismo político y regímenes autoritarios, episodios de guerra civil y una sociedad civil débil. Esto, a su vez, puede facilitar que cada uno aprenda de los errores de los demás.

Además, la senda principal del aprendizaje de todos ellos solía ser la imitación de las buenas prácticas de otros países europeos. A veces han imitado las peores y han acabado en una catástrofe; pero cabe confiar en que, a la postre, hayan aprendido a elegir sus modelos. De los nórdicos de hoy, por ejemplo, pueden aprender que lo más importante no es ser de derechas o de izquierdas, o de centro, sino razonar y controlar a su clase política, hacer compromisos sensatos entre unos y otros, innovar y educarse (mucho) mejor, aprender inglés e irse un poco antes de la casa paterna.

Finalmente, para hacer estas cosas, los españoles (y los otros euromediterráneos) pueden utilizar incluso algunas de sus propias emociones negativas. Mal usadas, esas emociones llevan a una violencia destructiva y hacen daño; pero controladas y usadas con discernimiento pueden dar mucho juego.

Por poner un ejemplo, la mayoría de los españoles preguntados en una encuesta reciente dice que, cuando escucha a su presidente del Gobierno hablar de economía, piensa que este sabe poco o nada de lo que está hablando (para ser exactos, un 62,4%). El dato es un poco penoso, si se piensa en la situación económica actual. Pero miremos al futuro. Ese reconocimiento de desconfianza puede tomarse como un punto de partida, y a partir de él los españoles pueden hacer varias cosas. Una es quejarse amargamente, y otra es aprender economía ellos mismos.

Lo mismo cabe decir de la reacción de los españoles ante sus medios de comunicación. Una mayoría de ellos, en la misma encuesta, dice que los medios les informan de los acontecimientos de una manera confusa y desordenada (de nuevo, para ser exactos, el 68,1%). Claro que el dato es inquietante. Pero, una vez más, la expresión de desconfianza puede ser el punto de arranque de dos conductas muy distintas. Una es refugiarse en el victimismo: no nos informan. La otra es buscar la información.

Piénsese por un momento en lo maravilloso que sería que los españoles, en lugar de quedarse en la mera desconfianza de los políticos y de los medios, decidieran asumir más responsabilidad directa por lo que les ocurre e informarse por su cuenta. Si lo hicieran, cambiarían su manera de ser. En realidad, es la única forma que tienen de cambiarla.

Víctor Pérez Díaz, presidente de Analistas Socio-Políticos.