Cambiar la política agrícola europea

De la política agraria común (PAC) la gente conoce a menudo los aspectos más folclóricos y perversos, como son las jugosas subvenciones que reciben la duquesa de Alba y la reina de Inglaterra o, años atrás, las montañas de leche y mantequilla almacenadas después de haberlas retirado del mercado, que a veces acababan su singladura pudriéndose. En realidad, la PAC nació con el Tratado de Roma, hace 51 años, en el contexto de una Europa que salía de la posguerra, en el marco de los seis estados que fundaron el Mercado Común, en los que la producción propia de alimentos no llegaba al 65% de sus necesidades. Unos países que habían sufrido la segunda guerra mundial, que recordaban las cartillas de racionamiento y unos precios altísimos en los alimentos de primera necesidad. Pese a que en 1957 se registraba una fuerte recuperación de la economía basada en el impulso de la industria, la agricultura no seguía el mismo ritmo y los recursos que una familia media destinaba a la cesta de la compra eran de casi el 70% de sus ingresos.

Es en este contexto que en el artículo 39 del Tratado se define una política agraria común para relanzar la agricultura y la ganadería en la vertiente productivista, estabilizar los precios, incrementar las rentas de los agricultores y equilibrar los diferentes territorios agrícolas con enormes diferencias de productividad y, por tanto, de renta. Hay que tener en cuenta, también, la obsesión de alemanes y franceses por controlar la inflación a partir de los precios de los alimentos, componente básico en el cálculo del IPC, ya que entonces ponderaban mucho.

La PAC se articuló con unos aranceles comunes elevadísimos que desconectaron el Mercado Común del mercado mundial, con una política de precios y de mercados que pretendía garantizar los intereses de los agricultores; con la retirada de excedentes, que se compraban y se almacenaban, y los intereses de los consumidores, evitando los precios al alza en años de mala cosecha, vaciando los silos o autorizando, si era preciso, importaciones a precios más bajos. Esas políticas sirvieron para garantizar una estabilidad en los precios agroalimentarios y también un progresivo incremento de las producciones, tanto en los sectores protegidos, generalmente de la agricultura continental, como en los que funcionaban según las leyes del mercado, la agricultura mediterránea.

Paralelamente a esas políticas intervencionistas, en el campo se estaba produciendo la revolución verde según el modelo americano: mecanización, abonos químicos, pesticidas, nuevos sistemas de riego y cada vez más tecnología.

Durante los años 60, y en un espacio de tiempo corto, la suma de la PAC y los cambios en los sistemas de producción provocaron excedentes en muchos sectores, principalmente en los más mecanizados. Esos excedentes empezaron a ser un grave problema de espacio físico para el almacenaje, y también económico, porque desequilibraba los presupuestos de la PAC. No tener claros los objetivos de la PAC hizo que los responsables políticos de la entonces Comunidad Económica Europea (CEE) rechazaran medidas estructurales como las que proponía el holandés Mansholt.

Se acabó aprobando lo peor: exportar al mercado mundial todo lo que sobraba, aunque fuera al precio de tener que subvencionar la diferencia entre los precios elevados del mercado interior y los mucho más bajos de los mercados exteriores.

Y con esta medida --conocida como dumping (venta por debajo del precio)--, ya tuvieron la guerra declarada, especialmente con la primera gran potencia exportadora, EEUU, que nos acusó de prácticas ilícitas que distorsionaban el comercio mundial. Porque esta distorsión convirtió a Francia en el segundo país exportador de cereal del mundo. Y fue en el marco del GATT (los acuerdos para el libre comercio) en el que los negociadores americanos exigieron abiertamente a la UE de los Quince un cambio en las medidas proteccionistas de la PAC, principalmente en los aranceles y en las subvenciones a la exportación. Y eso que ellos también ayudaban a su agricultura, a menudo con presupuestos muy superiores a los de la UE, pero lo hacían con un sistema mucho más pragmático que mantenía su mercado interior conectado al mercado mundial.

La anunciada reforma de la PAC, que empezó a aplicarse en 1992, fue la consecuencia del pulso en el seno del GATT entre las dos grandes potencias y que ganó EEUU, imponiendo el desarme arancelario y la eliminación de las subvenciones a la exportación, los grandes obstáculos para las exportaciones americanas.

Aquella reforma fue una nueva ocasión perdida, porque no se aprovechó la crisis para impulsar una serie de medidas estructurales de modernización, de acuerdo con las exigencias de los mercados, de las competencias en materia de política agraria que conservaban los estados miembros, y la necesidad europea de contar con una agricultura fuerte y competitiva. En su lugar, se optó por un sistema de ayudas a la producción que en teoría debía compensar la pérdida de renta de los agricultores, por la conexión con el mercado mundial, con precios a la baja que en la práctica ha servido para beneficiar a la agricultura más rica y a una serie de personajes y empresas que nada tienen que ver con el oficio de agricultor. Y que van desde la duquesa de Alba hasta la reina de Inglaterra, el príncipe de Mónaco o Mario Conde.

Todo este desaguisado, que nada tiene que ver con el artículo 39 del Tratado de Roma, que nunca se ha derogado, se paga con dinero público. Como ahora se habla de nuevo de reformar la PAC, los que ya nos ponemos a temblar nos preguntamos: ¿lo harán con los mismos criterios que en las reformas anteriores?

Pep Riera, payés.