Cambiaron los hechos, cambiemos el pacto

El Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea, que impone normas fiscales a los estados miembros, es como el vestido nuevo del emperador: casi todos ven que no es verdad, pero pocos lo admiten abiertamente. Este silencio interesado es malo en lo económico y en lo político.

En primer lugar, las reglas del pacto son tan complejas que casi ningún ministro puede descifrarlas (por no hablar de los parlamentarios). Ya hay varias propuestas de reforma para simplificar las cosas, entre ellas una de un grupo de economistas franceses y alemanes del que soy parte.

La mayoría de estas propuestas le darían menos importancia a la estimación del déficit fiscal con ajuste cíclico de los estados miembros (un cálculo notoriamente difícil) y más al incremento del gasto público. En concreto, cada gobierno se comprometería a que sus gastos se correspondan con las previsiones de crecimiento económico y de recaudación impositiva del país, y con una meta de endeudamiento a mediano plazo. Habría menos microgerencia por parte de las instituciones de la UE, más margen para la toma de decisiones en el nivel nacional y una mayor responsabilidad de cada uno de los gobiernos.

Los ministros no han mostrado mucho interés en reformas radicales, pero ahora hay otro motivo para modernizar el marco fiscal de la UE: las condiciones económicas actuales son muy diferentes a las que imperaban cuando se diseñó el pacto, hace más de dos décadas. Hay una frase famosa que se atribuye a Keynes: “cuando cambian los hechos, cambio de opinión”. Y es indudable que los hechos cambiaron.

El pacto entró en vigor en 1997. En aquel tiempo, la mediana de la deuda pública de los once países de la UE que fueron los primeros en adoptar el euro era 60% del PIB, y se preveía un 3% de crecimiento y 2% de inflación. El tipo de interés a largo plazo para préstamos exentos de riesgo (al que pronto se endeudarían la mayoría de los países de la eurozona) era 5%. De modo que para estabilizar el cociente de deuda en el nivel del 60% predominante, los gobiernos tenían que mantener el déficit fiscal por debajo del 3% del PIB; o dicho de otro modo, mantener un balance fiscal primario (ingresos menos gastos, sin contar pago de intereses) igual a cero.

Esas pautas tenían sentido. Si el crecimiento o la recaudación se reducían o los mercados comenzaban a pedir más rentabilidad por temor a una cesación de pagos, había un riesgo real de que la deuda se saliera de control (como más tarde mostró la crisis europea de deuda soberana entre 2010 y 2012). De modo que el límite de déficit del 3% del PIB por encima del cual se activa un seguimiento más estricto de las políticas de los países era un valor a grandes rasgos razonable. Además, era prudente apuntar a un déficit considerablemente menor para conservar un margen de seguridad.

En 2019, la mediana de deuda para los mismos once países es 70% del PIB, y el Fondo Monetario Internacional prevé un 1,5% de crecimiento y 2% de inflación (si se incluye a todos los miembros de la eurozona, el nivel de endeudamiento es ligeramente inferior y el crecimiento ligeramente superior). Es verdad que la previsión de crecimiento es la mitad que en 1997. Sin embargo, estabilizar el cociente de deuda exige mantener el déficit fiscal por debajo del 2,5% del PIB, no muy lejos del 3% que fija el pacto.

Pero el gran cambio respecto de hace dos décadas es el derrumbe de los tipos de interés. Hace poco los inversores estaban dispuestos a comprar bonos del gobierno alemán a diez años con un rendimiento básicamente nulo. Si se tiene en cuenta la inflación, el costo real de la deuda para Alemania es considerablemente negativo (como lo es también, en menor grado, para Francia, España y la mayoría de los otros miembros de la eurozona). Incluso Italia, con una deuda que supera el 130% del PIB y escaso crecimiento, consiguió endeudarse al 2,6%, o sea 2,4 puntos porcentuales menos que Alemania en 1997.

En estas condiciones, un límite del 3% del PIB para el déficit fiscal es, de hecho, bastante laxo. Si los tipos de interés a largo plazo se mantienen cerca de cero algunos años más, los gobiernos podrán mantener un déficit primario superior al 2% del PIB sin superar ese límite. Es probable que muchos países de la UE aprovechen la oportunidad para financiar gasto corriente en forma barata. Pero un súbito cambio de las condiciones financieras los obligaría a un ajuste brusco.

La Comisión Europea insiste en que el 3% es sólo un límite superior. En 2011 se introdujeron reformas al pacto que fijaron normas más estrictas. Se espera que los países de la eurozona mantengan el déficit fiscal estructural (tras corregir efectos cíclicos) cerca de cero, y aquellos cuyo cociente de deuda supera el 60% del PIB están obligados a reducirlo.

Pero las restricciones resultantes son excesivas. La meta de déficit estructural cero impide a los gobiernos tomar prestado a las tasas de interés real negativas imperantes para financiar inversiones y reformas. Y como demostró hace poco Olivier Blanchard, del Instituto Peterson, no hay razones económicas concluyentes para reducir la deuda cuando tomar prestado no supone ningún costo.

La UE está en una difícil disyuntiva. No debe permitir que los estados miembros se acostumbren a financiar gastos corrientes recurrentes con deuda. Pero tampoco debería impedirles aprovechar la persistencia de tipos de interés bajos para financiar inversiones económicamente razonables que beneficiarán a las generaciones futuras.

Por eso Europa debe reformar su marco fiscal. Sin duda los halcones antidéficit protestarán (especialmente en Alemania), pero mantener una prohibición que no se justifica es políticamente insostenible. ¿Por qué han de rechazar los ciudadanos de la UE que se canalicen inversiones públicas financiadas con deuda hacia investigación ambiental, energías renovables, sistemas de transporte limpios y otros esfuerzos para contener el cambio climático cuando las condiciones financieras hacen que estas inversiones sean colectivamente rentables?

Las viejas críticas al pacto por no prestar atención a la distinción entre inversión y gasto corriente son válidas, en la medida en que lo primero se defina en sentido económico en vez de contable. La UE debería acordar un conjunto de objetivos (por ejemplo la transición a una economía descarbonizada, la creación de empleo y reformas económicas procrecimiento) que justifiquen superar transitoriamente el límite establecido al gasto público (a menos, claro está, que el país en cuestión se encuentre en una situación financiera precaria). Pero esa exención debe supeditarse a que los tipos de interés a largo plazo se mantengan en niveles excepcionalmente bajos; en caso de aumentar, los gobiernos tendrán que reducir y tal vez descontinuar esas inversiones.

La necesidad de revisar las normas fiscales de la UE es evidente. Los principales partidos políticos que compiten en la elección de mayo para el Parlamento Europeo deben reconocerlo y defender esa revisión abiertamente. En un momento en que se cuestiona el propósito mismo de la UE, lo último que necesita Europa es atarse a tabúes económicos.

Jean Pisani-Ferry, a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris), holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute and is a senior fellow at Bruegel, a Brussels-based think tank. Traducción: Esteban Flamini.

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