Cambio climático

No soy geólogo ni meteorólogo, por tanto mis puntos de vista sobre el clima son meros intentos de aproximación para entender lo que acontece en la atmósfera y en unos movimientos sociales y económicos donde escasean informes científicos y abundan certezas, militantes a machamartillo, que han convertido una materia para la reflexión y el estudio (y la extracción de consecuencias prácticas) en una fe religiosa que persigue a sus oponentes e, incluso, a los tibios o dudosos. Algunos mantenemos dudas y preocupación, otros seguridades absolutas basadas en postulados simplistas, en creencias, pues de lo contrario, se incurre en negacionismo, peligrosa palabra tomada de otros rumbos sumamente arriesgados.

Inquieta la ligereza con que los supuestos expertos (cualquier tertuliano presto a quedar bien con las corrientes dominantes) esgrimen condenas y sarcasmos sin más pruebas que la percepción de su memoria particular de que «antes hacía más frío», o seguridades en el vacío como aquella de que «todos los científicos afirman que hay cambio climático», lo cual no es cierto, si por tal entendemos lo corriente en esos foros. Orillo la confluencia de intereses que señalaba en esta página J. José R. Calaza (20 agosto 2019), en un artículo digno de la máxima atención: también hay intereses contrarios (los de las petroleras o los fabricantes de chismes de plástico, por ejemplo). Sin embargo, no es menos inquietante el mimetismo de «la gente» -¿cuánta?- en la aceptación del dogma y la sumisión ante la permanente campaña de intoxicación, conformando una «opinión» políticamente correcta y única. La creación de organismos burocráticos (subsecretarías, ministerios), fenómeno típicamente español, sólo muestra al modo cañí lo bien que en nuestro país se entreveran la picaresca y el folclore.

Hace unos días, una oenegista concluía culpando al «cambio climático» del enorme incendio de Gran Canaria, porque «todo estaba muy seco», fenómeno seguramente novedoso en la isla, como las tórridas canículas en la Península y como las imprudencias humanas (no hablo de actos criminales deliberados que, por cierto, se persiguen y castigan poquito). La superioridad moral y la petulancia de los cruzados de la causa con frecuencia adopta ribetes cómicos: un joven encuestador fulminó a un hermano mío, geólogo, con un tajante «Hay que leer más», porque el réprobo no contestaba al cuestionario en la línea que convenía al comisionado y a quien pagaba la encuesta. Que el Papa de Roma meta la cuchara en el guiso sólo vuelve a replantear el conflicto entre poder temporal y poder espiritual de los Papas en cuanto salimos de asuntos de fe o costumbres. Yo, desde luego, no estoy dispuesto a declararme forofo del San Lorenzo de Almagro sólo porque éste era (o es) el equipo de los amores de Bergoglio, dicho sea con todos los respetos.

Siempre ha habido cambio climático, desde el nacimiento del planeta, no obstante las preguntas básicas que puede formularse un lego en la materia -como es mi caso- son dos: la velocidad de los cambios y qué parte corresponde al ser humano en esas variaciones. Pero hay muchas más: la última glaciación duró hasta unos diez mil años antes de Cristo, ¿quién la provocó? ¿Y su fin? ¿Por qué se produjo la desecación y desertización de las sabanas y praderas del Sahara? Los fósiles marinos, los rastros visibles de grandes acantilados, en pleno desierto marroquí, proclaman un hábitat muy diferente. ¿Qué parte cupo a los humanos en esos procesos y en otros muchos paralelos en distintas latitudes? ¿En qué era geológica acaecieron? ¿Cuánto tardaron en completarse? No veo ni oigo nada de esto en los medios de comunicación.

Sabemos que los volcanes arrojan a la atmósfera muchos más gases que todos los vehículos de motor del planeta, pero también sabemos que los llamados «Ciclos de Milankovitch» establecen claramente que la órbita terrestre (más elíptica o puramente circular, en ciclos que oscilan entre los 100.000 y los 400.000 años), la inclinación del eje de giro -que cambia un par de grados cada 40.000 años- y la precesión del eje de rotación (también entre 19.000 y 24.000 años), son factores que determinan y regulan las radiaciones solares y por tanto las cantidades de hielo acumulado, que merman o aumentan según esa intensidad. No estoy descubriendo nada: éstos sí son datos bien conocidos por los científicos del ramo y me limito a recordarlos, ya que innúmeros políticos, periodistas y aficionados a la jarana parecen desconocerlos.

Pero hay más. En el estricto ámbito de nuestra Península, se han contabilizado en el Levante español, desde el tiempo de los Reyes Católicos, algo más de quinientos años, más de doscientos cincuenta episodios graves de «gota fría», con sus correspondientes inundaciones, pérdidas, muertes, etc. Es decir, uno cada dos años, más o menos como en la actualidad. Y una perspectiva temporal mayor nos ofrecen en la Edad Media las crónicas árabes y otras coetáneas. La llamada Crónica Mozárabe de 754 nos habla de sequía, hambre, salida de población en toda Hispania hacia el sur. Los musulmanes se repliegan de Astorga (antes los beréberes ya habían abandonado Galicia por la misma causa). Y otras crónicas posteriores (Bayán, Fath, al-Kamil, Ajbar Maymu’a) inciden en el mismo fenómeno desde el 131 H. (748-749 d. C.).

El Muqtabis II, de Ibn Hayyan, refiere que durante el reinado de al-Hakam I, en 812, una hambruna atroz se abate sobre al-Andalus, con nuevas oleadas de emigrantes hacia África; el Muqtabis V narra situaciones similares en los años de ‘Abd ar-Rahmán III, que provocan rogativas de lluvia (istisqá’, v.g. en mayo de 915) con sus secuelas de escasez y subida de precios. Al año siguiente (916), el «hambre comparable a la del año 873, pues la carestía fue tremenda y la necesidad y la miseria de las gentes llegaron “a extremos no recordados” [misma muletilla actual]». En 927, más sequía, penurias, alzas de precios, rogativas a Allah para conseguir la lluvia. En 929, más de lo mismo, hasta el extremo de que el califa ordenó a los gobernadores de las coras que elevasen peticiones al Cielo. Y un panorama semejante describen los Anales Palatinos del califa al-Hakam II por ar-Razi: huracanes, aguaceros, pedriscos, inundaciones que siguen a las lluvias torrenciales, alternándose con la sequía. En 975, «una gran nevada, de copos tan espesos como no se recordaba haber visto nunca otra» [la frasecita no es original ni nueva]. También en 975 (el 3 de marzo), «el río de Córdoba tuvo una gran crecida y por la tarde se salió de madre y se desbordó por el Arrecife». Etcétera.

Todo esto son obviedades que casi sonroja tener que recordar y que refuerzan nuestras dudas sobre la velocidad de los cambios, pero en algo estamos de acuerdo: hay que leer más.

Serafín Fanjul es miembro de la Real Academia de la Historia.

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