Cambio cosmético en el Vaticano

Tras hacerse públicas las modificaciones introducidas a las normas de los delitos más graves de la Congregación para la Doctrina de la Fe, los apologistas del Vaticano han lanzado las campanas al vuelo y, sin sentido crítico alguno y en un acto de fe más que de objetividad, se han apresurado a afirmar que las nuevas normas terminan con la impunidad de los clérigos pederastas, cualquiera que sea su rango en la Iglesia católica, y establecen tolerancia cero para delitos tan graves. ¿Son así las cosas?

Yo creo que no. Las modificaciones son solo una operación cosmética, un simple revoque de fachada que se ha visto obligado a hacer el Vaticano por las fuertes presiones de organismos internacionales, movimientos cristianos de base, medios de comunicación, etcétera. La pederastia es una gangrena, un cáncer con metástasis extendido por todo el cuerpo eclesial, una bomba de relojería que le ha explotado a Benedicto XVI en las manos. Esos delitos eran sobradamente conocidos por las autoridades eclesiásticas tanto locales como vaticanas. Estuvieron varias décadas sobre la mesa del cardenal Ratzinger durante el cuarto de siglo en que fue todopoderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sin que se tomaran medidas sancionadoras, ni siquiera las que prescribía el Código de Derecho Canónico. El propio cardenal Ratzinger se mostró permisivo cuando era arzobispo de Múnich al mantener a un sacerdote pederasta en la actividad pastoral con niños, en vez de apartarlo definitivamente del sacerdocio. Tampoco actuó penalmente ni colaboró con la justicia civil en el caso de un sacerdote norteamericano que abusó de decenas de personas discapacitadas.

Es verdad que en los últimos meses Benedicto XVI ha pedido perdón a las víctimas en ceremonias de alta tensión emotiva y ha calificado los actos de pederastia de los clérigos de crimen horrendo. Pero no ha asumido responsabilidad alguna, cuando ha sido encubridor y, en cierta medida, cómplice, de palabra o por omisión. Por omisión en los casos antes citados. De palabra con la aprobación del documento De gravioribus delictis, de 2001, que reservaba los delitos de pederastia de los clérigos con menores de 18 años a la congregación presidida por él. Este modo tan permisivo de proceder en el pasado por Ratzinger revela que las actuales modificaciones no responden a una verdadera voluntad de atajar el problema de raíz ni de cortar por lo sano ni de poner a los culpables en manos de los tribunales de justicia. Lo propio hubiera sido la derogación del funesto documento del 2001, no ligeras modificaciones.

Los más disconformes con las nuevas normas son las asociaciones de víctimas y las organizaciones solidarias con ellas, legitimadas para expresar su malestar o desencanto. La corriente Iglesia sin Abusos las ha calificado de avance tardío e insuficiente y ha aseverado que lo importante no es el cambio en las normas, sino en la práctica, y eso está por ver. El movimiento austriaco Somos Iglesia constata que los abusos sexuales de los clérigos «son en realidad abusos de poder en una forma sexual», y que las normas aprobadas recientemente no van a la raíz de la verdadera patología de las estructuras eclesiásticas. La asociación Víctimas de la Violencia en la Iglesia exige que se abran de par en par los archivos del Vaticano sobre abusos sexuales y se entreguen los informes relativos a dichos abusos a las autoridades civiles.

Bienvenida sea la consideración como delito de la adquisición, posesión y divulgación de pornografía de menores de 14 años con intencionalidad libidinosa por parte de los clérigos. Pero llega un poco tarde. ¿Es que no lo era antes? ¿Lo descubre el Vaticano ahora cuando la pornografía infantil está tipificada como delito en los códigos penales? Pero lo que me parece inadmisible teológica y jurídicamente es la equiparación que el documento establece entre pornografía infantil, ordenación sagrada de las mujeres, herejía, cisma y apostasía. A todos ellos se les considera delito grave al mismo nivel.

Y yo me pregunto: ¿cómo puede tipificarse de delito grave y punible el acceso de las mujeres al sacerdocio cuando se trata de un derecho y de una reivindicación legítima? El machismo y el patriarcalismo del Vaticano son incorregibles. ¿Cómo situar en el mismo plano delictivo que la pornografía infantil la apostasía cuando esta es un ejercicio legítimo de libertad de conciencia y de libertad religiosa? De nuevo la Iglesia católica, contra los derechos humanos. ¿Cómo atribuir la misma gravedad delictiva que a la pederastia a la herejía y al cisma, cuando estas se mueven en el terreno ideológico, constituyen un ejercicio legítimo de libertad de expresión y de investigación, y se inscriben dentro del pluralismo religioso y del derecho al disenso, reconocidos por el concilio Vaticano II? El Vaticano sigue instalado en la ortodoxia dogmática e inquisitorial sin posibilidad de debate entre los expertos. Tamaños despropósitos invalidan el documento vaticano y le privan de toda credibilidad tanto dentro como fuera de la Iglesia católica.

Juan José Tamayo, filósofo y teólogo.