Cambio de ciclo

Hasta aquí llegó la Transición. Cuatro décadas no son poco; más de una generación ha durado el ejercicio de la democracia levantada sobre los escombros del franquismo. Los españoles hemos vivido los mayores niveles de libertad y progreso de nuestra historia. Pero el proceso está llegando a su término. La sociedad se muestra apática, carente de respuestas frente a nuevos problemas. Por vez primera en mucho tiempo la convivencia civil está amenazada; los consensos básicos sobre la que se asienta se han resquebrajado.

Los partidos que protagonizaron este largo período de normalidad democrática están cayendo víctimas de una incapacidad progresiva para acoplarse a la realidad, y una gran mayoría de ciudadanos no se siente por ellos representada. El turnismo que ha venido repartiendo el poder entre el centro-derecha y el centro-izquierda ha dado de sí poco más de lo que los españoles experimentaron hace un siglo bajo la Constitución de 1876. Entonces lo asfixió el caciquismo, ahora la corrupción. ¿Qué cabe esperar de este punto y aparte tras el que seguirá escribiéndose nuestra Historia?

Los datos de partida hacen difícil el pronóstico. La sociedad carece del músculo preciso para liberarse del tejido político que la envuelve, o cuanto menos para regenerarlo. Vivió demasiado tiempo constreñida por la falta de libertad que todas las dictaduras imponen, y en la democracia ha abandonado sus responsabilidades cívicas en manos de los partidos políticos. Este cauce abierto por la Transición para reflejar un pluralismo hasta entonces desconocido, hoy está prácticamente cegado por los aparatos partidarios.

La cuestión no va de calafatear naves que hacen agua, ni tampoco de un canje de caras para trocar en nuevo lo ya caduco. Los problemas están en el seno de la propia sociedad, de una ciudadanía carente de principios y de una ambición solidaria.

Mientras medio Parlamento y otras instituciones públicas catalanas se proclaman secesionistas y comités republicanos imponen el terror en las calles de aquella región, no es normal que durante semanas la Nación mantenga su atención puesta en la torpeza de una presidenta regional acusada de maquillarse con un máster de ficción.

Los responsables públicos, que no necesariamente han de ser políticos, deberían estar estudiando hasta dónde puede llegar la sumisión de los españoles a los medios y demás redes sociales. Su incapacidad crítica ante los contenidos que suministran es consecuencia natural de un penoso nivel educativo, y causa de esa y otras aberraciones públicas. ¿Dónde están los líderes de opinión que pudieran poner las cosas en su sitio, dónde la academia, los clubes, ateneos, iglesias y demás organizaciones sociales? Cuestión sin respuesta que revela la gravedad de la situación, el vacío sobre el que sobrevive hoy la sociedad española; también, la ausencia del tejido social y valores cívicos que Alexis de Tocqueville mostró en el siglo XIX como soportes de la democracia americana.

La nuestra llegó mucho más tarde sin apenas esfuerzo aparente, y en un par de años comenzó a marchar como si nunca hubiera estado ausente, pero carecía del rodaje acumulado por otras durante generaciones. Y eso acaba pasando factura, sobre todo cuando muy pocos se ocupan en mirar más allá de lo perentorio para dotar de la trascendencia precisa al viaje iniciado. En estas circunstancias la nave va a merced de los más osados. Los hay empeñados en cargarse el sistema, lo que no logran porque alguien defienda los valores democráticos sino porque la utopía revolucionaria ha degenerado en pura banalidad. Después de haber vivido los últimos años ocupados en ponerse en hora, a la hora del mundo libre y desarrollado, los españoles enfrentan hoy un nuevo desafío, la ruptura de mucha inercia acumulada y rutinas sin sentido. Es tiempo de abrir una nueva transición para afrontar la realidad desde bases más sólidas que las que hoy apenas sustentan la convivencia.

Hemos asumido como paradigmas de la modernidad cuestiones demasiado intrascendentes cuando no auténticas paparruchas, como si el desdoble de los géneros aplicado a nuestra gramática, por ejemplo, cambiara la estructura de las relaciones sociales. Tampoco parece que la satisfacción de las personas se reduzca a lo que viene entendiéndose por Estado de bienestar; más allá de la cobertura de las necesidades materiales existe todo un mundo de valores, cuya ignorancia está lastrando la marcha de la sociedad hacia un mundo mejor.

Antes de que acaben destrozados por su incumplimiento, el sentido común aconseja rehacer muchos de nuestros ordenamientos, pergeñados en otros tiempos y circunstancias. Y para ello, mirar más allá de los dedos que señalen nuevos horizontes. Por las buenas, todo se puede cambiar. Nuestra sociedad es impracticable sin la complicidad de una inmensa mayoría de españoles mostrando su orgullo de pertenencia a una cultura, un suelo y a una misma historia. De personas, mujeres y hombres, capaces de sentirse partícipes de un empeño común: convivir libre y pacíficamente en el nuevo ciclo que van a protagonizar. ¿Imposible? No tiene por qué serlo, ante la adversidad los límites están para romperlos.

El cambio es cuestión de patriotas.

Federico Ysart, periodista.

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