Cambio de piel

No quisiera que escribir esta nota de urgencia desde Buenos Aires condicionara su contenido, pero no va a ser fácil. Las ciudades son en gran medida lo que estamos esperando encontrar en ellas, y en la capital argentina el viajero cree encontrar argumentos para la nostalgia en todos sus rincones. Un acontecimiento histórico como el de la abdicación del Rey puede ser abordado desde múltiples perspectivas —políticas, históricas o institucionales, por señalar algunas de las que se pondrán en el primer plano en este momento—, de la mayor importancia todas ellas. Pero, junto a ellas, y sin que alcancen ni mucho menos la misma visibilidad, es probable que un comentario, una reacción o una sensibilidad recorra gran parte de las conversaciones que en las primeras horas tendrán lugar.

Los más trompeteros correrán a denominar lo que vamos a vivir como “Segunda Transición”. Los más modestos quizá se conformen con la más sencilla (y obvia) expresión “relevo generacional”, pero lo que parece que no admite discusión es que se abre un nuevo escenario. En efecto, tras años en los que el reparto de actores que representaba la obra de nuestra vida política apenas experimentaba más cambios que los que la biología o los sonoros fracasos iban imponiendo, provocando una lenta pero inexorable sensación de fatiga entre los espectadores, de pronto los productores han decidido que convenía modificar sustancialmente el reparto.

Conviene analizar bien las razones de la decisión. La tentación de considerar que la obra en lo sustancial funcionaba bien, y que solo hace falta algunos retoques, adecuándola al signo de los tiempos, es siempre grande. Por supuesto que ya no puede seguir vistiéndose de novia aquella actriz que hace tiempo perdió su tersura, ni continuar representando el papel de galán aquel antiguo ídolo juvenil, tan escaso de pelo como sobrado de grasa. Pero la obra, lo que se dice la obra propiamente dicha, no hay por qué modificarla.

El peligro de análisis tales es que terminen posponiendo una vez más lo que lleva tiempo siendo urgente. La abdicación del Rey simboliza, de forma rotunda, solemne, el final de una etapa. Obsesionarse por la normalidad, por dar pruebas de que la maquinaria institucional funciona perfectamente, está bien engrasada sin dar lugar a disfunciones de ningún tipo, es tan comprensible como obligado, pero a todas luces insuficiente.

Es toda una generación, ciertamente, la que está abandonando el escenario, con el que en su momento fue denominado “el motor del cambio” a la cabeza. Toca pensar si se trata solo de que los benjamines de la compañía se suban al escenario a representar con renovado entusiasmo el texto heredado, o bien prefieren optar por, al menos, intentar decir cosas nuevas. Ellos también se juegan mucho en el envite (y excuso decir quién se juega más en el envite). En esta sociedad del espectáculo de nuestros pecados, nada más fácil que optar por la falsa opción de los nuevos rostros o los gestos inéditos, como si de una gran Operación Triunfo se tratara. Aquellos a los que tanto se les ha llenado la boca criticando la Transición tienen ahora una oportunidad de oro para enseñar a sus mayores cómo se han de hacer las cosas. Si no, no quedará otra opción que retocar el viejo tango y cantar que 40 años no es nada.

Manuel Cruz es filósofo.

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