Cambio de rey y cambio de régimen

En el discurso de despedida política el rey Juan Carlos justificó su abdicación diciendo que hacía falta que una generación más joven emprendiera “las transformaciones y reformas que la coyuntura exige“. Parece que el monarca es consciente de la grave crisis que sufren casi todas las instituciones surgidas de la transición y también del desprestigio de la misma corona. Sin embargo, ¿esta situación se soluciona simplemente abdicando y cambiando de rey? Creo que no.

La institución monárquica en la España contemporánea ha pasado por numerosos momentos de crisis y de impopularidad, por eso comparar la situación actual con los dos precedentes más próximos tal vez pueda ser útil. En el año 1930, después de la dictadura de Primo de Rivera, sólo había dos políticos con bastante prestigio para salvar la monarquía de Alfonso XIII: Santiago Alba y Francesc Cambó. Por diferentes motivos ninguno de los dos se atrevió a encabezar una propuesta de cambio constitucional que renovara radicalmente a la vieja política del régimen de la Restauración. Minimizaron los riesgos que se corrían, perdieron el tiempo con excesivas dudas y no se dieron cuenta de la republicanización masiva que se estaba produciendo. El resultado fue que el 12 de abril de 1931 unas elecciones municipales se convirtieron en plebiscitarias y que sus resultados comportaron la caída de aquel desprestigiado régimen monárquico.

No pasó lo mismo durante los años 1976-1977, aunque la nueva monarquía de Juan Carlos I necesitaba legitimarse, ya que era hija de la dictadura franquista. Tras el desastroso gobierno Arias-Fraga, la audacia política de Adolfo Suárez salvó la monarquía. Suárez tomó la iniciativa y encabezó un proceso arriesgado: debía pactar con la oposición antifranquista y neutralizar a los ultras inmovilistas. Aquellos pactos, basados en componer un nuevo régimen democrático, que culminaron en la Constitución de 1978, estabilizaron la monarquía juancarlista.

La situación de hoy es bastante diferente, pero no hay ninguna duda de que también existen algunos elementos similares. La institución monárquica está notablemente desacreditada, está escasamente valorada por los ciudadanos y obtiene los índices de popularidad más bajos desde 1975. Además, está la percepción común de estar en una crisis política generalizada y en un agotamiento del modelo constitucional de 1978. Y también es bastante evidente la baja calidad de la democracia española. Se ha perdido la confianza en los partidos y en los políticos por los continuados casos de corrupción que protagonizan. El sistema judicial está en entredicho y el Tribunal Constitucional ha perdido su independencia y autoridad moral. La sociedad española vive la crisis económica más grave de toda la democracia. Y, para colmo, está la candente cuestión catalana. Son demasiadas cosas al mismo tiempo y demasiado graves para no darse cuenta que los momentos son críticos y que nos encontramos en un encrucijada decisiva.

Una situación como esta requiere de la actuación de auténticos hombres de Estado. De políticos que tengan visión de futuro, que piensen a medio y largo plazo, que sean conscientes de que hay que cambiar muchas cosas, empezando por la Constitución, y que hay que renovar la democracia. Políticos que piensen más en los ciudadanos que en su partido y en sus intereses particulares, que se den cuenta de la necesidad de cambiar de modelo de estado y de régimen político. Que vean que es preciso replantear la política económica e ir hacia un auténtico pacto social. Y que finalmente osen afrontar con valentía la cuestión catalana.

Ahora la palabra la tienen, básicamente, el gobierno del PP y la principal fuerza de la oposición, el PSOE. ¿Tendrán la audacia de aprovechar la especial coyuntura abierta por el cambio de monarca para emprender las transformaciones y las reformas necesarias? Yo tengo mis dudas. Creo que los actuales dirigentes de los dos partidos institucionales, PP y PSOE, son excesivamente miedosos. Me temo que tenderán a no darse por aludidos y a mirar hacia otro lado, a dejar pasar el tiempo y a dejar que se pudran las cosas.

Actuarán así porque el PP está convencido de que, si hay una ligera recuperación económica, ganará las elecciones generales del año 2015, y con eso ya tiene bastante. Y el PSOE, que pasa por una crisis profunda y se encuentra sin un dirigente con autoridad y sin propuesta política convincente, dará prioridad a evitar el hundimiento. Los dirigentes de los partidos institucionales son, por esencia, conservadores de las posiciones alcanzadas. Priorizan, por encima de todo, ganar las elecciones y controlar su partido, aunque eso suponga divorciarse de la ciudadanía. Es por eso que dudo que reconozcan que buena parte de los ciudadanos quieren un cambio que dignifique la democracia y que establezca un nuevo consenso político, social e identitario. No dan síntomas de querer replantearse la idea de España y de darse cuenta de que si persisten en la obsoleta tesis de la nación española única y obligatoria, será imposible meter en ella ni a Catalunya ni al País Vasco. Su inmovilismo generará reacciones ciudadanas, incrementará la indignación de colectivos sociales cada vez más numerosos, ampliará el soberanismo catalán y avivará el republicanismo en la calle.

De esta manera, si en el PP y en el PSOE se impone la miopía política y los pequeños intereses de partido, se habrá desperdiciado una gran oportunidad y el futuro de la monarquía de Felipe VI estará lleno de incertidumbres. Recuerden el año 1930.

Borja de Riquer, historiador.

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