Cambio urgente del modelo económico

Una de las frases más repetidas en estos tiempos de crisis es la de que hay que cambiar de modelo económico. Muchos de quienes la escuchan, y no pocos de quienes la repiten, piensan que el cambio de modelo está sin más al alcance de nuestra política económica y que sus consecuencias serán poco menos que inmediatas. Es decir, que un cambio en el modelo económico vendría a ser algo así como cambiar de traje cuando se dispone de varios para elegir. Sólo es cuestión de gustos y, en todo caso, tarea de poco tiempo.

Casi todos están también de acuerdo en que el modelo que debería elegir la economía española es el de una producción caracterizada por una agricultura muy selecta, por una industria muy importante con escasos costes medioambientales y, además, volcada al exterior gracias a su avanzada tecnología, por no demasiada construcción y, sobre todo, por muchos servicios del más alto valor añadido. Un modelo ideal a cuyos encantos resulta difícil resistirse.

Sin embargo, la realidad cotidiana es bien distinta. Tenemos una producción primaria débil que apenas si representa un 3% del PIB al coste de los factores; una construcción hipertrofiada que supone más de un 12% de esa magnitud; una industria que, incluida la producción de energía, escasamente bordea el 17% de toda nuestra producción y que básicamente concentra sus exportaciones en el automóvil y sus componentes, pero sobre modelos de segundo nivel tecnológico. Finalmente, unos servicios concentrados en torno al turismo y el sector público que casi alcanzan el 68% de esa producción.

Además, las importaciones superan en valor a nuestras exportaciones y, como una parte considerable del PIB -casi su 80%- consiste en construcción y servicios, actividades que absorben bastante mano de obra, se crearon muchos empleos durante la pasada expansión, pero también estamos generando mucho paro en la actual época de crisis, donde esos sectores, incluida la industria del automóvil, se están viendo especialmente afectados.

No hemos elegido ese modelo, bastante diferente del que nos gustaría, mediante una sola decisión consciente y deliberada, sino que ha ido imponiéndose como consecuencia de decisiones que, quizá inconscientemente, se han ido adoptando a lo largo de muchos años respecto a nuestros factores productivos, a nuestros mercados y a nuestro sector público. Suele ocurrir así, pues la estructura sectorial de la producción y su contenido es siempre el resultado final de decisiones continuadas de la política económica que lentamente van afectando a la dotación de factores y a su capacidad para producir, al desarrollo de los mercados, al juego del sector público y a la demanda interior y exterior que se logran captar gracias a calidades y precios.

El problema es muy serio pues, si no se cambia ese modelo, la imposibilidad de repetir en los próximos años el pasado boom inmobiliario, las dificultades de nuestra agricultura y de nuestra industria para exportar e, incluso, para atender las demandas del mercado interior, junto con el desarrollo de nuevos centros turísticos en otros países y el desastre creciente del sector público dificultarán y alargarán la salida de la crisis, como pronostican los organismos internacionales y no parece creerse nuestro Gobierno. Pero también pondrán en grave riesgo nuestros niveles de bienestar a más largo plazo, relegándonos a lugares muy secundarios de la economía mundial y haciéndonos olvidar para muchas décadas el brillante porvenir que parecía que acariciábamos en estas últimas.

La solución tiene que ver con los factores de la producción, con la organización de los mercados y con el ámbito, composición y actuaciones del sector público. Los cambios en todos esos aspectos son los que, a la larga, terminarían por producir el cambio en nuestro modelo económico. Comenzando con nuestra fuerza de trabajo, la raíz del problema se encuentra en el sistema de enseñanza en todos sus niveles y, especialmente, en los más primarios, que no son hoy capaces de lograr que sus alumnos dominen suficientemente los conocimientos más elementales y se habitúen a establecer las relaciones lógicas que forman el pensamiento. Las carencias en comprensión escrita y cultura matemática son muy altas, por lo que no cabe esperar la integración eficiente de esas personas en un mundo de alto nivel tecnológico.

Por eso, la reforma profunda de la enseñanza, comenzando por la primaria y terminando por la universidad, constituye una premisa necesaria al cambio de modelo económico, reforma que no se soluciona con poner un computador portátil a disposición de cada alumno -una de las sorpresas que se sacó Zapatero en el Debate sobre el estado de la Nación- ni con dotar a las aulas de pizarras electrónicas, aunque tales medidas sean buenas en sí mismas. Mucho, muchísimo más habrá que hacer para que los estudiantes españoles no sean de los últimos en la clasificación mundial de conocimientos. Pero también necesitaremos controlar mejor la inmigración. No podremos soportar que nuestra población siga creciendo a ritmos superiores al 1 por 100 anual, como en los últimos años y, sobre todo, tampoco podremos aguantar la entrada masiva de personas con escasa formación y capacidades si queremos cambiar la calidad y la estructura de nuestras producciones y nuestro nivel de empleo.

En cuanto a la dotación de capital, hemos realizado un fuerte esfuerzo inversor en la última década, con niveles de formación bruta de capital del 30% del PIB. Pero hemos dedicado una porción considerable de esos fondos a las viviendas, que no son bienes de capital sino de consumo duradero. Otra parte sustancial a la producción de bienes directamente orientados al bienestar de los ciudadanos -equipamiento social y urbano, por ejemplo-, pero no a la producción de otros bienes, que es lo que constituye el auténtico capital.

Finalmente, la inversión productiva tampoco se ha materializado muchas veces en bienes de capital de alta calificación tecnológica, teniendo un corto impacto en el crecimiento de la producción y las exportaciones. Por eso el cambio de modelo tiene que pasar por el mantenimiento de altas tasas de formación de capital, orientando las inversiones hacia la producción más que al bienestar de los ciudadanos y, sobre todo, concretándolas en bienes que incorporen avanzadas tecnologías. Y deberíamos, al mismo tiempo, impulsar la generación de energía abundante y barata para nuestras producciones.

EN MATERIA de mercados quedan duras tareas por delante. La primera, una amplia supresión de trabas inútiles para su funcionamiento y para la entrada y salida de sus participantes. La segunda, una importante integración del mercado nacional, sometido hoy a un intenso proceso de fragmentación mediante la implantación de barreras interiores que limitan la competencia.

Una lengua común es fundamental para el mantenimiento de la unidad de mercado, al tiempo que capital de primera línea para el progreso futuro. Además tendremos que abordar urgentemente una homogeneización completa de esos mercados, incluido el laboral, con los de los países más avanzados de nuestro entorno.

Por último, habrá que reformar profundamente nuestro sector público, volviendo a pensar el papel que hoy juega el impuesto sobre sociedades, mejorando el actual IRPF, aproximando los tipos del IVA y aprovechando sus ingresos para reducir sustancialmente las cotizaciones sociales, lo que ayudaría mucho a nuestras exportaciones. Pero, sobre todo, tendríamos que redefinir a fondo los gastos públicos, reduciendo los corrientes para incrementar los de inversión productiva. Tendríamos también que reformar nuestra Seguridad Social, pese a que nuestro Gobierno opine que no existen problemas en este ámbito. Y tendríamos que alcanzar una estructura territorial de nuestra Hacienda pública mucho más racional que la que se está generando por el mercadeo de apoyos políticos. Pero, además, tendríamos que lidiar con un déficit que se encuentra ya próximo al 10% de nuestro PIB.

Sólo con políticas de reforma profundas, constantes y pacientes lograremos cambiar de modelo económico para salir con bien de esta crisis y asegurar nuestro futuro como nación. Pero, ¿se han dado cuenta de lo poco que se ha hablado de las acciones necesarias en el reciente debate parlamentario?

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.