Cambios constitucionales radicales

La Comisión de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa solicitó a la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho, más conocida como «Comisión de Venecia», el 1 de octubre de 2019, un informe sobre los supuestos de sanción penal que el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) permite ante iniciativas, por medios pacíficos, de representantes políticos o de la sociedad civil de cambios constitucionales radicales, incluidos la independencia o la autonomía máxima de una parte del territorio nacional. El viernes pasado ha publicado sus conclusiones. Para que el lector no especializado se haga rápidamente una composición de lugar y de la importancia del documento, debe saber que los dictámenes de la Comisión de Venecia influyen poderosamente en las decisiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Que es la instancia supranacional y europea de garantía de los derechos fundamentales, y donde, de un tiempo a esta parte, acaban desembocando todos los desafíos de los separatismos patrios.

Esto no es baladí. La propia Comisión de Venecia reconoce que ese eufemismo de «cambios constitucionales radicales» puede albergar un auténtico propósito de obtener la secesión de una región de un territorio nacional, y no, precisamente, por medios pacíficos, sino con «destrucción de la democracia y los derechos humanos» e, incluso, mediante el «discurso del odio». Frente a lo que muestra su plena oposición y justifica su penalización, con la importantísima advertencia de que, aunque «a menudo, el discurso del odio se dirige a las minorías desfavorecidas, no se puede excluir tampoco el caso opuesto, especialmente en el contexto de la propaganda separatista».

Esencialmente, para la Comisión de Venecia, la cuestión gravita en torno al correcto equilibrio entre la libertad de expresión (exartículo 10 CEDH) y los intereses legítimos del Estado y la sociedad para preservar la seguridad nacional, la integridad territorial, la seguridad pública, y alejar el desorden y el crimen. La variedad de regulaciones nacionales, la complejidad y extensión de la jurisprudencia del TEDH y la obligación de emitir una opinión con carácter general provoca inevitablemente una sensación de que, al final, solo fija unas directrices de mínimos, que, a su vez, y como es lógico y propio del poder judicial, habrá de examinar en cada caso concreto.

Esas directrices comunes a todas las legislaciones y tradiciones jurídicas de los Estados que integran el Consejo de Europa son esquemáticamente las siguientes. Se parte a priori de la libertad de expresión y la distinción entre «hechos, declaraciones y opiniones». Los medios de expresión de las ideas pueden ser orales, escritos, audiovisuales o «performances» artísticas. Su límite, con posible sanción penal, se fijará en leyes basadas en fines legítimos de una sociedad democrática (seguridad nacional, integridad territorial o salud pública) con respeto a la proporcionalidad.

Se admite la sanción penal en todos los supuestos de propaganda hostil a la democracia y los derechos humanos con violencia y odio, o si incitan a ello. Este supuesto incluye los ataques a personas, y los insultos, ridiculizaciones u ofensas discriminatorias. En estos casos, basta con que se produzcan, no se exige la violencia.

También son punibles los discursos radicales que se conecten con actos ilegales de forma violenta. En caso de discursos o actos ilícitos no violentos, la pena de prisión tiene que estar especialmente justificada. Se deben examinar cuidadosamente los «mensajes ambiguos», que, bajo un lenguaje y unas formas pacíficas, trasladan un discurso violento, de odio o confrontación significativa y real en el espacio público. En este sentido, estima la inmunidad parlamentaria con carácter funcional. Lo que se traduce en que, si los representantes políticos promueven o alimentan una revuelta, aun taimadamente con discursos en apariencia legítimos, deben ser sancionados y de forma más severa que al común de los mortales.

Referida a España, la cuestión significa hasta qué punto el Estado (como totalidad de un territorio, pueblo y poder) debe soportar, sin usar el atributo específico de todo Estado, que es la coerción, la promoción de la destrucción de su territorio -y, por extensión de su pueblo y su existencia política- por agentes internos, de cualquier clase. A la luz del informe de la Comisión de Venecia no va a quedar otra, sea en la dirección política del Estado, sea entre los españoles de a pie que estamos encantados con orgullo y sin estridencias de nuestro país, que aguantar la matraca, siempre que se haga «por medios pacíficos». Sin embargo, si semejante despropósito se ejerce con violencia u odio, o haciendo apología de ellos, ya sabemos que el CEDH y el TEDH amparan que los Estados puedan reprimir penalmente dichas conductas. Si la pregunta la inspiraron los separatistas o soñaron el sueño torcido de una carta blanca a su ideología por parte de la Europa de la libertad, la democracia y la justicia, el tiro les ha salido por la culata.

Daniel Berzosa es profesor de Derecho Constitucional y abogado.

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