Cambios de año, cambios de nombres

Me acuerdo de fines de año de la década de los sesenta y los comparo con el de hace unos días. París es otro y el mundo también lo es, y cuando me llaman desde una playa del centro de Chile, desde el sol y el mar, y recibo el llamado en una noche invernal de celebración, entre el ruido del viento y de la lluvia, siento que parte del cambio, parte esencial, es la comunicación, la tecnología, el Internet. Recibo por Internet, por ejemplo, tarjetas de fin de año que cantan y que bailan, cosa que antes no era concebible. No sé si esto se puede llamar progreso o si es, de alguna manera, un retroceso, una trivialización y una dispersión de la vida. Leo y releo a Albert Camus y me pregunto si no he necesitado que él cumpla 100 años para releerlo: si son los medios, que lo han puesto de moda por un rato y que lo olvidarán al rato siguiente, los que me han llevado a la relectura.

Por supuesto, estamos rodeados, bombardeados, por aniversarios, centenarios, conmemoraciones de toda especie. Comparar las películas que veíamos en los años sesenta y las que vemos ahora es un ejercicio interesante. En los sesenta descubríamos a Federico Fellini, a Ingmar Bergman, a Jean-Luc Godard. En París daban un filme de Louis Malle, Le feu follet (El fuego fatuo), basado en una novela de Drieu la Rochelle, escritor de gran talento, colaboracionista, seducido por el nazismo, que se suicidó en las semanas finales de la II Guerra. Llegaban noticias del cine brasileño, del nuevo cine soviético, de los japoneses, y a veces se estrenaba alguna película cubana, obra, por ejemplo, de Tomás Gutiérrez Alea, lo cual servía para que subieran los bonos y hasta la leyenda de la revolución castrista.

Ahora compruebo que la última película que he visto transcurre en India, que la anterior transcurría en China continental, que en los últimos dos años he asistido a obras iraníes interesantes, siempre disidentes, defensoras de las libertades intelectuales y de la condición femenina. No sé si salen del interior de Irán o si existe una disidencia bien organizada en el extranjero y capaz de producir películas de calidad, con actores de primera clase. Hay materia abundante de reflexión, de aprendizaje, y el tiempo falta. No soy, desde luego, especialista en cine, pero compruebo, sin ir más allá, que la vieja Europa y Estados Unidos ya no son el centro único del arte cinematográfico. Ya no tienen la hegemonía artística abrumadora, sin contrapeso, que tuvieron antes. Trato de ver una película de Martin Scorsese sobre Wall Street, pero en la enorme sala solo queda una entrada. ¿Y cómo voy a encontrar mi asiento? No creo que lo pueda encontrar, replica el hombre de la boletería, con expresión pesimista, encogiéndose de hombros. Entro, entonces, a una sala donde proyectan The lunchbox, película de producción india-francesa-alemana, dirigida y actuada por actores de India. Había leído un buen comentario en alguna parte. Es una historia que tiene el arte de la sencillez, de la línea argumental clara y sobria, de la emoción contenida, de la ambientación impecable. Entramos en calles bulliciosas, en trenes, buses y taxis de tracción mecánica y de tracción humana, en fruterías atiborradas, exóticas, en infiernos burocráticos, en vidas de barrio, de conversaciones de un balcón a otro. Debido a un error de direcciones, una empresa de comidas entrega los recipientes del almuerzo a un empleado de la contabilidad, en lugar de entregarlos al marido de la mujer que prepara los guisos. Se produce un intercambio de papeles escondidos en las viandas entre la esposa mal atendida, medio abandonada, hermosa y triste, y el ayudante de contador, cincuentón, melancólico, viudo. A medio andar, estamos asistiendo a una curiosa historia de amor por correspondencia, una historia clásica y contemporánea. El elogio de los guisos, escueto, no exagerado, pero escrito con sensibilidad, hace las veces de nuestros cumplidos y piropos occidentales. Vemos a la mujer que huele la ropa sucia de su marido, con tristeza profunda, y descubre olores femeninos. El viudo, entretanto, no dice nada: fuma, y en los anocheceres, en una modesta terraza de madera, entre ropa colgada y ruidos de la calle, lanza el humo y sueña. La película consigue conmover y provocar un suspenso. No sabemos si culminará en una separación final, irremediable, o si tendrá un happy ending, un final feliz. En uno de los episodios, el empleado cincuentón viaja en un tranvía y un joven le cede el asiento. No nos dicen nada sobre su reacción interna, pero la adivinamos perfectamente. Su amada, que ha decidido salir de la pasividad, le da una cita en un café. Lo espera en una mesa, sola. Ella se llama Ila y no alcancé a captar el nombre del personaje masculino. Él acude a la cita y observa a Ila, bella y triste, desde la distancia. Decide que ya es demasiado viejo y que debe renunciar. Asiste a la boda de uno de sus ayudantes, como único testigo, y contempla a los jóvenes novios con cariño y con un sentimiento de impotencia. Obtiene su jubilación y viaja a instalarse a otra ciudad. Pero la mujer insiste. Las últimas secuencias del filme sugieren un encuentro, un regreso, una superación del tema de la vejez. Eso sí, el director, astuto, juega con el público: insinúa la posibilidad del final feliz, pero no lo confirma. La película termina a mitad de camino, y asistimos a una larga hilera de créditos que desfilan en la oscuridad. El actor se llama Irrfan Khan; la actriz, Ila, es Nimrat Kaur. Como se puede ver, estamos muy lejos de Robert Redford, de Marylin Monroe, de Ingrid Thulin, de todos esos nombres tan familiares. Estamos, con la llegada del año 2014, en otro mundo.

Jorge Edwards es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *