Cambios de atmósfera

En 1962, el escritor británico J. G. Ballard publicó El mundo sumergido, una novela post-apocalíptica sobre las consecuencias del calentamiento progresivo de la Tierra en un futuro indefinido. En ella, una humanidad demediada se desplaza hacia los polos en busca de tierra firme y temperaturas soportables a medida que el ecuador se recalienta. La narración está protagonizada por un grupo de científicos que trabaja en un Londres sumergido; cuando llega la hora de irse, uno de ellos decide partir en dirección contraria, atormentado por imágenes mentales que remiten al pasado remoto de la especie. A diferencia del cambio climático que ocupa nuestra atención medio siglo más tarde, el apocalipsis imaginado por Ballard tiene su causa en una alteración de la órbita solar: el ser humano nada puede hacer para evitar su desgracia.

Nuestra situación es bien distinta. Es verdad que hay quienes apuntan al sol como origen del calentamiento de la superficie terrestre, pero la evidencia científica en contra de esa hipótesis es abrumadora. Por esa razón, dicho sea de paso, se habla de negacionismo: por la resistencia a aceptar un consenso científico basado en observaciones empíricas debidamente corroboradas. Desde Popper, eso significa que una teoría no ha podido ser refutada, que es algo distinto a afirmar que ha sido verificada. Pero que las teorías científicas -en este caso hablaríamos del origen antropogénico del calentamiento global- no sean nunca verdaderas en absoluto implica que proporcionen un falso conocimiento acerca de un mundo que es independiente de nuestras observaciones. Y que, por lo tanto, producirá efectos sobre la vida social sea cual sea el acierto de esas observaciones.

Solo el "principio antrópico" que según Wolfgang Welsch ha regido durante la modernidad, situando al ser humano en el centro del mundo, ha enmascarado esa inquietante realidad: aunque nosotros dotamos de sentido al mundo, su existencia y constitución nada tienen que ver con nosotros. Otra cosa es que la acción humana sobre el mundo logre transformarlo; para bien o para mal. Y eso es lo que ha pasado con el clima: a sus alteraciones naturales, bien conocidas por los paleoclimatólogos, hemos añadido una disrupción de origen artificial. Liberando a la atmósfera cantidades masivas de un C02 alojado bajo la superficie, la economía fósil nos ha sacado de la pobreza al tiempo que creaba -sin pretenderlo- un grave problema de acción colectiva. No estamos en el escenario catastrófico de la novela de Ballard: podemos actuar y no solo huir. Pero salta a la vista que no acabamos de ponernos de acuerdo.

Cambios de atmósferaAsí lo ha mostrado la Cumbre sobre la Acción Climática organizada por la ONU, de resultados tan discretos como previsibles. Y es que sirve de poco que 65 países y la Unión Europea se comprometan a alcanzar las cero emisiones en 2050 cuando los mayores emisores -India, Estados Unidos, China- rehúsan sumarse a ese objetivo. Y lo mismo pasa con las empresas: que firmas como Nestlé o Salesforce anuncien su compromiso climático es irrelevante si el sector energético promete seguir produciendo energía fósil mientras exista demanda para ella. Huelga decir que los buenos deseos de los gobiernos virtuosos tampoco valen si no conducen a políticas públicas eficaces: el giro energético alemán es por ahora un pequeño gran fracaso y nuestro país suspende en los índices de acción climática desde los tiempos de Kyoto. Tampoco ayuda que Macron regañe a Bolsonaro a cuenta de los incendios en la Amazonia, pero renuncie a aumentar la fiscalidad del diésel cuando los chalecos amarillos toman las calles francesas. Es el clásico problema del Derecho internacional: en ausencia de una autoridad común a los firmantes de un pacto, su obligatoriedad es relativa. Irónicamente, esto rinde aquí algunos beneficios: la siguiente glaciación se ha retrasado tanto que algunos hablan ya de que el Antropoceno es un periodo "super-interglaciar".

Es razonable pensar que no existe todavía una sensación de emergencia que permita poner en marcha de inmediato políticas climáticas más agresivas. Es ahí donde la protesta liderada globalmente por Greta Thunberg juega su papel, presionando a los poderes públicos en nombre de las futuras generaciones. Esto tiene un valor considerable, por más que el protagonismo desmedido de una joven sueca pueda suscitar dudas acerca de la racionalidad humana: ¿no deberíamos leer informes en vez de convertir en ídolo a un adolescente que proyecta sobre el mundo un idealismo anterior a cualquier experiencia del mundo? Sí, pero seamos honestos: nadie lee informes. Así que el éxito de esta movilización juvenil refleja la creciente emocionalización de una esfera pública que ha visto trastocados sus procesos de formación de opinión con la difusión de las tecnologías digitales. Y no cabe duda de que la conciencia ambiental aumenta a ojos vista.

Ahora bien: el manejo descuidado de la evidencia científica y el deslizamiento hacia la ideología anticapitalista que son visibles en esta protesta tiene asimismo sus contraindicaciones. La idea de que la especie está jugándose la supervivencia, enarbolada por el movimiento Extinction Rebellion y fuente de ansiedad para incontables jóvenes, no tiene fundamento científico. De lo que se trata, más bien, es de asegurar que el planeta mantiene unas condiciones de habitabilidad compatibles con el confort material y el orden geopolítico. Hacer un uso cotidiano de la exageración es así un arma de doble filo: permite llamar la atención, pero contribuye a engrosar la larga lista de profecías incumplidas del movimiento ecologista. En ese contexto, como han señalado Julian Baggini o Christopher Caldwell, la figura de Thunberg puede dar munición a los escépticos e incomodar a los convencidos. Sería deseable, además, que la noble causa de la habitabilidad planetaria se desligara del ataque frontal al capitalismo: decrecer sólo es una forma posible de sostenibilidad y no necesariamente la más prometedora. Y si una parte del público sospecha que el clima sólo es una excusa para arremeter contra el orden liberal, pueden sospechar de los datos o ideas que les son presentados como fundamento objetivo para intervenir en su esfera privada. En suma: la complejidad se lleva mal con el megáfono.

Es una complejidad relativa, todo sea dicho: se trata de descarbonizar la economía. Si la tecnología necesaria existiese ya en la escala requerida, no estaríamos hablando de la moralidad de nuestros automóviles o de la globalización del aguacate. Mientras eso sucede, si sucede, sería sin embargo conveniente tener en cuenta que la transición climática no sólo tiene que ser eficaz (estabilizando dentro de márgenes prudentes la temperatura del planeta) sino también justa (permitiendo el desarrollo de países aún no desarrollados o compensando a quienes trabajan manchándose las manos de carbón) y ordenada (evitando la desestabilización política de nuestras sociedades). Porque dejar los aviones en tierra puede sonar bien, pero hay que preguntarse quién ganaría las elecciones en una España sin turistas. Y lo mismo vale para una Alemania sin automóviles o una Tailandia que no pueda exportar productos agrícolas.

De ahí que el renombrado científico Johann Röckstrom señalara hace poco que hacer la transición energética sin que nadie lo note es acaso la mejor manera de hacerla: un enfoque tecnocrático, basado en acuerdos público-privados, que evita convertir la sostenibilidad en una guerra cultural. Se diría que es tarde para eso, pero quizá no lo sea tanto. La esfera pública puede convertirse en el escenario de un debate moral acerca del buen Antropoceno o del modo en que hayamos de relacionarnos con los animales, mientras los mecanismos de la gobernanza global trabajan discretamente para asegurar la estabilidad climática: regulando, creando incentivos, fomentando la innovación social y tecnológica. También podemos reeditar la distopía climática de Ballard: tiene mejor prosa que muchos discursos.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Es autor de Antropoceno. La política en la era humana (Taurus, 2018).

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