Cambios desconcertantes

Ya nada es como era, suspiran los conservadores con pesar. El mundo cambia sin parar, y al ser humano, aficionado a aferrarse a lo conocido y lo habitual, no le queda más remedio que ver cómo adaptarse.

“Derecha” e “izquierda” —la mayoría de los politólogos están de acuerdo en ello— ya no sirven para definir las posiciones ni los bandos. Con “conservador” pasa algo parecido. Por ejemplo, muchos miembros de la Unión Cristiano Demócrata (CDU) alemana se lamentan de que el partido ha tirado por la borda los valores tradicionales que formaban parte fundamental de su ADN: el servicio militar, la energía nuclear, la protección especial del matrimonio. Por ello, Alexander Dobrindt, presidente del grupo parlamentario de la Unión Social Cristiana (CSU) en el Parlamento alemán, no exige una vuelta a los viejos valores de siempre, sino una “revolución conservadora”. También una formación nacionalista de derechas como el Partido Popular Suizo, con su cultivo folclórico de los mitos, impulsa un programa de cambios precisamente porque el actual estado de cosas le disgusta: demasiados extranjeros, demasiado Estado y demasiada Europa.

El hecho de que el conservadurismo inspire asociaciones negativas (anticuado, retrógrado, inmovilista, etcétera) tiene que ver con la cultura dominante en nuestra época: la economía. Hace tiempo que todos hemos interiorizado el principio termodinámico de esta: el que no se mueve, se queda atrás. Pero avanzar significa dejar atrás lo viejo, ya sean personas o estructuras. La teoría económica tiene bonitos conceptos para referirse a ello, como “destrucción creativa” o “disrupción”.

El segundo, que en los últimos tiempos se ha puesto de moda, es el polo opuesto de los conservadores. Disrupción significa destruir también aquello cuyo valor se ha demostrado porque mañana mismo podría quedar anticuado y ser un lastre.

La euforia de la disrupción ha pasado de la economía a la política. El Brexit, por ejemplo, la Iniciativa para la Abolición del Canon sobre Radio y Televisión, o el nuevo intento de dejar sin efecto los acuerdos bilaterales obedecen al mismo esquema mental: primero destruir lo que hay. No sabemos qué vendrá a continuación ni podemos controlarlo, pero seguro que será mejor.

Desde el punto de vista político, las disrupciones se perciben como un fenómeno liberal. Se consideran parte de una venerable tradición cuyo propósito, desde la Ilustración hasta nuestros días, es liberar a la humanidad de toda clase de ataduras: la superstición, la religión, las barreras de clase y condición social, los gremios, las restricciones al comercio. Hoy en día se le llama “liberalización”. Las transacciones financieras se deben efectuar libres de control, los trabajadores tienen que ser contratados y despedidos a discreción, las cláusulas de salvaguardia de las particularidades regionales se han de eliminar. Se supone que esta liberalización es beneficiosa para todos, pero, en realidad, solo lo es para una parte, la más poderosa, rica y flexible.

En Suiza, un país más bien conservador desde el punto de vista de la psicología nacional, la ideología de la disrupción se ha adueñado del discurso con mucha más fuerza que en los países vecinos.

Los partidarios del libre mercado y los conservadores se diferencian, además, en cuanto a su concepción del ser humano. Unos están convencidos de que el mercado resuelve todos los problemas. Los otros saben por experiencia que el ser humano no es de fiar, y que por eso necesita reglas e instituciones que lo limiten.

El conservador teme las consecuencias de una liberalización desbocada. Sin embargo, su conservadurismo no le aporta soluciones. Trump “libera” a las empresas y favorece a los multimillonarios; Theresa May “libera” a Inglaterra y se arriesga a que su propio país sufra daños millonarios; Erdogan, Orbán y compañía “liberan” a sus países de la tutela extranjera, alimentan el nacionalismo y dañan el sistema de equilibrio internacional.

El conservador que quiere proteger lo que merece la pena ser conservado probablemente tenga que cambiar él mismo y volverse radical. “Solo quien cambia permanece fiel a sí mismo”, cantaba Wolf Biermann. Así que no se trata de seguir frenando, sino de variar el rumbo, lo cual puede querer decir más normas, más Estado y más internacionalidad. Es decir, todo aquello que los políticos y los publicistas que en nuestro país se denominan “conservadores” o “de derechas” no quieren.

Martin Ebel es jefe de la sección de Literatura del Tages Anzeiger en Zúrich. Traducción de News Clips. © Lena (Leading European Newspaper Alliance)

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