Los desequilibrios que han hecho insostenible nuestro modelo económico amenazan hoy el mantenimiento de nuestro Estado de bienestar. Los economistas de la salud distinguen los dos lados de la decisión sanitaria: el de los beneficios en la recuperación de la salud (años de vida, ajustados por la calidad con la que se viven) y el de sus costes, no solo presupuestarios y administrativos, sino sociales y de oportunidad (por las alternativas perdidas de no asignarlos eficientemente). Estas diferencias son fundamentales frente a las de quienes prescriben políticas de gasto sin referencia alguna a los ingresos, o quienes defienden lo público desconociendo las opciones de regulación (precios y copagos como alternativas substitutivas), y que en su referencia a los impuestos, omiten la pérdida de bienestar vinculada a una imposición. Utilizan a menudo como substitutivo de lo público al Estado, y este, a su vez, como subrogado de lo social.
Esta visión de política sanitaria muestra dificultades en otorgar en un sistema público de salud cierto papel a los precios privados regulados, o al aseguramiento complementario privado colectivo. Mantienen, así, que la solidaridad en financiación pasa exclusivamente por el recurso a los ingresos fiscales presupuestados. Asimismo, acostumbran a otorgar al sector privado un peso puramente residual al prejuzgar que el aseguramiento público es siempre social y requiere proveedores públicos, mientras que el privado –aunque se regule- lo podrá ser nunca.
Pero solo con impuestos se ignoran otros instrumentos de financiación que pueden ser en ciertos ámbitos más equitativos (los copagos variables y evitables) que algunos impuestos indirectos (que son regresivos porque recaen en contribuyentes que no son usuarios).
De ahí deriva la falta de consenso para las reformas necesarias de política de salud, y más con el grave déficit generado por la crisis. Una sociedad adulta debería exigir que este esfuerzo se haga con seriedad y no en el fragor de la descalificación política ante supuestas rentas electorales. A este respecto, un pacto de Estado es tan deseable hoy como poco factible vista la falta de acuerdo de nuestros partidos en sacar la sanidad de la batalla partidista. Quizá por ello sea lógico plantear un conjunto de procedimientos y reglas que pueden ayudar a afrontar los desequilibrios con un poco más de tranquilidad. Se trataría de crear un marco de decisión lo más estable y menos manipulable posible, a través de la fijación de normas e instituciones como el pacto europeo para la estabilidad de las finanzas públicas, la autoridad monetaria del BCE, o el Instituto para la Excelencia Clínica en Inglaterra, para las nuevas prestaciones sanitarias. Se trata, a través de la delegación a terceros, de que algunas decisiones que los propios partidos saben que hace falta tomar, se sustraigan del ciclo electoral.
Ello implica que, en temas preestablecidos, se expliciten algunas reglas, implicando su imposición, sea quien sea quien gobierne. Por ejemplo, compromiso de inversión de larga duración en inversiones y formación, obligando a poner coste actual a pérdidas futuras. También se puede forzar, a tiempo limitado, la corrección de desequilibrios en el momento en que aparezcan, a la vez que se ofrezca a los agentes económicos marcos legales estables. Incluso se puede plantear el principio de libre elección del usuario contra los intereses de los proveedores en mantener demandas cautivas.
Con una visión intersectorial de la políticas públicas (salud en todas las políticas, sería el lema) y la necesidad de que su evaluación sea conjunta, se debe abandonar el quién gasta qué en favor del cómo se gasta y con qué finalidad. En la misma línea, no se debe permitir ninguna innovación que no esté evaluada, y, a su vez, exigir que toda prestación nueva identifique a la que substituye, o que un ingreso extraordinario no acabe financiando un gasto ordinario o recurrente.
Otros supuestos podrían referirse a cómo deben gestionarse los fondos para la cobertura de los casos extremos, el nivel de transparencia que se debe mantener en la publicación de los resultados de salud (central de balances y de resultados), qué cauces deben garantizar el mantenimiento de políticas de medio y largo plazo cuando así lo requiera la lucha contra los determinantes de la desigualdad social, o en favor de alternativas de tasas de preferencia bajas o incluso negativas en algunos ámbitos en los que el altruismo social así lo desee.
Se trata de establecer de manera continuada mecanismos de ajuste automático en varios ámbitos de beneficios y costes sociales, para garantizar la sostenibilidad del Estado de bienestar. Una ventaja de esta posición sería confiar en ajustes a través de mecanismos más reglados que sustrajeran carga política a las decisiones que se puedan presentar como impopulares y con poca viabilidad de aplicación por el fuego cruzado político, pese a que se reconozcan como necesarias, a efectos de evitar el cortoplacismo político, el deterioro institucional y los déficits de calidad de las políticas públicas.
Guillem López Casasnovas, catedrático de Economía de la UPF.