Cambios sociales ante el gran aumento de divorcios

Si hace un par de años me hubieran preguntado si España tenía la tasa de divorcios más alta de la Unión Europea, habría contestado con un rotundo no. Año tras año, las estadísticas de Eurostat lo dejaban muy claro: el número de divorcios por cada 1.000 habitantes en España estaba en ascenso (0,9 en 2000; 1,2 en 2004), sí, pero nada hacía sospechar que llegase a igualarse pronto a la media europea (1,9 en 2000; 2,0 en 2004). Hoy ya no sé qué pensar.

Hace unos días, el Instituto de Política Familiar afirmó que la tasa española no sólo había superado la media europea, sino que se había puesto a la cabeza de la Europa de los 15, con 3,2 divorcios por cada 1.000 habitantes en 2006. En realidad, según se suelen construir estos indicadores, usando el número de sentencias de divorcio más que el de demandas presentadas (el usado por el IPF), la tasa española se habrá situado en 2006 alrededor del 2,5. Se trata, con todo, de una tasa altísima, que se colocaría entre las primeras de Europa.

La causa evidente de este cambio brusco en las estadísticas de divorcio en España está en la ley 15/2005 de 8 de julio, por la que se modificó el Código Civil en materia de separación y divorcio. Con esta reforma, ya no hace falta pasar por un periodo de separación de hecho o judicial para conseguir el divorcio, y, sobre todo, basta con que uno de los cónyuges lo pida para que el juez tenga que otorgárselo, sin que el otro pueda oponerse. La nueva regulación cambia profundamente el esquema de incentivos al que se enfrentan las personas casadas que aspiran a disolver su matrimonio. Con los nuevos, lo lógico es que muy pocos opten por una separación previa al divorcio, puesto que ya no es necesaria. De este modo -como ha ocurrido-, el número de separaciones se reducirá al mínimo, aumentando consiguientemente el de divorcios, produciéndose una sustitución de las unas por los otros, que crecerán todavía más por un segundo efecto de la ley.

Puesto en lenguaje económico, el precio de divorciarse se ha reducido mucho, quizá no en sus costes monetarios, pero sí en cuanto al tiempo y las energías que consume el proceso. No todo en la vida es economía, pero si un comportamiento se vuelve menos costoso, habrá más gente que lo lleve a cabo, seguro. Los datos de 2006 sugieren que se han producido ambos efectos, el de sustitución y el del precio, aunque necesitamos datos de años subsiguientes para confirmar que las cifras de 2006 no reflejan, sobre todo, un reajuste de situaciones previas a la nueva legislación, similar al que tuvo lugar en 1982 tras la legalización del divorcio en 1981.

Lo que sí está claro es que, con la nueva norma, la inmensa mayoría de las rupturas se producirán por la vía del divorcio, y no de la separación. Ello hará crecer los índices elaborados a partir del número de divorcios, como la tasa que he comentado, pero no tiene por qué suponer un cambio social tan acelerado como sugieren las estadísticas. Para muchos, estar separado era prácticamente idéntico a estar divorciado, con la excepción de no poder casarse otra vez sin disolver previamente el vínculo matrimonial. Entonces, si el fenómeno social relevante es la proporción de personas que están divorciadas o separadas, cabe afirmar que aquélla seguirá aumentando, al menos, como lo ha hecho en la última década larga, aunque quizá se observe una cierta aceleración del ritmo debida a lo que he llamado efecto precio.

Si es así, en los próximos años tendríamos que observar una intensificación de otros fenómenos sociales asociados, en parte, a unas crecientes tasas de divorcio. Destaco a continuación algunos de ellos, así como los retos que plantean. Primero, debería crecer todavía más la proporción de hogares monoparentales. Buena parte de éstos está formado por madres solteras, que nunca llegaron a casarse, pero cada vez más están encabezados por mujeres separadas o divorciadas.

En principio, la ausencia de uno de los progenitores, generalmente el padre, puede perjudicar el bienestar de los hijos, al privarles de recursos económicos, de un modelo de referencia, de estructuración vital y de atención emocional. Por ejemplo, se ha comprobado que los hijos de las familias monoparentales tienen un peor rendimiento escolar, incluso teniendo en cuenta el nivel socioeconómico de esas familias. En general, a los hijos de divorciados suele irles peor en la escuela, aunque no está claro si se debe al divorcio en sí mismo o a sus consecuencias, como el traslado a otro barrio o localidad, con la consiguiente separación del niño o el adolescente de su grupo de pares, tan importante en esas edades.

Segundo, probablemente aumente la proporción de parejas de hecho. Por una parte, podríamos pensar que, a los ojos de quienes quieren formar una familia, la opción por el matrimonio se ha acercado mucho a la opción por la pareja de hecho, dada la gran facilidad para romper el contrato matrimonial desde la reforma de 2005. En este sentido, serían menores las reticencias hacia el matrimonio de quienes antes se fijaban, sobre todo, en las ataduras que éste impone en los cónyuges.

Por otra parte, un aumento del número de divorcios provoca una expansión de lo que los demógrafos denominan mercado secundario de formación de parejas. En éste abunda mucho más que en el primario la formación de uniones de hecho y mucho menos la de segundos matrimonios. Ello puede deberse a que bastantes participantes en ese mercado secundario huyen de un tipo de compromiso del que han salido escaldados la primera vez, o a que arrastran una carga (hijos) que disuade a otros participantes de entrar en vínculos matrimoniales, percibidos como de mayor compromiso.

En España, las mujeres que viven en pareja de hecho rondan el 12% del total de las que viven en pareja, una cifra, de todos modos, bastante alejada de los de países como Suecia, que superan el 50%. Si vale el ejemplo de esos países, que también cuentan con tasas de divorcio muy superiores a la española, habrá que concluir que el fenómeno de las uniones de hecho seguirá creciendo, con consecuencias ulteriores. La estabilidad de las uniones familiares será todavía más baja, pues las parejas de hecho duran menos que los matrimonios. Se acentuará la presión a la baja sobre la natalidad de las españolas, pues si viven en una unión de hecho tienen menos hijos que si están casadas. Asimismo, cabría imaginar mayores niveles de violencia doméstica, pues éstos son mucho mayores en las parejas de hecho que en los matrimonios.

Tercero, aumentará el ritmo de creación de hogares mixtos, con progenitores y/o hijos procedentes de matrimonios anteriores. Sobra decir que estos hogares son más difíciles de manejar, sobre todo, por las peores relaciones entre el menor o los menores y quien actúa como su padre (o madre), pero no lo es biológicamente hablando. Otra de las consecuencias de esa falta de proximidad genética es un fenómeno del que casi no se habla en España: el de las mayores tasas de desatención o, incluso, abuso hacia los hijos que tienen los padres no biológicos (los padrastros, para entendernos) en comparación con los biológicos. Es lo que algunos autores han denominado el efecto Cenicienta.

La mayor abundancia de esos hogares mixtos provocará una mayor complejidad en las relaciones entre las generaciones, en particular la de abuelos-nietos. No se trata sólo de que la posible animadversión o tirantez entre los padres divorciados se contagie a los abuelos paternos y maternos. Se trata, también, de una cuestión logística central en sociedades como la nuestra, en la que muchas mujeres trabajan fuera de casa y las familias han de acudir a ellos para el cuidado de la progenie. En un hogar mixto formado por dos exdivorciados que han aportado, cada uno, un hijo, ¿cuántos abuelos hay? ¿Se ocuparán éstos de los nietos biológicos o también de sus nietastros, con perdón del término? ¿Cómo repartirán tareas los cabezas de familia del hogar mixto sin herir sensibilidades entre tantos abuelos? Todo ello sin incluir en el cuadro la complicación añadida que ya se vive en países en los que la expansión del divorcio comenzó antes, en los que los niños tienen que contar no sólo con padres divorciados, sino con abuelos en la misma situación, quizá también casados en segundas nupcias.

En definitiva, la intensificación en el fenómeno de los divorcios que puede producirse por la mayor facilidad para acceder a ellos nos situará en circunstancias familiares de complejidad todavía más creciente. Lidiar con ellas requerirá, probablemente, de mayores dosis de esfuerzo, ingenio y empatía por parte de padres e hijos (y abuelos). Está por ver si seremos capaces de afrontar con éxito este reto.

Juan Carlos Rodríguez, investigador de Analistas Socio-Políticos y profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.