Campaña electoral en la Red

Muchas veces se ha dicho -y se dejó escrito- que quienes viven en unos momentos de cambios profundos no se dan cuenta de la revolución que está aconteciendo bajo sus pies. Los franceses de 1789, o los rusos de 1917, no percibieron el protagonismo histórico que estaban asumiendo. Quizá nosotros nos hallamos en situación parecida y serán nuestros nietos los que, con la suficiente perspectiva, describan la transformación que en la política se experimentó en los años finales del siglo XX y primeros del XXI.

Porque ahora nos comportamos de un modo nuevo, distinto de la manera de ser y de convivir que predominaba hace no más de veinte o veinticinco años. Nos hallamos en la sociedad en Red, entendida esta última como conjunto de computadoras o de equipos informáticos conectados entre sí que pueden intercambiar información. (Red escrita con mayúscula inicial, según se precisa en el Diccionario esencial de la lengua española del año 2006). Nos encontramos bajo el imperio de una tecnología de comunicaciones instantáneas que obligan a revisar las categorías «tiempo» y «espacio».
En las campañas electorales no debe olvidarse lo que son las presentes circunstancias, sobre todo en los países más desarrollados. Los ciudadanos no se movilizan por lo que aparezca en los carteles de las calles ni por lo que los candidatos prometan en un mitin ante unos miles de simpatizantes. Hay que tener en cuenta la fuerza movilizadora de los teléfonos móviles, de los mensajes en las pantallas de los ordenadores, de los periódicos virtuales; en suma, de todos los instrumentos de internet, que tan bien manejan los jóvenes y que nos cuesta mucho utilizar a los que somos mayores.
La futura democracia será, según todos los indicios, una democracia por ordenador. Resulta en verdad chocante que en la sociedad en Red se continúe utilizando unas urnas de cristal en las que se depositan unas papeletas. Los recuentos de éstas hacen consumir un largo tiempo de espera, mientras que con técnicas novísimas se conocen los resultados en el mismo momento de cerrar los colegios.

Hasta hace poco, y desde 1960 de forma creciente, la televisión se imponía en todo lo que era público. La TV ha venido formalizando el ejercicio de los poderes (los económicos, los culturales, los religiosos y, naturalmente, los políticos), los cuales adquieren su mayor eficacia cuando la «pequeña pantalla» sirve para ellos. Esta televización de lo público ha empezado a quedarse atrás, en el discurrir de la historia, que ya camina hacia la democracia electrónica.

Lo que se percibe con absoluta claridad es que padecemos una tiranía de las encuestas. Conforme van perfeccionándose las técnicas de investigación social, los partidos aminoran su capacidad de decisión como agentes electorales. Lo que avala a cualquier candidato es su «cuota de popularidad», la cual es fijada matemáticamente en los sondeos. No importa que quienes conozcan de cerca a un aspirante desconfíen de la buena imagen que de él se ofrece en las encuestas. Si la cuota de popularidad es alta, el partido deberá incluirlo en las listas electorales. Si, por el contrario, las encuestas lo colocan en el puesto postrero, el partido lo excluirá, a pesar de la excelente opinión que pueda merecer a quienes le traten a diario.
La democracia representativa, pues, ha experimentado un cambio en lo que se refiere a la selección de candidatos. Los sondeos señalan a los que sirven para el cargo y a los que no sirven.

Se narra en las crónicas políticas que, en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, los hombres públicos se interesaban por lo que de ellos opinaban los editoriales de los periódicos y los comentaristas influyentes. Ahora esos pareceres quedan en un segundo lugar de preocupación. Lo que al hombre público importa primeramente es figurar en cabeza de la lista de las encuestas.

Con la tiranía de las encuestas se genera una creciente desconfianza de la política que tiene su reflejo en el abstencionismo electoral. No sé lo que ocurrirá en España el día 27, pero las últimas consultas, tanto en Cataluña como en Andalucía, dieron un preocupante porcentaje de abstención. Y no se busquen excusas en países extranjeros: obtener un 85 por ciento de participación, como el alcanzado en Francia días atrás, es una prueba de buen funcionamiento de la democracia. Confiemos en que aquí sigamos el ejemplo.

En la actual campaña electoral se ha dejado fuera (salvo en algunos miopes políticos) la contraposición entre «revolucionarios» y «conservadores». Ya nadie espera que el edificio jurídico-político sea derrumbado, de la noche a la mañana, construyendo otro sobre unos fundamentos ideológicos distintos. Francisco Umbral, con su habitual agudeza, advierte que «en el escenario ya no tenemos aquel personaje contradictorio y patético que era el anarquista catalán o el general iluminado y perdedor». El debate se centra en determinadas reformas, de alcance limitado. Una común senda para la política económica está trazada de antemano. Si comparamos los mítines de hoy con los que se celebraron durante la II República nos damos cuenta de que estamos en otro mundo. Por fortuna ya nadie postula la quema de las iglesias ni la exterminación de los ricos. La nacionalización de los Bancos -tema principal antaño- ni siquiera figura en los programas.
Estas rebajas en las confrontaciones se complementan con la seguridad que proporciona la cobertura de las instituciones supranacionales, de forma especial a partir de nuestro ingreso en la Unión Europea. Por muy disparatado que fuese cualquiera de los políticos españoles, nadie se inquietaría al oírlo porque se conocen los límites que, en el peor de los casos, impondrían a sus desmanes las autoridades de Europa. La campaña electoral adquiere un tono menor. Lo lamentable es el lenguaje empleado por determinados intervinientes. La irritación se utiliza habitualmente en Iberoamérica (basta con escuchar a Chávez de Venezuela, o a algunos de sus imitadores), pero va siendo arrumbada en Europa.

En esta sociedad en Red y con la televización de lo público, ha aumentado la preocupación al tener mejor noticia de los desastres en el Tercer Mundo. Por un lado, las injusticias en la configuración de aquellas sociedades, con millones de seres humanos en la miseria; por otro lado, las frecuentes catástrofes originadas por los atentados criminales, a veces, y por las fuerzas de una naturaleza incontrolada, otras veces, naturaleza que no se tiene en cuenta para construir y asentar poblaciones. El panorama que diariamente se nos facilita resulta desolador.

La campaña electoral es aparentemente una repetición de las varias habidas en España desde 1977. Sin embargo, las técnicas de movilización de masas que ahora se imponen están sometidas a profundas transformaciones. El primer candidato programado para ganar fue -según los expertos en la materia- Ronald Reagan en 1980. Esto no fue un sueño de ciencia ficción. ¿Cuántos el día 27 serán nuestros candidatos de esa clase, candidatos hábilmente prefabricados?

Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.