Campo abierto

«El campo no tiene puertas. Es vano tratar de ponerle puertas al campo». Esta es la sencilla e irrebatible conclusión a la que llegamos mi mujer, María Teresa, y yo tras visitar la exposición que, con el título «Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española. 1939-1953», se puede ver en el Museo Reina Sofía. Como bien señala la Real Academia Española, nuestro refranero popular explicita la imposibilidad de establecer límites a lo que no los admite. Una realidad que se visualiza, como en pocos ámbitos de la vida humana, en los de la creación más pura y sincera. La propia y definitoria del arte. Por ello, y a pesar del nombre de la obra de Max Aub –«Campo cerrado»–, publicada en la Ciudad de México en 1943, y ambientada en los años anteriores a la Guerra Civil, que da nombre a la presente exposición del devenir creativo en los años posteriores a la terminación de la Guerra, esta es la deducción final a la que el atento espectador llega al terminar de ver sus diferentes espacios expositivos. Ni la ampulosamente calificada por la dictadura franquista como Nueva Era era tan nueva ni la Academia era tan clásica ni pujante; ni existe impermeabilidad entre los tradicionales valores del campo y los modernos de la ciudad; ni las vanguardias y su cosmopolitismo son susceptibles de orillarse; ni los exilios, aun siendo trágicos para quienes los sufrieron y empobrecedores para los que se quedaron, pueden desconocerse; ni las arquitecturas con mayúsculas pueden ignorar una espiritualidad que no conoce fronteras; ni el primitivismo mágico y su corolaria abstracción contemporánea disfrutan de nacionalidad excluyente, ni, en fin, hay nada más falsario que la apropiación oficial de la modernidad. Mentiras y mentiras, falsedades y falsedades, que el juicio de la historia abate hoy con inmisericordia.

Campo abiertoTodas estas realidades, o mejor dicho, todas estas sensaciones, son fácilmente reconocibles a lo largo y ancho de las salas que acogen la exposición en el antiguo edificio neoclásico del Hospital General de Madrid. Aunque para ello no haga falta llegar al final de la referenciada muestra. Basta con detenerse en la reconstruida escultura de Alberto Sánchez, «El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella», situada a la puerta de nuestra pinacoteca, y realizada unos años antes para el Pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937. Un canto a lo inabarcable, a lo inaprensible, a lo espontáneo e inmediato, a lo expedito y descubierto. Lo más alejado, por tanto, del rancio y encorsetado espíritu de una asfixiante y empobrecedora oficialidad. Nada hay menos oficial, por mucho que las dictaduras de todo signo se empeñen, que el arte. La razón ya la adelantaba quizás Calderón de la Barca: «Porque el hombre predomina en las estrellas». («La vida es sueño»). La luz de las estrellas traspasa las alambradas y espinos, escapa a los cercados y vallas. La luz es universal y es reclamada, como solicitaba Goethe –«Licht, mehr licht»–, por todos.

Aunque eso sí, la impresión de cerrazón, y hasta de angustia, parece apoderarse del alma tras recorrer las obras de un tiempo marcado por las heridas y las llagas del enconamiento cainita y la imposición oficial de unos principios y valores caducos. Y así, aunque a uno le resuenen las alegres palabras del escritor venezolano Andrés Bello –«¿Amáis la libertad? El campo habita» («La agricultura de la zona tórrida»)–, los versos sombríos de una realidad trágica se imponen a la postre. En este sentido, el afligido poemario de Antonio Machado se adueña paulatina pero imparablemente de nuestros oídos: «La tarde está muriendo/como un hogar humilde que se apaga./Allá, sobre los montes/quedan algunas brasas./Y ese árbol roto en el camino blanco/hace llorar de lástima./¡Dos ramas en el tronco herido, y una/hoja marchita y negra en cada rama!» («Campo»).

El listado de artistas representados, tanto de aquí como de allá, reitero, ¡el campo no admite valladares!, es sobresaliente: Picasso, Miró, Dalí, Ortega Muñoz, Luis Quintanilla, Maruja Mallo, Tàpies, Nanda Papiri, Saura… Aunque me voy a quedar con las obras de Manuel Ángeles Ortiz para finalizar estas reflexiones de este paseante, aunque no sea por el «Campo de Marte», sino por los recovecos del Reina Sofía. Se presentan del excelente artista jienense de nacimiento, pero granadino de espíritu, dos libertarios gouaches, cercanos a la abstracción, y de colorido contenido, al tiempo que tres preciosas esculturas-maderas encontradas, y sólo primorosamente retocadas, lo que las humaniza, en las lejanas tierras de la Patagonia (1940-1943). Una inmersión en la naturaleza ejecutada sin aspavientos, de forma siempre comedida. Sin forzar el canon tras años de moldeado por una naturaleza bravía y poderosa. Unos años de exilio en Argentina que desfilan a través de sus obras, como prueba, nuevamente, de lo reiterado: el arte no conoce fronteras. Que el artista lo sabía, aunque no lo hubiera racionalizado, lo testimonia la realización de seis litografías para el álbum, ¡que casualidad!, «A campo abierto», con paisajes del Parque Nacional de Nauhel Huapí.

Por ello acabo cerrando los oídos a la triste cadencia machadiana y me adentro en el alegre canto del nicaraguense Rubén Darío: «Un pájaro poeta rumia en su buche versos;/Chismoso y petulante, charlando va un gorrión;/las plantas trepadoras conversan de política;/las rosas y los lirios del arte y del amor» («Del campo»). Un cántico poético que, finalizada la dictadura, encontró la mejor de las tierras para florecer en la España constitucional. La que describe preciosamente las primeras letras que abren, de la pluma de Tierno Galván, el Preámbulo de la Constitución de 1978: «La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, proclama su voluntad de […] consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular». Esta sí que es la mejor traba entre arte y política, entre política y arte.

Pedro González-Trevijano, magistrado del Tribunal Constitucional.

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