Campo de batalla o de tenis

Manuel Cruz escribía hace unos días Cuando todo es campo de batalla, un artículo paradigmático de nuestro género literario por antonomasia: el ataque al individualismo y a la libre competición. Un género practicado tradicionalmente por nuestra derecha, recelosa de las influencias que pudieran venir del otro lado de los Pirineos y que ahora revive en una izquierda desconfiada de la globalización. El talento de Manuel Cruz (me gustaría subrayar que escribe maravillosamente bien, a pesar de que discrepo del contenido de este artículo) le permite condensar todos los ingredientes de esta tradición en pocas líneas, con lo que lo utilizaré para intentar desmontar tres miedos en los que se sustenta ese antiindividualismo tan nuestro y tan erróneo para guiar la visión política del país.

Primer miedo: las perversas consecuencias de la “lógica de la competición”, que ha conducido a que “para la inmensa mayoría de la gente, el mundo en su conjunto se ha endurecido de manera extraordinaria”.

Creo que la evidencia indica exactamente lo contrario. La dramática realidad de nuestro árbol (la severa crisis en España) nos impide ver el bosque: en la inmensa mayoría del planeta la vida se ha ablandado de manera extraordinaria durante las últimas décadas. Coincidiendo además con el momento en el que, para Cruz, empezó algo así como el apocalipsis; es decir, “hace 25 años, mientras caían los últimos cascotes del Muro”. Y no me refiero solo a los avances tecnológicos o médicos. De 1990 a 2010, casi 1.000 millones de personas ha dejado de vivir en la extrema pobreza en todo el mundo. Este milagro se ha de producido en gran medida gracias a que la lógica de la competitividad ha entrado en la vida de millones de individuos que vivían protegidos de la competición por élites que seguramente también soltaban discursos sobre la perversidad de los mercados y las multinacionales para justificar que los primos del presidente tuvieran el monopolio para vender neveras o coches.

Por supuesto, no todo el mundo ha ganado en las últimas décadas y algunos problemas se han acuciado, empezando por una desigualdad creciente dentro de las naciones —aunque no en el mundo en su conjunto—. Los habitantes de los países pobres se acercan al nivel de vida de sus coetáneos en las sociedades más avanzadas y eso debería ser motivo de alegría, sobre todo para los teóricamente progresistas. Además, si bien es cierto que la mayor brecha entre ricos y pobres dentro de cada país tiende a interpretarse como el resultado de la lógica de la competitividad, suele ser, por el contrario, el resultado de la ausencia de competitividad y de una sucesión de abusos por parte de élites económicas y políticas extractivas que intentan subvertir las reglas meritocráticas para su propio beneficio. El rol del Estado debería ser precisamente velar porque fuera la lógica de la verdadera competitividad —y no su alternativa dominante: la lógica del abrigo del poder— la que se impusiera en los intercambios entre individuos.

Segundo miedo: los horrores de la responsabilidad individual; de que “debemos gestionar nuestras vidas del mismo modo que si fuéramos empresarios de las mismas” con el resultado de que “en nuestra sociedad los ciudadanos han acabado, en efecto, por responsabilizarse de prácticamente todo”, desde su situación económica a sus enfermedades.

De nuevo, creo que los datos muestran lo contrario a lo que apunta Cruz. Comparemos, por ejemplo, la opinión pública de los europeos sobre este asunto. Aquellos países cuyos ciudadanos tienden a pensar que deberían asumir una mayor responsabilidad individual sobre sus vidas (por ejemplo, Reino Unido, Suiza o Austria) no funcionan desde luego peor —se mida como se mida— que aquellos cuyos habitantes quieren que el Estado tome una mayor responsabilidad sobre su bienestar. Este grupo de sociedades relativamente más estatistas está formado por países de la Europa del Este y encabezado por Italia, España y Grecia. Por tanto, si en el sur de Europa llevamos el estatismo en las venas, lo último que necesitamos son arengas antiindividualistas.

Tercer miedo: vivimos sometidos a unos “amos” del mundo. Incapaz de nombrarlos, o quizá temeroso de que lo fulminen con rayos láser si les pone nombre y apellidos, Cruz señala que quienes controlan los hilos del mundo “han decidido esconderse”. Es llamativo el paralelismo entre los intelectuales empeñados en encontrar un plan maquiavélico a escala global para entender los nuevos avatares sociales y los fanáticos religiosos que a lo largo de la historia han visto un plan del demonio detrás de todo lo inexplicable. En ambos casos hay unos “otros”, que suelen estar ocultos, y que tienen la capacidad y la maldad para abusar de nuestra inocencia.

Es una idea reconfortante, porque permite eludir nuestra cuota de responsabilidad individual y reduce la sensación de duda e incertidumbre. Saber que hay un plan nos tranquiliza. Si el enemigo tiene un plan, podemos dedicar nuestros esfuerzos intelectuales a interpretar lo que nos rodea como pruebas irrefutables de la existencia de esos designios malignos. “No hay esfera que haya escapado a su influencia”, se queja Cruz en referencia a la hegemonía de lo económico. ¿Cuántos exaltados religiosos habrán utilizado la misma expresión para referirse a la influencia de lo diabólico?

Que exista un plan también nos viene bien porque nos indica que nosotros podemos construir un plan alternativo. Esta es la semilla de las utopías, ya sean de índole religiosa o política: los buenos hacemos un plan para organizarlo todo que sea mucho mejor que la realidad actual, que es el plan para organizarlo todo de los malos. Ni que decir tiene que, cuanta mayor sofisticación tenga el plan, más nos adentramos en la senda de la subyugación individual a la voluntad, ojo, no del colectivo, sino de los líderes concretos del colectivo.

Obviamente, la realidad no obedece a un único plan. Es el choque de miles, o millones, de microplanes, desiguales eso sí en su capacidad de influencia, pero sin un sentido general predeterminado. Que no haya un plan —y, por ende, que no haya una utopía salvadora— es difícil de aceptar. Como el avestruz, preferimos la comodidad de nuestro agujero ideológico, de nuestro cuento de buenos y malos, que enfrentarnos a lo que Cruz llama el “endemoniado caos del mundo”. Pero lo que parece confortable a corto plazo puede ser muy perjudicial a medio plazo. Con todas sus asperezas, el endemoniado caos del mundo es mejor a cualquier paraíso utópico que nos quieran vender.

En resumen, creo que hay razones para ser optimista sobre las consecuencias de la lógica de la competitividad, de la responsabilidad individual y de la constatación de que el mundo es caótico. Porque las alternativas factibles no son los mundos de Yupi. El opuesto a la lógica de la competitividad es la lógica de la dedocracia y del privilegio. La alternativa al individualismo no es la responsabilidad colectiva, sino la responsabilidad grupal, que degenera en el tribalismo del nosotros contra ellos y en políticas particularistas. No es accidental que los países donde las políticas son más universales —o sea, que no benefician a unos a costa de otros— sean justo aquellos donde existe un sentido elevado de la responsabilidad individual. Y el inverso a la incertidumbre constante, al endemoniado caos del mundo, es vivir esclavos de teorías conspirativas y utopías.

En consecuencia, la tarea de la política en el siglo XXI debería ser favorecer, y no maniatar, la competitividad. Incentivar, y no minimizar, una responsabilidad individual que, a su vez, es imprescindible para el buen funcionamiento del propio Estado. Y ayudarnos para convivir con el caos del mundo, en lugar de esconderlo con fantasías utópicas.

Vivir con incertidumbres es incómodo, pero “las dudas son parte de la vida. Los que no tienen dudas son muy arrogantes, nada está claro en este mundo”. Estas palabras sabias vienen de París, pero no de un filósofo posmoderno, sino de Nadal tras ganar su octavo Roland Garros. Y es que, como sociedad, tendríamos mucho ganado si pensáramos que no todo es un campo de batalla, sino que, más bien, el mundo puede ser un inmenso campo de tenis en el que disfrutar compitiendo.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

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