Camporredondo, todos a una

Recuerdo haber oído decir al forense Francisco Etxeberría, el mayor experto español en exhumaciones de fosas comunes, que en su labor por toda España se ha encontrado alcaldes para todos los gustos. Los ha habido de derechas entregados con entusiasmo a la labor de facilitar las exhumaciones, y de izquierdas completamente inhibidos, y viceversa.

El efecto de la memoria histórica en los pueblos no es como en las grandes ciudades. Sobre todo porque el tiempo en los pueblos tiene otra dimensión. En algunos incluso la Guerra Civil es lo único, digamos, histórico que les ha pasado de forma relevante en más de un siglo. Los más ancianos del lugar aún pueden entretejer los hilos del recuerdo de la recluta o las incautaciones de los «hunos» o de los «hotros», tal o cual «paseado», el que murió en Brunete o en el Ebro, al que fusilaron en la cárcel, aquel avión que se estrelló en los sembrados y cuyo piloto está en algún lugar olvidado del cementerio…

Camporredondo, todos a unaYa no se trata de abrir heridas, nunca me ha parecido que lo sea buscar a los familiares desaparecidos en la guerra: lo que en los pueblos se abre a veces es la misma tierra bajo los pies en el centro de las calles, resucitando el abismo entre las dos Españas.

He oído contar a una familia de un pueblo toledano que los que vivían delante de su puerta eran los mismos que en la posguerra venían a saquearles por rojos, aprovechando que el marido estaba en la cárcel por haber combatido en el ejército republicano. Y que se saludaban como si nada, aunque los vecinos aún tuvieran objetos producto del saqueo.

En otro pueblo de una sierra de Teruel se acometió recientemente la búsqueda de una fosa de soldados republicanos. La particularidad de esta fosa es que los allí enterrados podrían pertenecer a la misma unidad que arrasó totalmente el pueblo y acribilló a 12 vecinos, entre ellos cinco mujeres y un niño, que huían por los trigales al ver llegar a las tropas.

Es conocido el caso de un alcalde socialista de un pueblo de Madrid que rechazó recordar a los vecinos fusilados por Franco con una placa que se quería colocar enfrente del monumento a los vecinos asesinados por algunos de los que se pretendía homenajear. Cierta es la desigualdad entre los que tenían un hito que los recordara y los que no, pero para el alcalde aquello de volver a poner a las víctimas ante los verdugos era demasiado.

El artefacto ideológico de la memoria histórica, especialmente en los pequeños pueblos de la España vacía, muestra claramente toda su herrumbre, como un viejo arado abandonado en la era por inservible, porque solo tiene rejas para hacer surcos por un lado, el mismo que utilizó el franquismo durante cerca de 40 años.

Ahora que se ha abierto otro abismo entre dos Españas, la oficial y la real, al modo que denunciaba hace un siglo la Generación del 14, el alcalde de un pequeño pueblo castellanoleonés ha venido a despeñar ese arado herrumbroso en el inmenso vacío extendido entre ambas.

Algo tiene de los alcaldes de Fuenteovejuna o Zalamea la respuesta de Javier Izquierdo, primer edil de Camporredondo (Valladolid), al requerimiento que le realizó la entonces presidenta del Senado, Pilar Llop, a instancias del senador Carlos Mulet, de Compromís. Quería saber la cuarta autoridad del Estado si se había adoptado algún acuerdo en la Corporación de este pueblo de 155 habitantes sobre la retirada del nombre de Calvo Sotelo a una calle del municipio en virtud de la ley de memoria histórica.

La respuesta del alcalde, Javier Izquierdo, del PP, fue administrativa y jurídicamente impecable, pues no deslegitimaba la solicitud, fundamentada en el reglamento del Senado, que faculta a los senadores a solicitar información a otras administraciones: lo que hacía era desecharla por falta de rigor jurídico e histórico, pues ni José Calvo Sotelo, asesinado cuatro días antes del estallido de la Guerra Civil, ni su sobrino Leopoldo, presidente del Gobierno entre 1981 y 1982, estaban afectados por la ley. En todo caso, decía el alcalde, tanto uno como otro se merecían un homenaje en cualquier país democrático; uno por haber sido asesinado por sus ideas políticas y el otro por haber sido presidente del Gobierno de la democracia española.

Pero además del varapalo jurídico e histórico, lo que suscitó el interminable aplauso en redes sociales a la contestación del alcalde fue su sinceridad al contraponer a una élite política representada por una presidenta del Senado condescendiente con el acoso sectario de un senador a alcaldes de toda España a cuento de la memoria histórica, denunciado por el PP en el propio Senado, con su propio caso de servidor público que no cobra ni un duro por su trabajo como alcalde por y para solucionar los problemas reales de sus vecinos. Intachable también la invitación del alcalde a que algunas señorías se dediquen a otros menesteres en interés de bien general, en vez de perder tiempo y recursos en hostigar por mero sectarismo a municipios de «la España vaciada y olvidada para casi todo, menos para pagar los impuestos que sufragan sus altos salarios».

Javier Izquierdo hizo de su carta todo un manifiesto de incalculable efecto en favor de la convivencia entre españoles. Es un llamamiento valiente para parar los pies a quienes promueven de nuevo el espejismo de las dos Españas por interés cortoplacista, azuzando para ello la confrontación de hace casi un siglo que sus propios protagonistas, a izquierda y a derecha, acordaron dar por superada durante la Transición.

Desde ese pueblo de Valladolid, que atesora misteriosas condiciones favorecedoras de la longevidad, según se dice, nos ha regalado el alcalde un vendaval de aire fresco para la supervivencia de nuestra democracia, contra el uso de las instituciones para la imposición dogmática de principios, ideas y visiones de parte. Imposición que busca hacerle un traje a las conciencias de los ciudadanos que se parezca al traje de la coalición de partidos que gobierna, mientras la nación va quedando poco a poco desnuda y depauperada de toda esperanza, motivación y futuro.

Porque la mal llamada memoria democrática no es sino una excusa de la izquierda para intentar blindar su supuesta supremacía moral sobre la derecha, su pretendido monopolio como defensora de las libertades y su impostada identificación presentista con un pasado republicano idealizado y edulcorado hasta extremos de buenismo insoportables.

Aunque se emboscara, desde la primera frase de su exposición de motivos, en «el espíritu de reconciliación y concordia», la ley de memoria histórica de Rodríguez Zapatero se ha convertido en un poderoso corrosivo de ese espíritu. Aun más si cabe lo será la reforma presentada por Sánchez, que promueve sin tapujos la derogación de facto de la Ley de Amnistía de 1977, piedra clave de este espíritu de concordia.

Las medidas de reparación a las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo por agravios o injusticias pendientes siguen componiendo el marco básico para un acuerdo que destierre de una vez por todas la utilización de ese complejo pasado en la confrontación política. Lo fueron siempre, desde el inicio de la democracia, y así lo asumió la sociedad española, como reflejaba en 2008 una encuesta del CIS: el 82,7% de los consultados consideraba que el reconocimiento a las víctimas de la Guerra Civil debía incluirlas a todas.

No debe de andar muy lejos, en mi opinión, el porcentaje de españoles que estarían de acuerdo en resolver definitivamente la recuperación de los restos de desaparecidos demandados por sus familiares allá donde se encuentren y sean víctimas de la represión del bando que sean.

Sobre este doble fundamento, la voluntad de reconocer a todas las víctimas y el apoyo a un plan de exhumaciones que resuelva la cuestión de las fosas, debería encarrilarse un cierre auténticamente democrático a lo que se ha convertido en una caja de los truenos que trata de desafiar, deslegitimar y debilitar nuestra convivencia hasta en pueblos casi abandonados que muchos no sabrían ni poner en el mapa.

Pedro Corral es periodista, escritor y diputado del PP en la Asamblea de Madrid.

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