Camus siempre

Tal vez, los inicios del siglo XXI sean considerados en el futuro como la era de la pérdida de la fe en el pensamiento intelectual y del despeñe de la moral. Frente a ello, quizás miremos al pasado siglo XX como un espectáculo de lucha, a veces tenaz y digna y, muchas otras, tenebrosa, por dotar de una ética al hombre moderno. Es lo que pedía Jean-Paul Sartre y nunca logró, quizás porque, secretamente, estaba de acuerdo con la terrible sentencia hegeliana: «La violencia engendra la Historia». El pensamiento de Sartre nos llega hoy casi como c ómplice de las grandes carnicerías que llenaron de ruido y furia los oídos del siglo.

No obstante, un contemporáneo suyo, de quien este año 2013 se cumple el centenario del nacimiento, abrió otro camino: Albert Camus, el escritor francés nacido en Argelia, un «pied-noir» con gotas de sangre española en sus venas (su abuela era menorquina), y que creció en Belcourt, uno de los barrios más pobres de Argel. Hoy, cuando el desánimo moral y la fragilidad intelectual nos abruman, volver los ojos hacia Camus y escuchar su voz es como respirar el aire lozano de una serranía.

Comunista en su juventud, abandonó el partido en 1937, tras la firma del pacto germano-soviético acordado por Hitler y Stalin. No obstante, la derrota de la República en la Guerra Civil española la sintió como propia. Tras la Guerra Mundial, criticó el estalinismo, afirmando la primacía del hombre sobre la Historia, lo que le valió ser repudiado y tildado de «esteticista» por los intelectuales «sartrianos». Frente a ellos, Camus adoptó sin titubeos una posición crítica y terminante contra la violencia. «Cuando el oprimido empuña las armas en nombre de la justicia –escribió–, da un paso en la tierra de la injusticia». E ironizó: «Me decían que eran necesarios unos cuantos muertos para llegar a un mundo en donde no se mataría».

Al contrario que muchos otros pensadores crecidos en la admiración por la revolución soviética, defendió con vigor a otro gran gigante de la literatura francesa, André Malraux, anatematizado por la izquierda tras aceptar integrarse en el Gobierno del general De Gaulle, en 1958.

De modo que la vida de Camus transitó en territorios de incomprensión. Cuando estalló la guerra civil en Argelia, entre los « piedsnoirs» de origen francés y los árabes, no se alineó ni con sus paisanos ni con los argelinos, sino que propuso una tregua cívica entre las dos facciones. A causa de ello, los primeros le consideraron un traidor y los segundos un reaccionario. Aún hoy, Argelia sigue sin reconocerle como hijo suyo, pese a ser su único premio Nobel. Quizás ello se deba a que, al comenzar los atentados terroristas en las ciudades argelinas, repudió sin paliativos la violencia asesina. Escribió desde París, donde trabajaba entonces: «En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede viajar en uno de los tranvías. Si eso es justicia, prefiero a mi madre».

A Camus siempre le preocupó el enfrentamiento entre el mundo islámico y el cristiano. Y criticó a ambos por su cerrazón al diálogo y su mesianismo. Yo estoy seguro de que, rechazando empresas como las intervenciones militares de Afganistán o Irak, hoy habría condenado también sin ambigüedades el terrorismo talibán o las acciones de quienes matan, en nombre de Dios, arrojándose contra una multitud con un cinturón de explosivos en la cintura, una forma de crimen político que nunca pudo imaginar el autor de «El Hombre Rebelde».

La figura del escritor fue agigantándose con el paso del tiempo. Aquel niño crecido en un suburbio proletario de Argel iba iluminando una recia moral que no sólo repudiaba el crimen, sino que trataba de trazar un sendero de justicia y rectitud. «Yo nací a medio camino entre la miseria y el sol –escribió en “El primer hombre”–. La miseria me enseñó a creer que no todo estaba bien debajo del sol, y el sol me enseñó que la miseria no lo era todo».

Camus había muerto en 1960, treinta y cuatro años antes de que esa novela póstuma, la más poderosa quizás de todas sus obras, fuera publicada por su hija. Hanna Arendt, la pensadora alemana, autora del vigoroso «Ensayo sobre la banalidad del mal», señaló a Camus como «el mejor hombre de Francia».

Su independencia, su actitud para tratar de comprender valores ajenos a los suyos, despertó el respeto de intelectuales de diferente signo político, como François Mauriac o Raymond Aron, que no compartían muchas de sus ideas, pero sí admiraban su firme compromiso con una ética de la libertad. «No estoy hecho para la política –escribió–, porque soy incapaz de aceptar o querer la muerte del adversario». Camus admiraba a Nietzsche, por su sentido poético de la filosofía y por su sentido filosófico de la poesía, una forma de escritura que él mismo cultivó. Y era un enamorado ferviente de la cultura clásica griega, de Tolstoy, de Melville, de Defoe y de Cervantes.

¿Y qué nos diría ahora Camus? Supongo que, en principio, sufriría una sensación de desconcierto. Pero un intelectual nunca debe rendirse a la perplejidad. Yo creo que, ante el paisaje de la desolación, ante esta pintura digna de El Bosco con la que se viste el mundo de hoy, habría respondido urdiendo una ética rabiosa: despreciando la avaricia de los más ricos y el sometimiento de los políticos liberales a los intereses financieros, criticando la aridez del pensamiento contemporáneo, burlándose de los políticos de izquierdas convertidos en «revolucionarios legales», ridiculizando tanta literatura cargada de tinta y tan escasa de sangre, y fustigando toda banalidad.

Siempre estuvo solo. Pero a muchos nos hubiera gustado acompañarle después de leer sus libros. Fue un hombre comprometido y un escritor valiente, de los que ya no quedan y a los que tanto necesitamos: «Los pobres no tienen historia; sólo el cielo abierto y la miseria», dijo.

Murió hace cincuenta y tres años. Pero, desde la lejanía, aún nos envía sus señales de humo.

Javier Reverte, escritor.

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