Canarias, el Sáhara y el ‘díscolo’ Iglesias

¿Cuántos españoles colocan entre sus prioridades exteriores la recuperación de Gibraltar? ¿El 10, 15%? ¿La consideran los partidos un punto esencial de su programa? No, aunque Harry y Meghan vinieran a pasar al Peñón –ya fue recochineo el de sus hermanos– su luna de miel.

La cuestión del Sáhara en Marruecos presenta allí, en el sentir popular y en la clase política, un porcentaje totalmente opuesto al nuestro en Gibraltar. Los marroquíes creen firmemente que el Sáhara es suyo y que sólo la doblez intermitente de España y la alevosía de la pérfida Argelia lo impide. Por ello, con la que está cayendo en Canarias, las recientes afirmaciones de Iglesias, inconscientes o deliberadas, pidiendo un referéndum para el Sáhara, resultan enormemente inoportunas.

El vicepresidente no desbarra en el fondo pero interviene clamorosamente en el peor momento. España nunca ha reconocido la marroquinidad del Sáhara. Entregó timoratamente –eran momentos delicados con la agonía de Franco– su administración, no la soberanía, a Naciones Unidas a fines de 1975. Venimos repitiendo que la ONU debe decidir sobre su futuro.

El Polisario movilizó a buena parte de la población y no aceptó la cesión. La guerra que siguió provocó el abandono por Mauritania y concluyó con un alto el fuego en 1991. La ONU creó una fuerza de paz para controlarlo, la Minurso, que se ha debido de engullir ya unos 2.000 millones de dólares de su magro presupuesto. Ha alumbrado varios planes de paz que no han cuajado por desacuerdos de las partes, Marruecos y el Polisario, y camufladamente Argelia, gran valedora del independentismo saharaui (Argel preferiría absorber a los habitantes del Sáhara y que el territorio se hunda en el Atlántico antes que darlo a Marruecos).

Viví muy de cerca el último intento onusiano: la aprobación del Plan Baker en 2003 por el Consejo de Seguridad en un mes en que a España –el embajador era yo– le competía la Presidencia rotatoria del mismo. El plan preveía dos referendos. El primero, en el que participarían los empadronados en el momento de la salida de España y se escogería un Gobierno autónomo provisional. El segundo, años más tarde, ya incorporados al censo los llegados posteriormente desde Marruecos, escogería su futuro: provincia, autonomía amplia dentro de Marruecos o independencia. Mi colega argelino resultó receptivo, pero Rabat y el Polisario estaban en el no.

Bastantes artículos de prensa y mil mensajes que llegaron a mi Embajada mostraban que nuestra opinión pública estaba en pelotas sobre la situación y visceralmente nos acusaban de bajarnos por enésima vez los pantalones ante Marruecos. España presidía el Consejo, pero no había participado en la elaboración del Plan Baker, un antiguo secretario de Estado americano. Los mensajes remachaban despectivamente que nos arrodillábamos de nuevo ante el eje Francia-EEUU.

Bendita ignorancia. En esta ocasión, no en otras, Estados Unidos resultó ser el principal impulsor del plan. Porque Baker había sido abogado de Bush en la disputa en el escrutinio electoral entre éste y Gore en el decisivo estado de Florida que acabó con el triunfo del republicano –Bush, ya presidente, difícilmente podía torpedear un plan de alguien que había batallado por sentarlo en la Casa Blanca– o porque Washington se hartaba del gasto de la ONU en el Sáhara –Estados Unidos sufraga el 22% del presupuesto de la ONU–, mi colega estadounidense se empleó a fondo para que se aprobara. El propio Kofi Annan, un día que amablemente me llevó al tropecientos cocktail, me susurró la pifia marroquí: «Inocencio, han hecho lobby en Washington en contra de Baker. Después de lo de Florida, imagínate».

El plan sería aprobado por unanimidad (resolución 1495); Francia, descontenta, no quiso desmarcarse. Es cierto que el texto recogía que «era una solución política óptima basada en el acuerdo de las partes …». Esta salvedad –el acuerdo de las partes– la presenté al ruso, que buscaba una equidistancia como la nuestra. La aceptó. Baker intuyó que la resolución no volaría; con el candado del acuerdo de las partes, Marruecos ha enviado a las calendas griegas el referéndum. Probablemente, ahora sí, con el beneplácito americano, de Rusia, quizás de China, el entusiasmo de Francia y la inevitable tolerancia del secretario general de la ONU, es sólo un mandado maniatado por las grandes potencias.

Nuestros gobiernos –UCD, PSOE de Felipe González, PP– han seguido la política de no herir a Marruecos, pero de mantener en público y privado que el Sáhara es un territorio a descolonizar. Zapatero alteró esta postura y resultó desde el primer momento tremendamente promarroquí, moviéndose privada pero insistentemente para que los saharauis, con gran amargura de éstos, aceptaran integrarse en Marruecos. Con la audacia juvenil que lo caracteriza, le espetó al francés Chirac: «Lo del Sáhara lo arregla éste (por Moratinos) en seis meses». Con un par.

Teniendo este recuerdo placentero de la actuación de un Gobierno del PSOE, es obvio que la actuación del vicepresidente de otro Ejecutivo socialista han causado estupor e irritación en las autoridades marroquíes. Algo que, cabalgando en su política paralela (viaje a Bolivia, acuerdos partidistas con los independentistas, Presupuestos) y en su ego, Iglesias parece conscientemente ignorar.

No hay que ser Clausewitz ni Fernando El Católico para darse cuenta de que Marruecos tiene la llave de nuestros agobios migratorios que entre otras cosas en época de pandemia, ante la inopia de nuestro Gobierno, pueden hacer brotar el separatismo (la lúcida Oramas dixit) en una de las comunidades más españolistas de nuestro país. Si Marruecos quisiera, las Canarias habrían recibido a lo sumo una quinta parte de los llegados a las islas. ¿Para qué provocarlo? ¿Es imaginable que mientras Merkel negocia con Erdogan, que se queda con un millón de sirios, un vicepresidente alemán rememore «el genocidio de los armenios»? ¿Se puede reprochar a Xinping sus campos de concentración para los uigures el día que porfías por una suculenta inversión? No se debe e intuyo que pagaremos un precio por ello en el importante encuentro hispano-marroquí en diciembre.

Inocencio F. Arias es diplomático. Fue secretario de Estado de Cooperación, subsecretario de Asuntos Exteriores y embajador de España ante las Naciones Unidas desde julio de 1997 hasta diciembre de 2004.

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