Canto a un amigo, Francisco Umbral

Ni descanso en paz, ni reposo, ni sueño (el de los justos o de los injustos). De momento, y por lo siglos de los siglos, estás ya fuera del magma universal y yo dialogo solo con estas palabras que brotan del alma desolada por la noticia de tu muerte, amigo mío, porque no dialogo contigo, que te has resuelto en polvo, en sombra, en humo, en nada, como se resuelven y han de resolverse todos los elementos del desorden cósmico, y cito a Góngora sobre el terror de tu muerte porque sé que lo amabas, como amabas a los grandes poetas, a los grandes solamente, con quienes conversabas en pláticas de sueño.

La creación es una destrucción, dijo alguien muy sabio, y todo argumenta a su favor, porque todo lo creado es destruido, como todo lo afirmado es también negado y la cuna puede ser una sepultura y al revés, los muertos son como niños en las cunas y los niños fingen la muerte en ellas, una muerte que anuncian y vocean, como proclamaron obstinados nuestros antepasados vecinos de lo umbrío.

Yo no quiero elegantes o piadosas fórmulas protocolarias porque al cabo, el cabo de nuestra pesadumbre, son mentira, ni quiero consolaciones porque no las hay, prefiero el llanto popular y desmedido, los átonos gritos de las plañideras que rectifican las enseñanzas de los maestros del canto a la insidiosa melodía de la resignación, y nada digamos a la impía rememoración de los lugares inconcretos donde flotan, o vagan, o conversan los muertos, según algunos doctos -¿doctos de qué?- que derrochan una imaginación inútil.

El llanto popular es la única respuesta posible a la gran insidia de la muerte, y las apretadas lágrimas, las estreñidas lágrimas de los cultos caballeros que lloran a sus deudos conforme a las normas de la buena educación, no valen más en absoluto, digo, que ese llanto popular a pierna suelta, a moco suelto, con pañuelos como esponjas ateridas, por la muerte de aquel que quisimos y con quien queríamos, porque la muerte es siempre un asesinato, aunque Teresa de Jesús, la clara enajenada, la bendijera como medio de alcanzar la presunta vida inmortal de los bienaventurados, y se moría porque no se moría, y no le bastaba con tener el corazón alanceado.

Porque los huesos abatidos no se regocijarán en el Señor, contra lo que clamó el profeta; los huesos abatidos yacerán durante el tiempo necesario para su definitiva disolución en la nada, que es el fin de toda la materia (y de todos los seres vivos), como lo fue de la tierna osamenta de mi prima María Victoria Blasco Huelva, que murió en el camino de Sanlúcar a Sevilla, que fue su camino último, su trágico paseo hacia la muerte, a los tres años de su edad, deshidratada, pálida e inerme, sin entender qué le ocurría, y cuando abrieron su enterramiento no encontraron en él más huella suya que un zapatito blanco de su ajuar de muertecita.

Fuimos mal programados, empleo el término del que abusan los pedantes, que es elocuente quizá pero es exacto, porque nosotros no tendríamos que morirnos, aunque así lo prescriban los malditos principios de la biología y la física, y maldecirlos no es ni anticientífico ni irracional ni cavernícola, es humano y sólo humano, porque aquél que no teme a la muerte o es un fanático de su propia fe o es un descerebrado, o es al fin una criatura extraña, inconcebible, como aquel Marco Aurelio, emperador del mundo, que no creía en la muerte sino en la disolución del hombre en la permanente, candente materia universal. Pero, ¿la materia universal es sagrada?, ¿y por qué habría de serlo, por qué, siendo hija como es de la confusión y el desconcierto de todo cuanto existe?

Pero al margen de los sacros principios de la ciencia, leed bien, identificad mi ironía con el sarcasmo, así leeréis mejor, y yo digo, y espero, lector, tu asentimiento, que es radicalmente injusto que tengamos la conciencia que tenemos de la muerte, una conciencia única en el universo conocido, porque el perro o el caballo o el toro no tienen esta conciencia, aunque alguna sí tengan, basta con ver los espantados ojos de un animal agonizante, y encima se nos invita a velar porque no sabemos ni el día ni la hora de su venida, una afirmación inaudita, aunque la profiriera un santo, quizá el santo de los santos, una afirmación terrible, que nos llena de legítimo espanto porque apunta al centro insidioso de la muerte, esa espantable dama que algunos idearon, aunque lo de dama es un decir, lo siento, Lampedusa, si es que es algo la tramposa, que muy posiblemente es nada sino el nombre que le damos a las faltas y accidentes que sufrimos, a la enfermedad o ejecución del cuerpo. Qué trampa el lenguaje, decir que la muerte no es nada.

Porque fuimos mal programados, inventamos a los dioses, no sólo para explotar al pueblo, como rezan los catecismos rojos, sino también, y quizás antes, para sosegar el alma con la esperanza del presumido encuentro con los seres inmortales. Porque la verdad es terrible, lo repito, y no es cierto que nos haga siempre libres, hay verdades que matan y hay verdades que sirven para conllevar el alma, la vigilia de la muerte es una verdad que mata y los dioses son una mentira que actúa como terapéutica del espíritu.

Vigilar la hora de nuestra muerte, como se nos ha pedido, es una apelación cruelísima, una orden terrible, como bien saben quienes se valen de ella como castigo que consolida el caos universal, ese caos en el que creen los matadores de hombres, sobre todo los legales, a saber los amantes de la horca, la cámara de gas, la silla eléctrica, la inyección letal, el estrangulamiento, la lapidación y la inmersión en el agua o en el hielo, técnica ésta que era muy del agrado de la emperatriz Catalina de Rusia, la mal llamada Grande pero en verdad una impostora.

Son muchas las variedades del castigo absoluto, sea así la decapitación, el enterramiento vivo, el fusilamiento, tan militar y dicen que piadoso y digno, ese fusilamiento que suscita el aplauso de la gentuza que cree en la redención de la muerte o por la muerte, cuando es lo cierto que la repugnante pena no redime al reo ni repara a la víctima e inflige al condenado un daño desmedido porque saber el día y la hora de nuestro acabamiento es el peor de los tormentos posibles, sin que nos consuele eso de que todos estamos condenados a muerte, porque lo estamos a la muerte pero no a muerte, no a conocer ni el día ni la hora, no, no nos consuela, como no se consolaban aquellos que aguardaban en la letal sala de espera el turno umbrío y se cedían la vez protocolarios y gustosos: «Usted primero». «Oh, nunca, nunca, usted delante».

No puedo concluir este poema con invocación alguna a tu persona, amigo mío, porque ya no me oirás, ni ahora ni nunca, ausente compañero, camarada de años decisivos, pianista de la lengua de Castilla, aunque me hubiera gustado que hubieses sabido en vida cuánto te quería, cuánto quería con la tierna transparencia de tu mirada húmeda que reflejaba todo el amor y todo el dolor del mundo, esa mirada que pocos conocían tras de tu ácida máscara de mármol, pero ese momento ya pasó, ese momento ya pasó, sí, pasó y se fue y no volverá nunca, y mi llanto es sólo mío, exclusivamente mío, terriblemente mío, desastrosamente mío.

Mas si así lo deseas, lector, súmate a mi lamento, te invito a compartir mi llanto, llora conmigo un llanto a pierna suelta, salvaje, agreste, ineducado, con pañuelo de plañidera, con gritos, con quejidos, con injurias a la nada, por este hombre maltratado, ultrajado, escarnecido, como lo seremos todos en la hora maldita de nuestra muerte.

Miguel García-Posada, catedrático de Filología Hispánica, crítico literario y novelista. Escribió el prólogo de El hijo de Greta Garbo, de Francisco Umbral. Es uno de los mayores estudiosos de la obra del escritor en España.