Cantos de ida y vuelta

El gran Virgilio tardó once años en escribir para su amado César los miles de versos que componen La Eneida. No era para menos, porque el encargo del emperador romano al más gran poeta de la antigüedad, financiado por Mecenas, suponía el mayor y definitivo esfuerzo por recontar el pasado de Roma y legitimar así su poder, enraizándolo en una mezcla de mitología e historia que explicaba el periplo de Eneas, empujado por los dioses, desde Troya hasta Italia para forjar el primer imperio basado en la ley.

Eran tiempos en los que los ciudadanos no se asombraban de que la participación de las divinidades hubiera podido alterar el curso de las cosas. Hombres decididos habían emprendido una aventura de tintes épicos asombrosos, empujados por la voluntad de criaturas míticas, que había dado su fruto en una dinastía empeñada en conquistar el mundo. Y los hombres de la época sabían que eran romanos, que participaban de esa misión de carácter civilizador que no podía satisfacer a casi nadie si hubiera estado condicionado solo por la codicia y el afán de poder.

Cuando ahora se lee un discurso de George Bush es posible adivinar tras sus palabras un afán similar. El pueblo americano recibe mensajes que explican los movimientos exteriores de su diplomacia y su Ejército en función de una misión histórica, definida por Dios y los fundadores del Estado cuando hablan los republicanos, y solo por los segundos cuando les toca gobernar a los demócratas. Los impulsos éticos originarios han sido teorizados por canallas como Henry Kissinger para justificar acciones criminales como la guerra de Vietnam o el golpe de Estado en Chile, en la misma línea con la que se explican otras como la lucha contra la Alemania nazi.

Son razonamientos que a los europeos nos suelen causar una gran turbación. No es fácil comulgar con esas interpretaciones que acaban teniendo también un componente mítico, o sea, falso, mentiroso, para colocar en el mismo plano las tropelías y los actos de decencia.

Nosotros somos de otra manera. Eso nos parece. Pero cuando uno hurga un poco en los textos de historia, o en las decisiones de algunos políticos, el aserto que asegura nuestra superioridad moral se tambalea. En España eso ha tenido, y tiene, manifestaciones cotidianas que infectan las relaciones políticas, culturales y sociales no solo entre comunidades, sino también entre los individuos, entre los ciudadanos que pretenden convivir en paz y libertad unos con otros. Un fenómeno que se produce, sobre todo, cuando aparece el maldito asunto de la identidad. Algo que debería haber liquidado la Constitución de 1812, un texto que se ocupaba de los ciudadanos yendo mucho más allá que la francesa, que no reconocía otros sujetos con derechos que los propios ciudadanos galos.

Aquel texto amparó durante demasiado poco tiempo a nuestros antepasados. Su abolición volvió a abrir paso a la mítica explicación de la historia que la derecha española aún esgrime cuando se excita. Del mismo siglo que alumbró el texto de Cádiz brotaron otros relatos: los del romanticismo, que turbaron la razón de Europa entera en aras de la liquidación del absolutismo y el ansia de poder de los reyes.

Todavía nos peleamos por eso. Y crece una legión de historiadores y propagandistas que suministran, por encargo a veces, otras por entusiasmos personales o departamentales, la bazofia con la que algunos políticos dirimen sus causas, obviando el contenido del nuevo texto de 1978, que pretendió devolver las cosas a su sitio.

La marejada del Estatut, la perpetua tormenta vasca, las propuestas sorprendentes de algunos nacionalistas gallegos son manifestaciones de esa cuestión eternamente pendiente que nos negamos a discutir en el terreno de la voluntad de los ciudadanos, porque eso obligaría a explicar en sus términos más descarnados las posiciones que se adoptan en torno al reparto del agua, a la creación de agencias tributarias locales, la exención de impuestos de solidaridad a algunos territorios o la pretensión de algunos alcaldes de quedarse con unos archivos robados durante la guerra civil.

De eso no se ha librado casi nadie. Desde la extrema derecha españolista a la turba fascista de Herri Batasuna, pasando por algunos socialistas mesetarios y por dirigentes del PSC, por no mencionar a los nacionalistas moderados afincados en cualquier territorio o a los menos moderados que cuentan que la guerra civil fue un conflicto entre España (que era Franco) por un lado y los catalanes y vascos (todos) por otro.

La rumia de semejantes insensateces ha sido larga, y ha proporcionado impresionantes monumentos de manipulación que han acabado por intoxicar a grandes franjas de la sociedad. Hay verdades construidas a lo largo de los últimos 40 años que ya no se discuten: se dicen como dogmas de fe.

Es posbile que si no se hubiera producido este gigantesco desencuentro, que se fue pergeñando durante los eternos años del franquismo, los conflictos soberanistas de carácter territorial o de competencias que se han producido en España en épocas recientes hubieran adquirido un carácter mucho menos agrio, menos capaz de mover a las personas a la adopción de posturas que han llegado a alcanzar niveles de confrontación personal.

Desde luego, estamos a tiempo. Siempre que nos olvidemos de llamar a Virgilio para que invente nuestro pasado. Siempre que pensemos nuestro futuro en términos de ciudadanía y de democracia.

Jorge M. Reverte, escritor.