Capaces de todo

Hasta que irrumpió la crisis del COVID-19, el sistema de cooperación internacional vivía un momento de cierto frenesí: por un lado, y por fin, el Gobierno central había decidido que la situación era insostenible y había que acometer reformas urgentes, antes de que todo el edificio se viniera abajo. Por el otro, las administraciones autonómicas y locales, en mayor o menor medida, habían decidido recuperar el impulso de una política pública macheteada, a veces con saña, durante los peores años de la crisis.

En ese proceso necesario, ahora más necesario si cabe, de volver a poner las piezas en su sitio y pensar para qué sirve cada una de ellas, se ha instalado en las administraciones públicas una idea un tanto absurda. Cuenta la leyenda urbana que las ONG no tenemos capacidades para absorber el crecimiento que exige la cooperación internacional de la cuarta economía de la Unión Europea (UE). Ese mantra se repite y martillea como una de las razones clave para justificar la aparición de nuevos e imaginativos instrumentos. Uno de ellos, el banco de desarrollo español, una pieza fundamental de una reactivada visión economicista del desarrollo, que debe convertirse en la locomotora que nos lleve en volandas al 0,7%, por su capacidad de ejecutar fondos; todo ello pese a los riesgos de la cooperación financiera y de no haber demostrado de manera concluyente su impacto positivo.

La leyenda suena a profecía auto cumplida: sabemos perfectamente que no tenéis capacidades porque nos encargamos de negároslas y de ahogaros durante la última década. Por si todavía respiráis, vamos a dar instrucciones a nuestros secretarios e interventores, a lo largo y ancho de la geografía, para que reinventen los límites del surrealismo en los procesos de justificación de las pírricas subvenciones que recibís. No importa el hecho de que antes de la crisis pudiéramos gestionar 669 millones de euros anuales (2007) y en 2018 ya nos hubiéramos recuperado hasta los 624 millones de euros, en gran parte gracias al aumento de las donaciones privadas, que ya superaban netamente a las subvenciones públicas.

La cooperación debe de ser el único ámbito de toda la administración pública que no tiende de manera sistemática a ser externalizado. Lo cual puede estar muy bien, si contáramos con una administración con capacidades y agilidad para acometer las dificultades de operar en decenas de países diferentes a la vez, mutando por segundos. No es el caso, desgraciadamente, una de las grandes carencias del sistema de cooperación, y en especial de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid), ha sido la nefasta política de recursos humanos desplegada hasta el momento. Eso solo ya da para una serie televisiva de terror, que ha conseguido dilapidar un caudal humano muy valioso, o desmotivarlo hasta extremos peligrosos. Recuerdo cuando la ex directora de la Agencia Aina Calvo, (para muestra, un botón) me comentó a los pocos meses de asumir su cargo, que estaban "en fase de dar abrazos", para por lo menos comenzar a recuperar la ilusión esencial que requiere el asunto este de transformar el mundo.

Capacidad es encontrarse a Lola, Miguel y Txus un sábado a las nueve de la noche en su oficina de Barcelona, preparando la convocatoria del Ayuntamiento, una de las más de 75 a las que podrían optar solo en Cataluña, para ir juntando recursos, formulario a formulario, y sacar adelante sus proyectos en Palestina, el Sáhara Occidental o Guatemala. Las tan eficientes administraciones públicas todavía no han conseguido, a estas alturas de la liga, ni siquiera unificar el papeleo, cuando menos sus estrategias. Miles de horas de trabajo en las que construimos propuestas sin ninguna seguridad de ser seleccionadas, compitiendo entre nosotras por los exiguos recursos existentes.

Y como esos tres compañeros, muchas de las 8.800 personas que trabajan en alguna entidad de todo el Estado, desarrollando proyectos, programas de educación o contribuyendo a fortalecer la sociedad civil en otros países. Seguramente no habían venido aquí para rellenar páginas y páginas de tan excelsa literatura, sino para movilizar, incidir, comunicar y denunciar, y todo lo que haga falta para construir sociedades más justas aquí y allá, y con alguna posibilidad de superar lo que se nos viene encima en este inicio de milenio. Lo han adivinado: a pesar de ello, se nos acusa de que no se nos ve en las calles y que no representamos a nadie.

En el reparto de papeles, eso debería correr de nuestra parte. En este compás de reforma que acometemos sería importante que se le hiciera la vida algo más fácil a un espacio cívico internacionalista capaz, aunque sea a pulmón, de unir luchas y plantar cara a tantos desafíos. No lo vean como un reclamo corporativista, hablo en primer lugar por todas esas organizaciones que se juegan el cuello en países bastante más feos que el nuestro, y del que nos sentimos parte integrante.

Preocupa que, ante la involución democrática mundial, pensemos que la cooperación está fundamentalmente para levantar infraestructuras en otros países, ejecutadas por supuesto, por nuestras empresas.

Bienvenido este tiempo de repensar, pero no busquemos malas excusas ni caigamos en los errores del pasado. El día en que se acabe la cooperación pública, también seguiremos aquí, codo a codo con quienes defienden los derechos humanos en todo el mundo; ese día seguiremos siendo capaces de todo.

Miquel Carrillo es vocal de coherencia de políticas de la Coordinadora estatal de ONGD.

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