Capacidad económica, igualdad y progresividad tributaria

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 24/11/06):

Las Cortes Generales acaban de aprobar una nueva reforma del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, nuestro bien conocido IRPF, sin apenas debate público previo y con una tramitación algo confusa que, en ciertos casos, ha dado origen a votaciones erróneas que han debido repetirse o que se han modificado posteriormente por el procedimiento de correcciones técnicas. Una reforma que tira por la borda todo un cuerpo de doctrina cuidadosamente elaborado a lo largo de siglos, y gradual y trabajosamente introducido en nuestra legislación a partir de 1978, cuando la democracia permitió una distribución más justa y racional de las cargas tributarias.

La nueva ley contiene también preceptos referidos a otros impuestos, pero lo que aquí se trata de valorar es sólo el cumplimiento de algunos principios en el ámbito del IRPF. No se olvide que nuestra Constitución, en su artículo 31-1, dispone que «todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica» y que el anterior IRPF distinguía claramente entre el objeto genérico del impuesto -la renta total del contribuyente- y la capacidad económica sometida a gravamen, que acertadamente definía como el resultado de disminuir la renta total en la cuantía del mínimo personal y familiar. Pues bien, esa diferenciación ha desaparecido con esta reforma, al eliminarse sin más el concepto de capacidad económica en la nueva ley.

La capacidad económica puede gravarse a través de la renta, del consumo o del patrimonio, pero gravarla a través de la renta es la idea que se encuentra en el origen del IRPF e implica dos cuestiones relacionadas y de gran interés para articular el tributo. La primera consiste en definir la capacidad económica que, como hasta ahora establecía nuestro impuesto, es la renta una vez excluidos de la misma las cantidades destinadas a las necesidades básicas del contribuyente y de su familia. La segunda se refiere a gravar esa capacidad cumpliendo los principios de igualdad y progresividad, como también proclama nuestra Constitución en su artículo 31-1.

Excluir totalmente de gravamen la renta necesaria para la cobertura de las necesidades básicas del contribuyente y de su familia no es idea nueva. La he encontrado ya en un texto de Pedro Fernández Navarrete fechado en 1626, pero posiblemente existan referencias anteriores. Se perfila con Adam Smith en 1776 -quien señaló cuáles son las necesidades básicas-, y se conceptúa definitivamente en 1848, cuando Stuart Mill proclama que un impuesto equitativo debe eximir de gravamen un determinado ingreso mínimo suficiente para proveer al contribuyente y a su familia de las cosas más necesarias de la vida. Los países de nuestro entorno han ido introduciendo esta idea en sus tributos, lo que en España se logró en la reforma de 1998. Pero ahora ese concepto de capacidad ha desaparecido de nuestras leyes, quizás para dar cumplimiento a alguna proclama electoral formulada con poco conocimiento del hondo significado económico de las instituciones tributarias.

Para excluir totalmente de gravamen el mínimo personal y familiar, hay que conseguir que esa parte de la renta total no exista realmente a efectos tributarios. Es decir, que se grave sólo la cantidad de renta que supere tales mínimos. Sin embargo, la nueva ley grava en principio la renta total, aunque para evitar la tributación de los mínimos indicados deduzca después el impuesto que les haya correspondido. Pero los mínimos no quedan así totalmente excluidos de tributación pues, aunque su gravamen directo se descuente de la cuota, esos mínimos siguen existiendo a efectos de aplicar al resto de la renta la tarifa progresiva que, como tal, aumenta con cada escalón de renta. De hecho, este procedimiento de exclusión de los mínimos personales y familiares equivale a un movimiento de los sucesivos tramos de la tarifa hacia escalones más bajos de renta y supone un aumento de la carga tributaria que perjudica a todos, aunque pueda compensarse para algunos con mayores deducciones personales o por hijos.

Pero la segunda consecuencia de la eliminación de la capacidad económica es aún más grave, pues afecta muy negativamente a los principios -constitucionales también- de la igualdad y de la progresividad en la imposición. Igualdad significa aquí que dos capacidades económicas iguales deben soportar idéntica carga impositiva. Progresividad, que una capacidad económica mayor que otra debe soportar una carga proporcionalmente mayor que esta última. Como se verá, ninguno de esos dos principios se cumple en el nuevo impuesto, pero no vendrá mal delimitar antes qué debe entenderse por capacidades económicas iguales.

Como es conocido, los rendimientos que se obtienen del trabajo tienen una vigencia limitada por la vida activa de quien los obtiene. No ocurre así con los obtenidos por el capital, que siguen generándose aunque su titular fallezca o una enfermedad le impida cualquier actividad. Por eso los rendimientos del trabajo suelen ser objeto de una reducción fija o proporcional en su cuantía, más o menos equivalente a una especie de cuota anual que compense tan desafortunada circunstancia. Otro caso de heterogeneidad es el de las ganancias patrimoniales, pues tales ganancias no son renta, como reconoce la Contabilidad Nacional, que no las computa entre los componentes del PIB. Por eso, la mayoría de los sistemas fiscales o no gravan las ganancias patrimoniales en el impuesto sobre la renta o bien las someten a un tipo único de gravamen mediante cómputo separado y distinto al de los rendimientos de trabajo, de capital y de actividades económicas, simplemente porque las ganancias no son iguales a tales rendimientos y no son comparables con ellos.

Pero, una vez excluidas de la comparación las ganancias patrimoniales y deducidas de los rendimientos del trabajo las cantidades que compensen su especial limitación temporal, los rendimientos son ya iguales, y como iguales han de ser tratados en el impuesto, sometiéndolos a una única tarifa que, además, suele ser progresiva. Ha de tenerse en cuenta, además, que la progresividad sólo puede admitirse para el gravamen de la capacidad económica, porque esa capacidad -es decir, la suma de todos los rendimientos netos una vez descontados los mínimos personales y familiares- es el único criterio racional para graduar la progresividad. Establecer tarifas progresivas sobre una parte de la capacidad y tipos fijos sobre otra rompe con la justicia en la imposición. Y la justicia, como señala Rawls, es a las instituciones sociales lo que la verdad a los sistemas de pensamiento. Sin justicia tales instituciones carecen de sentido.

Pues bien, la nueva reforma de nuestro IRPF grava los rendimientos del capital mobiliario a un tipo único del 18% y los restantes rendimientos -es decir, los del trabajo, los de las actividades económicas y, extrañamente, también los del capital inmobiliario- mediante una tarifa progresiva que se inicia en el 24% y termina en el 43%. Ni igualdad ni progresividad, por tanto, en ese discriminatorio tratamiento del trabajo frente al capital, pese al rotundo mandato constitucional de igualdad y progresividad en el reparto de la carga.

La reforma, además, actualiza mínimos y reduce tramos y tarifas, lo que es bueno, pero eleva otros tipos, lo que no parece tan adecuado. Queda sólo por señalar en este limitado análisis que la idea de construir un impuesto dual -es decir, distinto para los rendimientos del trabajo y del capital- no es española, aunque en España la hayamos soportado pacientemente hasta la llegada de la democracia en 1978. Sus raíces se encuentran en los viejos impuestos de producto arrinconados en todos los países avanzados a partir del siglo XIX, aunque su versión actual se deba a la iniciativa de algunos países amenazados en su economía por la desaparición de la Unión Soviética.

Bajo esa presión y con cortas y muy igualitarias poblaciones, que apenas si necesitaban de los impuestos para equilibrar su distribución de la renta, cuatro países nórdicos -Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca- implantaron un impuesto dual a finales de los años 80 para atraer capitales, aunque sin éxito apreciable. Por ello Dinamarca volvió pronto al impuesto unitario. Hoy sólo los tres primeros continúan con impuestos duales, al tiempo que han sido descartadas algunas propuestas miméticas aparecidas en Estados Unidos. Aquí, sin embargo, parece sorprendentemente haberse entendido que, gravando más los rendimientos del trabajo que los del capital, podría lograrse una mayor equidad impositiva, que es lo que, según su exposición de motivos, dice pretender nuestra nueva ley.