¡Capitalistas y socialistas del mundo, uníos!

La economía más dinámica del mundo la gobierna un partido comunista, mientras lo que era bastión del capitalismo está bajo el desgobierno de un hombre que llevó a sus empresas a la quiebra seis veces. Las grandes ideologías políticas se vuelven cada vez más incoherentes, y los rótulos ya casi no dicen nada.

En Estados Unidos, el presidente Donald Trump y sus colegas republicanos aseguran ser lo único que se interpone entre el sueño americano y una revolución socialista. El retador demócrata de Trump en la elección de noviembre, Joe Biden, nunca defendió algo así, pero es partidario de que se ponga «fin a la era del capitalismo centrado en los accionistas». En cualquier caso, capitalismo y socialismo vuelven a estar en primer plano en la competencia por el apoyo de la opinión pública y de los votantes.

Pero a diferencia de décadas pasadas, la defensa habitual del capitalismo ha perdido vigor intelectual y político. Mientras «capitalistas con conciencia social» como la marca de indumentaria de lujo Lululemon hacen publicidad con consignas que hablan de «oponer resistencia al capitalismo», incluso exponentes capitalistas tradicionales como la influyente organización Business Roundtable (que reúne a directores ejecutivos de las mayores empresas estadounidenses que cotizan en bolsa) propugnan una reforma fundamental. Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, critica al neoliberalismo y al fundamentalismo de libre mercado; conservadores británicos y republicanos estadounidenses se han dado a condenar los abusos de la globalización y del «mercado».

La confusión ideológica actual es en gran medida resultado de la disrupción tecnológica. La digitalización y la difusión a gran escala de las tecnologías de la información y de las comunicaciones (TIC) alteraron las ideas establecidas respecto de la centralización y la descentralización. Los defensores del capitalismo siempre han sostenido que la descentralización es una garantía de resiliencia sistémica. Cuando el sistema está bien organizado, las malas decisiones no importan, porque sus consecuencias se tornan evidentes enseguida, y los participantes del mercado pueden aprender y adaptarse. En definitiva, el sistema es estable y se autocorrige.

Pero la etérea economía digital y la creciente importancia de las economías de escala han transformado esos argumentos. El costo marginal de un producto inmaterial es básicamente nulo, y los efectos de red confieren amplias ventajas a quien pueda ganar la competencia en la búsqueda de escala en un ámbito determinado. Además, las TIC alteran los mecanismos de fijación de precios, que eran el insumo informativo clave en los intercambios comerciales. Hoy la economía digital incluye diferenciación y discriminación de precios en una escala que antes era inimaginable, lo cual provoca una creciente desconexión entre los precios y la demanda de los consumidores.

En tanto, los debates en torno del socialismo también han cambiado. La vieja tesis socialista de que la planificación (social) centralizada permitirá una asignación de recursos más eficiente nunca pudo dar cuenta del hecho de que quienes toman las decisiones están sujetos al uso de información imperfecta. Por eso desde los años veinte del siglo pasado, los partidarios de la planificación socialista han sostenido que llegaría un día en que los avances en computación permitan resolver las deficiencias de conocimiento; a lo que los críticos respondían señalando que aun así, el conocimiento incorporado en mercados autónomos siempre será superior.

Este debate se ha repetido con cada nuevo gran avance de las TIC, desde la aparición de la computadora electrónica en los años cuarenta, pasando por la introducción del «mainframe» en los sesenta, la PC en los ochenta y el teléfono inteligente con la llegada del nuevo siglo. Pero esta vez puede ser diferente. Ya hemos llegado a un estadio en el que las computadoras pueden procesar más información que una sociedad humana compleja. Los algoritmos de inteligencia artificial han pasado en poco tiempo de derrotar a los humanos en el ajedrez y el go a escribir poesía. ¿Qué les impedirá mejorar los resultados del mercado?

La visible convergencia entre la planificación central y la elección individual no es nueva. En los años cincuenta y sesenta (pleno auge del capitalismo gerencial) se daba por sentado que las grandes corporaciones funcionarían igual en entornos capitalistas o socialistas. Siendo instituciones planificadas, no actuaban en respuesta a señales del mercado.

Convergencias similares pueden hallarse en los albores del siglo XIX, cuando se popularizaron los términos capitalismo y socialismo. Algunos de los teóricos socialistas de la Revolución Industrial más influyentes eran ellos mismos capitalistas. El exaristócrata francés Henri de Saint‑Simon imaginó un futuro en el que banqueros, intelectuales y artistas derribarían un sistema teológico y feudal obsoleto para instaurar lo que denominó «industrialismo». Y el empresario textil galés Robert Owen intentó crear en Estados Unidos y Gran Bretaña comunidades utópicas cooperativistas y diseñó un sistema monetario alternativo basado en el valor del trabajo.

Estos tempranos ejemplos de convergencia deben recordarnos que al principio, los términos capitalismo y socialismo se idearon con un mismo propósito funcional: la creación de un sistema de asignación descentralizado que permitiera la satisfacción de deseos y necesidades espontáneos. Y como los siglos siguientes han demostrado, ambas ideas se vuelven destructivas cuando producen concentración excesiva de poder.

En este contexto histórico, la búsqueda de un nuevo marco descentralizado parece un retorno al viejo sueño de paleosocialistas y paleocapitalistas. Pero con las tecnologías actuales, es posible imaginar la concreción real del sueño en un «socialcapitalismo» híbrido. Al fin y al cabo, antes hacían falta meses o años para hacer una evaluación precisa del volumen de la actividad económica o del comercio; hoy esa información es cada vez más accesible en tiempo real.

Pero existe un problema con los datos. Hay algunos que están en poder de gobiernos e instituciones internacionales, pero muchos otros los gestionan otras entidades, por ejemplo universidades (Johns Hopkins en el caso de la COVID‑19), personas (como Raj Chetty, un economista de Harvard que mantiene una colección de datos de consumo) y empresas (que los guardan como secreto comercial). Y hay una tendencia constante, sobre todo en el caso de gobiernos y empresas, a eliminar datos que resulten inconvenientes o incómodos.

Además, la pandemia de COVID‑19 ha puesto en implacable evidencia la vinculación entre la situación sanitaria y las disparidades socioeconómicas, y este descubrimiento llevó a la politización de otros datos, por ejemplo los relacionados con tasas delictivas, niveles de ingreso e identidades étnicas.

A principios del siglo XIX se luchaba por la propiedad de los medios de producción, pero ahora podemos ser mucho más específicos acerca de lo que implica ese concepto. Lo que hoy más se necesita es un amplio movimiento para la propiedad de los datos, así como a principios del siglo XIX los trabajadores reclamaban ser dueños del fruto de su trabajo. ¿Es posible compartir datos maximizando los beneficios y sin poner en riesgo los intereses sociales, la individualidad o la privacidad? Los capitalistas y los socialistas del mundo deben unirse para responder esa pregunta. No tienen nada que perder, salvo sus datos.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union. Traducción: Esteban Flamini.

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