Caprichos y espirales

Las frases de doble sentido, muy frecuentes en los cenáculos del hotel Pimodan en el París del XIX, eran rechazadas por cierta élite intelectual por ser consideradas groseras y vulgares. Complacíanse quienes se daban cita en él en decir una atrocidad diabólicamente elaborada o emitían con pavorosa sangre fría sentencias aberrantes, en las que el rigor del método era fundamental para desarrollar sus extravagancias. Destacó entonces Charles Baudelaire, hombre lleno de vigor físico y de potencia intelectual, por su alma inédita. Atesoraba todas las perfecciones, todas las fuerzas y las seducciones más irresistibles. Así lo retrató Emile Deroy, a sus veinte años: con ojos profundos, oscuros, de brillo fogoso, dulce e inquisitivo a la vez. No suele ser habitual que conozcamos a un poeta, a un artista, en el instante dichoso de su edad juvenil. «La gloria llega más tarde, cuando los afanes del saber, las inclemencias de la vida y los huracanes de las pasiones han borrado las facciones primitivas y las han sustituido por una máscara cansada, claudicante, donde los dolores de cada día van imprimiendo las huellas de una cicatriz o de una arruga», sostenía muy acertadamente Théophile Gautier.

Baudelaire se refería mucho a las ideas, poco a las sensaciones y nada a los actos. Es, pues, la eterna aspiración de lo perecedero hacia lo absoluto inmortal. Uno de los maestros universales del relato corto, el americano Edgar Allan Poe, cuyas traducciones al francés fueron lo que más fama dio a Baudelaire en vida, no tenía reparo en afirmar que prefería lo bello a lo útil. ¿Herejía inconcebible? Pero aún más: tenía la desgracia de escribir bien, con un estilo demasiado elevado para el vulgo. Era refractario a la disciplina, sólo obedecía a su cerebro y no escribía más que cuando le daba la gana y únicamente sobre temas que fueran de su agrado. ¿No es esto sino la más pura libertad?

Frente a esta embriaguez intelectual de hace no tanto tiempo, en la que lo excelso, original, insólito y extravagante han tenido un hueco importante en la historia universal de la cultura, nos sentimos actualmente invadidos por la inmediata y cegadora felicidad del sucedáneo. Como ya dijo a finales del siglo XX Margarita Rivière, «la publicidad permite bajar a la droguería de la esquina y encontrar los limones salvajes del Caribe en un simple desodorante. Lo fantástico es que no hay limones en el trópico». Frente a los gustos refinados y la estimación celestial por lo bello –motivos que, aunque aún haya quien le cueste creerlo, fueron las causantes de que el poeta Baudelaire creara Las Flores del Mal, una sublime e inédita reacción ante lo abyecto–, hay que resaltar la frase lapidaria que sentenció Yves Saint-Laurent hace años: «la gente ya no quiere ser elegante, quiere seducir». Seducir es persuadir, apoderarse de alguien, confundirlo. Sucumbir al placer inmediato, directo, imprevisto, artificial, la seducción por la seducción, juego contemporáneo que ayuda a sobrellevar la sociedad del bienestar.

En esta comparativa entre las excelsas evasiones de mentes privilegiadas de hace 150 años y las sensibilidades cursis producto de las anestesias alegóricas a las que estamos todos sometidos actualmente hay una diferencia fundamental y es la inevitable criba que hace el paso del tiempo. Sólo permanece lo verdaderamente sólido y constructivo. Las coronas triviales no interesan a las personas marcadas para establecer el desarrollo correcto de la historia. ¿A qué escritor de verdad le interesa que le digan: ¡Qué buen gusto tiene! ¡Cómo me divierte! ¡Qué fluidez de estilo!? El premio «fluidez de estilo» se otorga indistintamente, puesto que, para las personas cuya profesión no es la de pensar o meditar, el agua clara es probablemente el símbolo más evidente de la belleza.

Todos tenemos una vida interior, espiritual y moral. Reflexionar racionalmente sobre esa vida interior es una disciplina que ya no se enseña, a pesar de que una introspección exitosa, si nos puede dar la paz con nosotros mismos, equivale a la salud misma. Cabe preguntarse en este punto, sin embargo, ¿por qué lo complicado es siempre mucho más atractivo? Diríase que aquellas protuberancias del cerebro dispuestas de manera que las ideas allí reflejadas se retuercen y forman espirales en vez de salir en línea recta, típicas de personas que observan las cosas desde ángulos imprevistos y desenfocan las perspectivas y los contornos, muestran siempre una imagen más extraña, más inverosímil, más insólita, que, incluso los más exigentes no podrían dejar de ver como brillantes. Lo contrario a todo lo expuesto es la importancia nerviosa que se otorga en las sociedades opulentas a la moda, la transmisión instantánea de la información, los hechos, los valores y los sinsentidos en los que todos navegamos.

Clara Zamora Meca, Doctora en Historia del Arte.

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