Cardenal Newman

Hay personas que configuran la historia de un pueblo, de una cultura, de una confesión religiosa: Newman ha sido una de ellas. El catolicismo en Inglaterra fue otro después de que este profesor de Oxford dejó la iglesia anglicana para integrarse en la iglesia católica. La definición de la infalibilidad pontificia en el Concilio Vaticano I erizó las mentes de muchos pensadores, escritores y políticos, que razonaron con sorna diciendo «Los católicos no necesitan pensar: piensa uno por todos ellos». Desde Berlín, Bismarck promovía la marginación de los católicos. Inglaterra con su tradición universitaria y el prestigio de sus universidades de Oxford y Cambridge miraba a la lejana Roma con cierto desdén y casi compasión por su supuesta incapacidad para hacer frente a la modernidad. Newman es un hito en la recuperación del prestigio intelectual y teológico al catolicismo, un testigo de la necesaria unidad entre verdad, libertad y santidad.

En su larga vida fue pasando de una comprensión de la fe, cercana al evangelismo protestante y centrada en la experiencia individual, a una reclamación de la objetividad del cristianismo que siempre se ha comprendido a partir de su origen en la persona de Jesús y la predicación de sus apóstoles. La primera y máxima expresión normativa de la divinidad de Cristo es el Concilio de Nicea, junto con los Credos que lo han ido explicitando en los sucesivos Concilios ecuménicos. El conocimiento riguroso de esa fase patrística de la Iglesia le orientó a Newman definitivamente al catolicismo. Hay conversiones diversas: la intelectual, la moral, la religiosa y en nuestro caso la católica. Newman deja el anglicanismo, que tiene su autoridad máxima en la Reina de Inglaterra para formar parte de la iglesia que reconoce en el sucesor de San Pedro de Roma, no la única pero sí la suprema autoridad del cristianismo.

Pero antes que con esta problemática intraeclesial, se enfrentó con los problemas fundamentales de la fe misma tal como la plantearon en el siglo XIX los llamados maestros tanto de la sospecha como de su negación. ¿Es posible una revelación personal de Dios en nuestra historia o solo tenemos de él un saber derivado de la sola naturaleza, la mera razón y la propia ciencia? ¿Dios, ¿es algo más que otra palabra para nombrar al hombre? Varios sermones y escritos de Newman están dirigidos contra el liberalismo, tal como era entendido en aquel momento: el que negaba la revelación positiva de Dios en Jesucristo y con ello la raíz del cristianismo.

Contemporáneo de Darwin tuvo que vérselas con una cuestión que permanece entera hasta hoy: la evolución reclamada como categoría suficiente para explicar todo el orden real, animal y humano. La primera exigencia consiste en mostrar cómo las palabras evolución y creación responden a cuestiones distintas. La categoría de creación no responde al «cómo» las realidades existentes han ido llegando a ser en sus formas diferenciadas. Responde más bien a esta otra: ¿cómo es posible que surja el ser? ¿Por qué hay seres y no más bien nada? ¿Es posible pensar una realidad de carácter absoluto y sagrado, que trasciende nuestra limitada capacidad de «comprender» y que desde otras formas de existir, podemos reconocerla, como respuesta razonable a esta cuestión; como realidad que genera sentido y esperanza para la vida humana?

Desde esta perspectiva surge una pregunta clave: el cristianismo, ¿es el mismo hoy que en su origen? ¿No habrá habido una evolución que nos obligue a hablar de cristianismos diversos? La evolución del dogma, ¿es homogénea o heterogénea? A esta pregunta responde Newman en su libro: «Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana» (1845). Una es la forma de evolución propia de los minerales, otra la de los vegetales, otra las de los animales y otra la de las personas. En el cristianismo hay aquel desarrollo propio de los seres personales, que para ser sí mismos tienen que crecer llegando a ser más, y de las instituciones que han nacido de la lógica de su ser. Newman hace un finísimo análisis de los criterios para diferenciar cuando estamos ante un desarrollo auténtico o ante una perversión o trasmutación tanto de una institución jurídica como de una verdad teológica en la iglesia.

Otro gran libro suyo «Gramática del asentimiento» (1870) está dedicado a exponer la naturaleza de la fe a la luz de la diversidad de respuestas o adhesiones del hombre a lo que le adviene o se le propone. ¿De qué es fruto la fe: de una demostración científica o de una obediencia a la revelación divina? Newman establece las diferencias existentes entre la evidencia fruto de la demostración científica y la certeza moral. Una cosa es el conocimiento de hechos, otra el asentimiento a ideas y otra el consentimiento personal. La fe participa de las tres: parte de unos hechos históricos, interpreta la realidad a la que se refieren y corresponde a los signos, huellas y palabras de Dios que reconoce en la en la historia exterior y en la propia conciencia interior.

La conversión de Newman, tras superar la que llamó «Vía media de la Iglesia anglicana» (1837) fue recibida con sospecha por sus colegas oxonienses. Acusado públicamente de inmoralidad y deshonestidad intelectual se vio obligado a dar razón pública. Al percibir esta acusación también como dirigida «contra mis hermanos en el sacerdocio católico» consideró que no podía callar. Y escribió la Apología «pro vita sua. Historia de mis ideas religiosas» (1864). En ella mostró la legitimidad intelectual, más aún la obligación en conciencia de su paso a la Iglesia católica. Con las Confesiones de San Agustín y la Vida de Santa Teresa esta autobiografía es una cumbre de este género literario. Newman es un clásico de la lengua inglesa.

Junto a estas grandes obras tenemos sus Sermones universitarios, sus cartas, sus escritos de piedad y sus himnos litúrgicos. Tres realidades formaron el triángulo de su piedad personal: la liturgia, la iglesia, María. Inolvidable su oración «Lead Kindly Light-Luz amable guíame» escrita en Sicilia durante una experiencia límite. El itinerario siguiente a su conversión fue un calvario, víctima de doble sospecha: los anglicanos le consideraban traidor y los católicos no acababan de fiarse de su adhesión católica.

Desde aquí se entiende una sentencia suya aparentemente escandalosa: «Antes la santidad que la paz». Es decir, la fidelidad hasta el final pese a la hiel del desprecio y de la envidia que sufrió. En 1879 León XIII le nombraba cardenal, gesto de confianza máxima por parte del sucesor de San Pedro en la sede de Roma.

Olegario González de Cardedal es teólogo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *