Cargados de distancia

El Mediterráneo, un mar que un día fue puente, hoy es barrera y fosa. Pero los datos sepultan la realidad. Complicar las tramas nos permite obviar lo importante, colgar de sus ramas y bifurcaciones cosas que nada tienen que ver con la esencia de lo que acontece. De este modo podemos manejar números en el espejismo de que pueden tener una entidad propia y abstracta, como si pudieran desligarse de la materia que computan, como si acaso, al fin y al cabo, no estuvieran enumerando personas. Del mismo modo que podemos hablar de geoestrategia, planes, razones de Estado, realpolitik, cayendo en la falacia de que las piezas son solo en tanto en cuanto forman parte de un todo. Como si acaso de nuevo no fueran cada una de ellas también individuos con historias diversas y mochilas cargadas de incertidumbres.

Por eso es mejor no hablar de datos, hechos, acontecimientos, porque estos, en una constante subida de la apuesta a la incredulidad se van superponiendo unos con otros, construyendo un entramado, una complejidad, que finalmente deja enterrada la realidad.

Mejor no hablar de un Mediterráneo que con el paso de los días, de los años, se va convirtiendo en un mar cada vez más peligroso e incierto. Porque Europa, en un ejercicio impúdico, desatendiendo responsabilidades, retira sus operativos para delegar los rescates a países terceros, con menos músculo todos, algunos también con mucha menos intención, como es el caso de Libia, país que en este momento a la propia Europa no le resulta apto para ningún trato salvo ese, el de pedirle que le haga el trabajo sucio, que se ocupe de sus fronteras más allá de sus fronteras, en esa contradicción, o cuando menos malabarismo retórico, de externalizarlas.

Mejor no hablar de esa otra vuelta de tuerca al ejercicio de cinismo que supone obstaculizar y criminalizar a las ONG que están en el agua tratando no solo de cubrir ese vacío en los rescates, también intentando poner un poco de dignidad en ese mar que hace tiempo dejó de ser puente. Y es que los vacíos solo se hacen patentes cuando alguien, otros, los cubren, que cuando se ignoran solo es cuestión de tiempo que el mar se ocupe de diluirlos. Que el dolor es importante taparlo para que los datos puedan operar su alquimia y de ese modo una reducción en el número de llegadas se convierta en un éxito, y no en un desgarro.

Mejor no hablar de que, rizando el rizo, criminalizados los unos y alentados los otros, en ese difícil entender el reparto de papeles, Europa decida participar más allá y utilizar sus aviones de patrullas fronterizas para compartir las coordenadas de barcazas a la deriva, no con los que están más cerca y mejor pueden asistir, sino con aquellos que, si es que finalmente los interceptan y deciden no dejarlos hundirse, cosa que también ocurre, van a devolverlos a Libia. Cuando si esa gente está en el mar en esas embarcaciones maltrechas es precisamente porque huyen de allí, de su violencia desmedida y sus condiciones de detención arbitrarias, fuera de cualquier tratado. Que hace falta llevar mucho miedo y cicatrices a la espalda para decidir enfrentarse al miedo que da cruzar un mar inmenso en un bote de goma, con el que lanzarse a navegar es, sobre todo, un acto de fe.

Mejor no hablar de todo esto porque en el ruido que se genera se diluye la realidad. Porque los mismos datos que a unos indignan por intolerables a otros les sirven para justificar y encender aún más sus discursos. Que todo depende de la perspectiva, de la distancia que haya entre los despachos y la urgencia, del peso de los cálculos electorales, el ruido de sables, el vértigo de los sillones. Y así, en un ejercicio de prestidigitación, una misma persona con los pies fríos y el hambre atrasada puede estar cargada de vulnerabilidad o de amenaza, según quien decida abanderársela.

Por eso es mejor no hablar de los datos y los hechos incontestables porque estos no hacen más que sepultar la realidad, que no es otra que el mundo es un lugar desigual y brutal, que nacer a un lado u otro de la suerte no es más que puro azar y nunca derecho, y que decidir tender una mano al que lo necesita es una elección individual que tiene que ver con querer y saber escuchar esa pulsión primigenia, atávica que te dice que no está bien dejar que nadie muera de hambre, o de frío, o de océano.

No escuchar esa pulsión es un ejercicio que embarra, que no deja indemne, que es difícil llevar a cabo de un modo higiénico salvo recurriendo a cargarse de razones, de datos, de distancia.

Paula Farias es médica, excoordinadora de las operaciones de rescate de Médicos sin Fronteras en el Mediterráneo, y escritora. Su última novela es Fantasmas azules (AdN).

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