Caricaturas y libertad

El argumento más banal para criticar el secuestro judicial de la revista El Jueves -por una portada presuntamente injuriosa para los Príncipes de Asturias- es ese según el cual la medida es «inútil» y «contraproducente» porque su aplicación multiplica la notoriedad de la indecencia perpetrada. Según esta tesis -ampliamente utilizada por la inmensa mayoría de los medios críticos con la decisión de la fiscalía y del juez- la ley habría de aplicarse con criterios de oportunidad y, en función de ellos, la justicia no debería haber intervenido. Es decir, que lo que se propugna es la impunidad porque la sanción -en este caso una medida cautelar- conllevaría efectos colaterales indeseables. Si esta es la concepción jurídica y política de la aplicación de las normas en nuestro sistema de convivencia, es que tenemos un problema muy serio en la conciencia colectiva de la sociedad española. Porque la aplicación de la ley y la acción de la justicia deben responder a criterios ontológicos, es decir, se activan en función de unos presupuestos de hecho previstos en la propia norma que tienen que ser valorados por el juez, de oficio o a instancias del ministerio fiscal y, cuando proceda, del propio perjudicado. De otro modo, las normas quedan a conveniencia de valoraciones ajenas al rigor jurídico, es decir, al principio de oportunidad, campo en el que florece ese perverso uso alternativo del derecho que la izquierda -¿lo sabe el secretario general del PP?- acostumbra a instrumentar para apropiarse siempre de la razón moral de su causa.

La caricatura de los Príncipes de Asturias -indubitablemente reconocibles- manteniendo relaciones sexuales en una postura física explícita, atribuyendo a Don Felipe un comentario denigratorio, dista de cualquier ejercicio de libertad de expresión; es más, supone un atentado a la libertad que se esgrime porque la desnaturaliza con un furibundo ataque a los derechos al honor, la intimidad y la propia imagen de dos ciudadanos que, además, encarnan la institución de la Corona, específicamente protegida por un tipo penal -el de injurias- que los tribunales determinarán si es o no de aplicación. La libertad de expresión está vigente en sinergia con los demás derechos constitucionales y es la coexistencia del conjunto de las libertades la que conforma los límites de todas ellas. La prevalencia de la libertad de expresión no avala el aplastamiento prepotente de otras. La libertad de expresión -y así lo dice el Tribunal Constitucional de modo constante en sus sentencias- no ampara el insulto, ni la denigración, ni el escarnio ni la irrupción ilegítima en la intimidad. El supuesto animus iocandi -propósito de diversión- que animaría, se dice, a los autores de la caricatura eliminaría el animus iniuriandi -la voluntad de injuriar- de tal manera que todo se trataría de una sátira más o menos atrevida e irreverente que no merecería otra cosa que un leve e inocuo reproche. Tal argumentación carece de la más mínima empatía, es decir, de esa capacidad necesaria para participar emotivamente en la realidad ajena, gracias a la cual no deseamos a los demás lo que no queremos para nosotros mismos. El hecho de que las víctimas del escarnio sean los Príncipes de Asturias no altera el razonamiento, porque ¿acaso no son ambos ciudadanos titulares de todos los derechos? ¿Es que su condición institucional les disminuye la defensa que merecen sus derechos más elementales? ¿No será que lo presumiblemente más impune era denigrar -eso sí, con un supuesto animus iocandi- a los Príncipes eludiendo a otros poderosos de la política, de la economía, de la cultura o del espectáculo?

Y aquí llegamos al contexto de la situación creada, que remite directamente a un ataque sin tapujos a la Monarquía procedente tanto desde la izquierda y el nacionalismo -ERC ha pedido a los Reyes que se marchen de Mallorca y «devuelvan» el Palacio de Marivent- como desde sectores determinados de la derecha -¿extrema?- en los que se percibe un abierto o rampante republicanismo según los casos. No he encontrado pieza periodística más clara que la que a continuación reproduzco para explicar el profundo desprecio -y el correlativo aprecio a la caricatura denigratoria- que en algunos suscita la Monarquía: «Alguien se preguntará si la viñeta del fornicio de los Príncipes es de buen gusto o no, pero ese no es el tema, del mismo modo que el debate sobre los toros no tiene que ver con la estética. En los tiempos que corren, dicha caricatura puede resultar chabacana, pero no escandalosa. Pero lo relevante no es eso, sino que es divertida, porque sitúa al Real Miembro (sic) en el epicentro de un tema de alcance ciudadano: las ayudas gubernamentales a la natalidad. Claro, salen los príncipes en pelota picada, ¡haciéndolo!... pero ¿en qué consiste, si no, la monarquía? ¿Dónde, sino en la cama, discurre su auténtico significado? La monarquía es una cadena genética de privilegios, así que es muy difícil parodiarla sin hacer referencia a la -digámoslo, pudorosamente- cuestión reproductoria. Pero hoy el tema no es el humor, sino algunos conceptos más amplios, porque el dibujo de marras ha motivado que El Jueves sea honrado con un secuestro -sí, amigos de El Jueves: lo que os ha ocurrido es un honor que os equipara a mitos como El Be Negre, La Cordoniz o Por favor. Lo cual es una cacicada que, además de inútil, encierra a la monarquía en la vitrina de las cosas intocables: como cualquier otra reliquia». Este impagable texto -que he reproducido íntegro para que no se me acuse de extraer del contexto afirmaciones aisladas- lo firmó ayer en La Vanguardia Toni Soler, y con él me releva de esfuerzos argumentales para reiterar la emergencia de un republicanismo en el que se inserta no tanto la caricatura de los Príncipes cuanto las reacciones mediáticas a la acción judicial.

Pero en el contexto de este episodio ocurren más cosas. Como quiera que la acción judicial ha sido instada por el Fiscal General del Estado, ha importado mucho más que la valoración ética y jurídica de la caricatura de los Príncipes la crítica a Conde Pumpido, confundiendo así la velocidad con el tocino. Que el Fiscal merezca no pocas recriminaciones por sus actuaciones en otros ámbitos no significa que sea adecuado dirimirlas precisamente en este asunto que afecta a la Corona, una institución en el vértice de la organización del Estado y en el punto de mira de fuerzas políticas abiertamente hostiles al sistema constitucional. Una institución, además, inerme, como ha quedado demostrado ahora y venían estándolo antes cuando desde diferentes -e insólitos en muchas ocasiones- observatorios la Monarquía y quienes la encarnan -el Rey, especialmente- han sido víctimas de descalificaciones e imprecaciones sin que entonces nadie saliera en su defensa.

La demagogia es una patología silente pero destructiva del tejido democrático. Quienes se abonan a ella -sea desde la política o desde los medios- se exponen a que terminen devorados por sus propios argumentos. Es difícil, trabajoso, quizá impopular y en todo caso incómodo preconizar la exigencia, los límites y las obligaciones, pero no hacerlo y halagar la transgresión irresponsable y la frivolidad cívica conduce directamente a la desvertebración social y a la fragilidad ética y jurídica del sistema democrático.

José Antonio Zarzalejos