Caricias y mandobles

El mes pasado nos ha traído grandes cosas: la maternidad subrogada de Ana Obregón, quien finalmente no ha sido madre sino abuela, la moción de censura Tamames/Vox y el vídeo «Ahora que ya nos veis, hablemos». Lo puso en órbita el Ministerio de Igualdad con ocasión del Día Internacional de las Mujeres. En mi opinión, roza lo asombroso, al punto de que no me gustaría dejar que pase más tiempo sin dedicarle unas cuantas palabras. La idea, imagino, era lanzar un manifiesto favorable a una sexualidad abierta, no vejada por prejuicios ni tabúes ni sesgos clasistas. Uno habría esperado, en fin, unas imágenes alegres, jocundas, optimistas, un mensaje al estilo de: fuera de las revistas de moda y de las pasarelas para los 'happy few', también hay belleza. Pues no. La estética feísta y, sobre todo, el acento adusto, autoritario, antipático, con que se conmina a las mujeres a ser ellas mismas, producen una especie de zozobra, de pavor. Hay un instante en que se atisba, fugaz, el mando de un vibrador, blandido presuntamente por una señora de sesenta años.

Caricias y mandobles
NIETO

También se nos muestra un tampón ensangrentado, que alguien ha puesto debajo de un grifo. Y así sucesivamente. Este camino de penitencia, este monte Calvario, es el que, por las trazas, deberían recorrer las mujeres liberadas y los hombres redimidos cuando hacen el amor. Ni Acción Católica, en su momento de mayor encono, habría podido perorar con tanta eficacia contra nuestros pobres cuerpos. El spot, en fin, invita a mancharse la frente de ceniza y suplicar perdón. Algo trascendente, algo abstruso, algo muy, muy importante, le bulle entre ceja y ceja a Irene Montero cuando, con expresión obstinada y como ausente, dirige los ojos hacia la nada desde su escaño en el Congreso. Ese algo… desprende incienso. Un incienso laico, aunque incienso al cabo.

El vídeo, resumiendo, es un disparate. Habría que explicar a Irene Montero, a Ángela Rodríguez, a toda la banda, que meterse a opinar sobre la sexualidad o la sensualidad de los demás traspasa flagrantemente los límites a que es preciso que se ciña un Gobierno, sobre todo si es democrático. Se comprende que se impongan reglas de obligado cumplimiento en materia de tráfico: sin ellas, resultaría enormemente peligroso ir montado en un automóvil. Pero es arbitrario, es absurdo, que se decrete qué es el gozo, o el placer, o la inhibición o la falta de inhibición. Eso no entra, no debe entrar, en el negociado del poder. Solo faltaba que, después de veinte siglos, vinieran a recitarnos de nuevo la Epístola a los corintios, solo que vuelta del revés.

Sigo indagando. En la izquierda, en particular la de signo comunista o seudocomunista, se ha verificado, tras el fiasco del experimento soviético, una mutación que me atrevería a calificar de intrigante. No se habla, o se habla menos, de la expropiación del capital, suceso venturoso que nos franquearía el paso a la sociedad sin clases. El impulso revolucionario se dirige ahora hacia un nuevo objetivo, a saber, la transformación de las costumbres. En vista de esto se estira la ley hasta los hogares, sin miramiento ni circunspección de ningún tipo: para cada pormenor de nuestra vida privada, un decreto de la Administración en que se determina qué hemos de hacer, y cuándo, y si poniéndonos de frente o de perfil. Barra libre para el político burócrata, respaldado por la mayoría parlamentaria que hayan propiciado las circunstancias. Que la mayoría parlamentaria sea provisional o se nutra de acuerdos entre facciones surgidas a partir de intereses o proyectos muy diversos, no altera mayormente a nuestros neocomunistas. La ambición milenarista les arrebata, como al místico la unión perfecta con Dios. Creen saber dónde están el Bien y la Justicia. Y ande yo caliente, y ríase la gente.

Resulta aleccionador reparar en los dos lemas que presidieron la puesta de largo de Irene Montero en la política nacional. Ambos se publicaron, simultáneamente, en la página web de Podemos, en 2016. Uno de ellos rezaba: «Defender la libertad como un derecho». Y el otro decía: «Pelear por una vida que merezca la pena de ser vivida». Con la coletilla: «Quemando el cielo si es preciso». La coletilla refleja con gran aptitud el arrebato milenarista, perfumado por la lírica, entre desafiante y sentimentalona, que gastan Joaquín Sabina o Ana Belén en sus canciones. Pero el primer lema, menos aparatoso, reviste a mi entender mayor alcance. Ya que en él se transluce inequívocamente el autoritarismo administrativo de que está imbuida la ministra. En efecto, comparen «Defender la libertad como un derecho» con la aseveración de Jefferson en La Declaración de Independencia: «Entre (los derechos inalienables) del ser humano están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». ¿Aprecian una diferencia entre las dos formulaciones? ¿Una música divergente?

Sí, hay un matiz, y detrás de este matiz se esconde un mundo. Jefferson se adhiere en esencia a la enunciación clásica de Locke, para quien los derechos son barreras que protegen al ciudadano contra las acometidas de un Soberano potencialmente intruso. Es importante darse cuenta de que el virginiano representa el derecho a la libertad o a la búsqueda de la felicidad, no como una atribución que nos viene dada desde fuera, sino como algo que el hombre tiene por el solo hecho de ser hombre. «Defender la libertad como un derecho», en cambio, suena parecido a «defender el salario mínimo interprofesional como un derecho».

Se presupone que existe una prerrogativa, la libertad, a la que uno tiene acceso en tanto que avecindado en una comunidad política cuya cúspide distribuye bienes: salarios interprofesionales mínimos, pensiones, viviendas adecuadas y dignas, género optativo, sexo a tutiplén (dentro de los modelos contemplados por el organigrama ministerial), franquías para esto o lo de más allá. Hemos transitado, desde una libertad natural cuyo centro es el individuo, a una libertad concedida, prorrateada. O, si prefieren, desde los lemas emancipatorios clásicos, a las subastas de corte bolivariano. Y no se engañen, el Gran Subastador no se detiene frente a los umbrales de nuestras casas. Quiere entrar hasta la cocina, repartiendo caricias y mandobles.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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