Carlos Mendo y el nacimiento de «El País»

Carlos Mendo, muerto el 23 de agosto, fue uno de los grandes periodistas de los años 1960-2010. Conviví con él en ABC en los años 1970. Los dos queríamos a este periódico carnalmente. Mendo fue repescado por Guillermo Luca de Tena tras ser destituido como director de Efe, la agencia estatal de noticias. Salió literalmente por las orejas del caballo. Manuel Fraga había sido cesado como ministro de Información por una especie de carga de profundidad. Nadie explicó aquella extraña crisis de 1969: lo único evidente es que el Opus Dei ocupó 11 ministerios. Franco estaba ya en la cuesta abajo, camino de la senilidad. Alfredo Sánchez Bella, duro oportunista, sustituyó a Fraga.

Mendo aceptó sin dudar la oferta de Luca de Tena. Mendo y yo comenzamos a hablar casi todas las tardes, de ocho a diez, y muchas noches, hasta la madrugada. No sabría decir cuál de los dos imaginó primero un nuevo periódico. Franco moriría pronto, el momentumestaba ahí.

Yo era amigo de Miguel Ortega, gran médico, hijo mayor de don José Ortega. Miguel nos reunió un día con su hermano José, editor de Revista de Occidente. A José le rondaba desde hacía años la idea de un diario liberal, pero no acertaba a avanzar. Sus amigos profesores no conocían los mecanismos para sacar adelante un proyecto así. Cuando al cabo de unos meses empezamos a trazar el diseño de El País, yo fui a hablar de inmediato con Guillermo Luca de Tena. Ya entonces, a pesar de la jerarquía, habíamos fijado las bases de una amistad. Expliqué el proyecto: Luca de Tena lo entendió —era un hombre silencioso pero muy inteligente— y lo aprobó. Si consigue salir, dijo, mejorará la calidad de la prensa en España. Así fue.

Antonio Fontán escribiría más adelante: en el largo plazo, sobre todo pesarán en España ABC, El País y La Vanguardia. Mendo y yo pasamos un año discutiendo cada día la calidad de la prensa anglosajona, con el New York Timesde dos días atrás en la mano. Cuando José Ortega Spottorno empezó a hablar con nosotros, encontró a dos profesionales que sabían lo que querían. Ortega tenía un discreto apoyo de Alfonso Escámez, presidente del Banco Central. Pocos meses después, los tres habíamos diseñado y constituido una sociedad. Nos acompañaron dos socios más, un abogado de Ortega, Juan José de Carlos, y un gran amigo, Ramón Jordán de Urríes, culto, rico e interesado en el mundo de los periódicos. A partir de entonces, avanzamos, Mendo y yo, en una doble lista de accionistas.

Con ella, 118 socios procedentes de mí y medio centenar de Mendo, volvimos a hablar con Ortega. Los accionistas buscados por mí representaban en torno a un tercio del capital. El editor de la Revista de Occidenteañadió una lista de 20 editores y 110 profesores, escritores, intelectuales, próximos a la revista fundada por Ortega y Gasset. Entre los editores, dos destacaban por su empuje, Pablo García Arenal y Jesús Polanco. García Arenal era un extraordinario tipo, culto, medidor de sus palabras. Polanco era perspicaz y frío, salvo cuando se calentaba. A lo largo de diez años le vi al rojo vivo en tres ocasiones.

En la etapa previa y en la inicial —las únicas de las que puedo hablar, luego fui expulsado— quizá Jesús Polanco sospechara que él era el llamado a prevalecer sobre Ortega y, desde luego, sobre Mendo y sobre mí. Ahora que ninguno de los tres vive, debo decir que Polanco se comportó siempre conmigo sin sombra de deslealtad. Mendo fue verdadero amigo mío hasta el final. Cuando Ortega comprendió que Mendo no dirigiría El País, quiso nombrar a Miguel Delibes. Se lo quitamos de la cabeza. Me autorizó entonces a hacer una gestión con Juan Luis Cebrián. Se constituyó el Consejo de Administración. Desde entonces yo me sentí respaldado por dos consejeros, Joaquín Muñoz, y un catedrático de Derecho Civil entonces venerable para mí, don Alfonso Cossío.

Los accionistas de peso aportados por Ortega Spottorno eran, lo hemos dicho, editores. La lista que yo propuse estaba compuesta por empresarios, profesores de universidad y miembros del recién disuelto Consejo Privado de Don Juan de Borbón. Busqué a otros representantes del socialismo, la socialdemocracia y del partido comunista. Hablé con un abogado sevillano, Isidoro, en el parque de María Luisa. La capilaridad empezó a funcionar. Antonio Menchaca me ayudó a conectar con el nacionalismo vasco. Vi en el País Vasco francés y español a Manuel de Irujo y a Juan Ajuriaguerra. Joaquín Muñoz me puso en contacto con políticos catalanes: Jordi Pujol, ya libre de la cárcel, dirigía la clandestina Convergència Democràtica de Catalunya. También enlazamos con un grupo de empresarios gallegos, que encabezaría Valentín Paz Andrade, y valencianos, presidido por Joaquín Maldonado, democristiano antifranquista. Muñoz Peirats estableció un centro geográfico que mantenía unidos a nuestros accionistas: no a Ortega sino a nosotros. Algunos destacaron por su generosidad: Ramón Areces y José María Areilza se jugaron cada uno seis millones de pesetas, cifra no menor en 1973, que habrían de duplicar en nuevas ampliaciones. Arturo Fierro hizo lo necesario para que los fundadores aportáramos cantidades parecidas: Fierro, al que movilizó el Conde de Barcelona, se comportó con desinterés y generosidad. Mendo acudió a amigos de Fraga, desde Fernando Castiella a Robles Piquer. Aquellos 300 millones iniciales fueron los mejor empleados por un accionariado heteróclito, unido en un gran proyecto.

El grupo encargado de decidir —redacción, contenidos del periódico, edificio, maquinaria, distribución— estaba presidido por José Ortega y formado por Polanco, por Mendo y por mí. Más adelante se incorporaría Cebrián. Un día pedimos hora a Carlos Arias Navarro, teórico presidente del Gobierno. ¿Pero qué utilidad veis a esto?, preguntaba Ortega. No entiendes, José, replicaba Mendo: se trata de poner a Arias en un aprieto. Nos recibió un mes después. Dio buenas y venenosas palabras. La tarde siguiente recapitulamos en la diaria reunión. Ortega se sentía desmoralizado. Habló de devolver el dinero a los accionistas. Uno de nosotros le amenazó de inmediato: este es un viaje sin billete de vuelta; si alguien quisiera tirar la toalla habría que llamar a los sicarios de Valencia. Mendo terció: no, yo conozco a unos chilenos que manejan de maravilla sus bates de béisbol, rompen las rodillas, te quedas para siempre en una silla de ruedas. Ortega empalidecía: nos creía capaces. Una creciente vibración indicaba cómo Polanco reía para sus adentros. No se volvió a hablar de devolución alguna. Para Polanco, aquella tarde volvió a nacer el periódico.

Carlos Mendo era uno de los hombres más generosos, extrovertidos y aficionados a saber, que conocí. Conocía a fondo una de las culturas del mundo, la que hicieron Shakespeare y Poe, Churchill y Roosevelt. Desde sus primeros años de reportero estudió sin cesar las instituciones: británicas en primer lugar; luego, el largo proceso comenzado en Filadelfia y en el Tea Party de 1773. Contaba la jornada del 6 de junio de 1944 como si él hubiera desembarcado en las playas de Normandía. Inolvidables noches, tras el cierre, oyéndole explicar el emplazamiento de cada búnker y cada nido de ametralladoras en la Pointe du Hoc. Los Rangers de Tejas disparando aquellos extraños trabucos con anclas y cuerdas, escalando la roca vertical, de 40 metros, bajo fuego alemán.

«Aquello ocurrió gracias a las instituciones», insistía en la madrugada, machaconamente, lúcido y dispuesto al desembarco…. Su contagioso entusiasmo era emocionante. Fue una suerte trabajar con él.

Darío Valcárcel