Si se estudia con detenimiento la actitud de no pocos teólogos y humanistas del siglo XVI, y sobre todo la del propio Carlos V, ante la conquista de América y el trato a los indios, lo que llama más la atención es la preocupación moral, una sensibilidad que hoy nos resulta casi extraña por su hondura.
Ya en 1516 el cardenal Cisneros había nombrado el primer procurador o protector universal de todos los Indios, nada menos que a fray Bartolomé de las Casas, quien a lo largo de su vida pasó, tras su conversión interior, de encomendero y rico terrateniente a obispo de Chiapas. Y en cuanto a los escrúpulos de conciencia del emperador, sus ministros y súbditos eran bien conscientes de ellos, y sabían utilizar convenientemente este temor de Carlos a las llamas del infierno. Todavía en 1549 el todopoderoso virrey del Perú Pedro de La Gasca se refería a los escrúpulos imperiales en una carta a los magistrados de Arica, para impedir que se mandara a los indios a trabajar en las profundidades de las minas en esa ciudad peruana, a pesar de las explícitas prohibiciones de las Leyes Nuevas. Era «cosa que no se puede disimular sin grandísima ofensa de Dios y gran cargo de consciencia y peligro de incurrir en ira de su Majestad».
El otro hecho extraordinario es la preocupación por las cuestiones legales. Sin duda resulta bastante más interesante que todo un imperio necesitase justificar legalmente su expansión que el que buscara expandirse. En este terreno la figura hercúlea es Francisco de Vitoria, que se saca del fajín una fabulosa idea, la de que existe un derecho de las naciones, un ius gentium aplicable a todos los seres humanos, y lo hace para defender los derechos de los indios en el Nuevo Mundo. Ese escrúpulo legal se compagina bastante bien con los escrúpulos morales del emperador (compartidos por otra parte con la gran mayoría de sus consejeros y de sus súbditos). Aunque nos resulte difícil entenderlo hoy, nuestros antepasados pasaban mucho tiempo intentando discernir sobre cuestiones teológicas, morales y legales, sinceramente preocupados por su conducta y el bien de sus almas.
Todo ello resulta de actualidad después de que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, haya exigido una declaración de perdón por la conquista del Nuevo Mundo al Rey Felipe VI. Y una de las claves más fascinantes en toda esta cuestión es la de la relación entre el profesor de la universitas studiorum de Salamanca y fraile del convento de San Esteban, y el emperador cuyo poder no había sido hasta entonces conocido en Europa, el príncipe que Erasmo había deseado que fuera universal, cristiano y pacifista; entre Vitoria y Carlos.
Estos problemas legales y de conciencia son los que explican en gran medida los cambios continuos de política y el peso que tuvo en la vida del emperador la cuestión americana. A pesar de que algunos altos funcionarios se quejaban de que Carlos intervenía con demasiada frecuencia en los asuntos de Indias, gastando mucho tiempo y tinta y papel en consejos y escuchando a los frailes, haciendo y deshaciendo, y cambiando las órdenes de gobierno. Es lo que ocurrió con las Leyes Nuevas, promulgadas en 1542 y parcialmente revocadas en 1546 ante la rebelión que suscitaron entre los colonos por su prohibición de las encomiendas, el reparto a perpetuidad de indios y tierras en favor de los conquistadores. Sin embargo, el emperador jamás prescindiría de esta honda preocupación por el bienestar de sus súbditos americanos, que le llevaría una y otra vez a obligar a cumplir las ordenanzas prohibiendo los excesos que se producían.
No siempre había sido esta la actitud de Carlos, a pesar de los toques de atención que le dirigía desde Salamanca el catedrático de Prima de Teología. Inicialmente había cohonestado la apropiación de los indios como botín de una guerra justa. Poco a poco fue conociéndose lo que esto significaba en la práctica y las brutalidades de algunos colonos, como las ejecuciones caprichosas o la esclavitud.
Las dudas de Carlos ya le habían llevado a escuchar en alguna ocasión a Vitoria en Salamanca, sentándose como un estudiante más en el aula. Cuando Vitoria pronuncia su Relectio de Indis en 1538, considerada casi unánimemente como la auténtica carta de fundación de los derechos humanos, todavía Carlos reacciona con las maneras de un autócrata. Ante la muy explícita acusación del dominico salmantino de que los conquistadores transgredían tanto la ley natural como la divina, aunque actuaran siguiendo las órdenes de la Corona y del Consejo, el emperador había ordenado taxativamente al prior del convento de San Esteban que impidiera a sus monjes pronunciarse o escribir sobre aquellas cuestiones.
Pero en 1542 el clamor en la conciencia del emperador y las peticiones de las Cortes de Castilla para que se remediaran las crueldades que se hacían en las Indias le llevan a convocar una Junta de Indias especial en Valladolid, en la que se escucharon también los testimonios de Vitoria y de misioneros recién regresados de América. El emperador sintió tal dolor por los detalles que se le refirieron, que apenas tardó unos meses en promulgar las Leyes Nuevas, cuyo proemio no era sino una contrita solicitud de perdón por no haberse ocupado hasta entonces como correspondía del «buen gobierno y conservación de los naturales de aquellas partes y buen gobierno y conservación de sus personas».
Paradójicamente, fueron -según el historiador británico Geoffrey Parker- las buenas intenciones de Carlos, de sus consejeros y los dominicos las que estuvieron a punto de poner seriamente en peligro el dominio español en América. Las nuevas ordenanzas les sonaron a no pocos de los colonos como una declaración de guerra, y eso es lo que estalló en Perú.
No parece que las interpretaciones anti-imperialistas o neo-colonialistas de la conquista de América y del dominio español en el Nuevo Mundo hagan justicia a la realidad histórica y a la conciencia de la época, mucho más diferenciada de lo que a veces se argumenta con una clara intencionalidad ideológica. En realidad, es el respeto al sentido de la ley (natural y humana) lo que hizo posible que individuos como Vitoria se enfrentaran directamente al poder del emperador, y el sentido moral y humano de una sociedad profundamente imbuida en la religión lo que impidió que la evangelización se utilizara con el fin de justificar el Imperio.
José María Beneyto, catedrático de Derecho y abogado.