Carmen Iglesias y nuestra 'imaginación con disciplina'

El día que conocí a Carmen Iglesias entendí, en el sentido más gratificante del término, lo que es recibir una lección. Cenando en casa de unos amigos comunes la proximidad del bicentenario de Carlos III -yo era aún aquel bisoño director de Diario 16 de hace veintitantos años- estimuló mi radicalismo retrospectivo y un cierto afán por hilvanar mis pinitos como aficionado a la Historia con la línea editorial de un periódico que ejercía todas las mañanas de indesmayable vigilante de la playa.

Menuda birria de Ilustración, vine a decir, y menuda birria de monarca. Un tipo cobardón y meapilas que deja tirado a Esquilache cuando la chusma se amotina contra sus medidas modernizadoras y sale huyendo de Madrid, haciéndose el ofendido. Un pusilánime que entrega a sus mejores servidores -empezando por Olavide- a las fauces de la Inquisición. Un mediocre incapaz de aprovechar adecuadamente el talento de los Jovellanos, Campomanes y Cabarrús.

En Francia se gestaban ya los clubes revolucionarios y aquí teníamos que conformarnos con las Sociedades de Amigos del País. La buena imagen de Carlos III sólo se entiende por contraste con el maníaco-depresivo de su padre, con el obseso sexual de su hermano, con el inútil de su hijo y con el felón de su nieto. A España le faltó el siglo modernizador. De la mortecina intensidad de aquellas Luces brotaron nuestras tremendas oscuridades posteriores.

Sin perder ni por un instante la más amable de las sonrisas, sin el menor atisbo de prepotencia o falsa erudición, sin tan siquiera enfatizar su ejercicio de paciencia, Carmen salió al paso de aquel esbozo de autoflagelación colectiva con argumentos bien trabados, mucho menos vertiginosos, pero a la postre más ecuánimes, que los míos. Fue la primera vez que la escuché explicar el concepto de «conglomerado heredado» como sustrato de continuidad que enlaza la acción política en los distintos periodos históricos, la primera vez que la oí alegar contra la injusticia de juzgar el pasado de acuerdo con las reglas del presente -más tarde encontraría en Isaiah Berlin esa misma advertencia- y sobre todo la primera vez que la vi revolverse, siguiendo la pauta de su maestro Maravall, contra el fatalismo del mito de los «caracteres nacionales» que tanto juego había dado en la polémica entre Américo Castro y Sánchez Albornoz a costa del «problema de España».

Carlos III fue un buen rey porque proporcionó estabilidad a la sociedad española -concluyó Carmen-, fomentó la cultura, las artes, la industria y el comercio, impulsó las ideas nuevas y fortaleció el Estado, sin romper con sus formas e instituciones tradicionales. Tuvo sus defectos y cometió equivocaciones como todo el mundo, pero hizo lo que pudo y pudo mucho. En cuanto a la imagen de la España atrasada y tenebrosa, eso es en gran parte una leyenda más, inventada por los viajeros franceses de aquel siglo. En el XVIII, como en muchos otros periodos de nuestra Historia, podemos encontrar más motivos de orgullo que de bochorno.

Colón y la «conquista» de América, el «desastre» del 98, Felipe II o Cervantes y su mundo han sucedido desde entonces al desfile de Carlos III sobre la pasarela Cibeles de las conmemoraciones históricas y, en todos los debates suscitados al respecto, Carmen Iglesias ha desplegado la misma mirada indagadora y comprensiva, sin doblegarse nunca ni a los excesos de una depredadora exigencia ni al conformismo de una abotargada indulgencia. Reconociendo que «la Historia es algo casi siempre doloroso», pero insistiendo -de nuevo de la mano de Maravall- en que «los historiadores no somos aspirantes a jueces suplentes del valle de Josaphat».

Ambas citas proceden de un artículo publicado al comienzo de la segunda legislatura de Aznar que me causó un enorme impacto.

Bajo el título de Hasta cuándo, Catilina ponía en solfa a los cultivadores del «prestigio del pesimismo» para quienes «toda conmemoración histórica es sospechosa; toda la Historia de España ha sido tal desastre, según su perspectiva que, en una sarta de disparatado presentismo, no hay nada que merezca la pena hasta nuestra propia actualidad que tampoco sale muy bien parada».

Después de aquel primer encuentro de hace veinte años volví a reunirme varias veces con Carmen para hablar del XVIII. Cuando pronuncié mi siguiente conferencia en el Club Siglo XXI le pedí que hiciera la presentación y sus solventes, afectuosas palabras aún me suenan a música celestial. Luego dejamos de vernos pero yo seguí con fascinación su trayectoria intelectual en las academias, en el Centro de Estudios Constitucionales y a través de libros tan importantes como Razón, sentimiento y utopía.

La propia Carmen tal vez no sea consciente, por cierto, de que en el índice temático de esta atractiva recopilación de sus ensayos sobre Montesquieu, Voltaire, Diderot, Rousseau y demás pensadores que sentaron las bases de todos los avances y desbordamientos del mundo contemporáneo no aparece ninguna entrada dedicada a la «revolución». Nadie que la haya leído con continuidad podrá acusarla nunca de mirar para otro lado, pero es un hecho que, puestos a elegir, siempre ha preferido ocuparse de los sueños de la razón que de sus monstruos.

Lo más magnético de la actitud y la mirada de Carmen es su ansia permanente por elevar el rango del debate y buscar lo mejor del ser humano en su contexto adecuado. Es generosa al valorar los hechos -en el sentido griego de la piedad ante la condición humana-, pero sin caer nunca en el aturdimiento de la benevolencia crónica.

En pocas ocasiones he entendido mejor el mérito individual de un genio como cuando ella, como comisaria de la exposición, y Gonzalo Anes, como presidente de la Academia de la Historia, nos mostraron y explicaron hace unos meses a un grupo de miembros del equipo directivo de EL MUNDO el entorno, nada propicio a la creación literaria, en el que vivió y escribió Cervantes.

Nuevos amigos comunes habían servido ya de puente para un muy grato reencuentro en estos años de preocupación compartida por la erosión de los valores de la España constitucional, en los que Carmen viene alzando con serena firmeza su voz contra una memoria histórica selectiva que, como premonitoriamente advirtió en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, puede quedar reducida a la condición de «recuerdo amañado» por los «guardianes del resentimiento».

Una feliz conjunción astral contribuyó después a este nombramiento de Carmen Iglesias como presidenta de Unidad Editorial que, con tanta satisfacción y orgullo, acaban de anunciar nuestros accionistas del grupo RCS. Muy pocos días después de que nos transmitieran la conveniencia de que la creación de este nuevo gran conglomerado editorial que ya ostenta el liderazgo mundial de la prensa escrita y electrónica en lengua castellana quedara subrayada con el nombramiento para esa función representativa e institucional de alguna gran personalidad distinta a quienes ocupaban las presidencias tanto de nuestra Unedisa como del antiguo grupo Recoletos y nos pidieran sugerencias para cotejar otros puntos de vista con los nuestros y terminar de formar su propio criterio, el consejero delegado, Antonio Fernández-Galiano, y yo mismo coincidimos con Carmen -muy implicada en las actividades de promoción del español alumbradas entorno al monasterio de San Millán- en la cena de entrega de los premios a los Riojanos de EL MUNDO.Antonio y yo intercambiamos una mirada que ahorró toda palabra.

No podía haber mejor candidata que ella. Habríamos llegado probablemente a la misma conclusión analizando fríamente las diversas opciones, pero fue uno más de los buenos augurios que jalonan la historia de nuestro proyecto periodístico el que la conclusión saliera al encuentro. Sólo quedaba esperar la decisión soberana de RCS y el jueves, por fin, hubo fumata bianca.

No fue, claro, un coup de foudre, sino la más racional y fundamentada de las propuestas. El último peldaño que Carmen había ascendido para que mi admiración por su talento se convirtiera en entusiasmo y empatía lo constituyó precisamente ese discurso de ingreso en la Academia titulado De Historia y de Literatura como elementos de ficción. Así como su segunda parte (La novela en la Historia, la Historia en la novela) debería ir destinada a los mejores cursos de filología, la primera, dedicada a la interrelación entre la búsqueda de la verdad histórica y el soporte literario que le sirve de plataforma, debería difundirse en todas las Facultades de Ciencias de la Información, pues constituye, mutatis mutandis, la mejor hoja de ruta para el buen ejercicio del periodismo con que me he topado en mucho tiempo. ¿O acaso cuando Carmen cita a John Elliott para definir la tarea del historiador como «la reconstrucción en la medida de lo humanamente posible, de un pasado infinitamente rico y variado, bajo formas que lo hagan comprensible sin sacrificar su complejidad intrínseca», no bastaría sustituir una palabra -«pasado» por «presente»- para aplicar tal patrón al periodismo de calidad?Lo mismo podríamos decir de sus siguientes reflexiones sobre esa carretera de doble sentido por la que circulan la Historia y la realidad, la narración y lo narrado. Carmen se apoya ahora en Steiner para subrayar que «los espejos no sólo reflejan, sino también generan luz». Si entendemos el periodismo como género literario, le inyectamos la filosofía barojiana del vivir para vivir y amanecemos en esa sociedad de la información en la que, como predijo Mac Luhan, el medio es el mensaje, caeremos en la cuenta de que la trascendencia del lenguaje va mucho más allá de lo meramente instrumental.«Ya ha aparecido el elemento que más importa destacar ahora: el de la narración», subraya Carmen. Y yo recuerdo ipso facto que nunca me he sentido tan identificado con la autodefinición de un periodista como cuando Theodore White -al que traté de emular con mis libros sobre las primeras y segundas elecciones democráticas- decía que él era un «story teller».

La relectura de aquel discurso que Carmen pronunció hace cinco años me ha hecho paladear aún más el disfrute de Isaiah Berlin a cuenta de mi reciente premio italiano y me ha abierto un súbito apetito por George Steiner de quien ella cosecha, bruñe y engarza la deslumbrante proposición de que «la esperanza es gramática».

Carmen incluye a continuación reflexiones sencillamente emocionantes sobre el lenguaje como fuente de libertad a través de un movimiento interminable en el que el texto escrito «continuamente arroja hacia delante el imán que lo mueve». Eso es lo que supone todas las mañanas cada efímera edición de nuestro diario. «Seleccionamos y omitimos», dice ella de la labor de los historiadores, advirtiendo que «toda descripción es forzosamente parcial». Seleccionamos y omitimos, debemos de reconocer los periodistas, aferrándonos a la defensa del pluralismo como única garantía de que nuestras aportaciones podrán ser complementadas -e incluso tal vez completadas- por las de nuestros colegas, competidores o adversarios. Todos sabemos que la materialización del derecho a la información de los ciudadanos también se compone, como Carmen recuerda una y otra vez que ocurre con el conocimiento histórico, de un laberinto de «huecos y fragmentos».

Puesto que «la realidad no es para los hombres algo dado, que está ahí al modo de una piedra» y puesto que «las palabras no se las lleva el viento, sino que crean realidad», Carmen sugiere en lo suyo, lo que cualquier periodista honesto ha de admitir sin ponerse colorado: que la objetividad es un concepto francamente subjetivo. Porque como ella dice «la Historia es una escritura y como tal una configuración narrativa en la que interviene la imaginación».¿Significa eso que tenemos barra libre para inventar lo que queramos? De ninguna manera, compañeros, porque para Carmen no hay libertad sin bridas y de lo que nos está hablando esta vez es de la «imaginación con disciplina». Podemos analizar, podemos deducir, podemos intuir, podemos imaginar lo que llena un determinado hueco o lo que se desprende de un elocuente fragmento, pero no podemos inventarlo.

La «disciplina» que se nos propone implica una actitud vital, pero sobre todo un método de comprobación empírica en el que el trabajo callado y a menudo frustrante del historiador se parece muchísimo al trabajo callado y a menudo frustrante del periodista de investigación. «Algunos historiadores italianos -nos dice ella- han hablado del 'paradigma del indicio' para referirse a esa labor paciente investigadora que va detrás de rastros, textos o huellas y todo investigador sabe lo mucho de detectivesco que tiene su labor». Estoy seguro de que Casimiro García Abadillo, Antonio Rubio o Fernando Múgica suscribirían esto.

Dice Carmen que «los humanos pueden resistir cualquier cómo si se tiene un por qué». Es la última pero la más importante de las famosas cinco uves dobles -who, what, where, when and why- que debe intentar contestar el buen periodista. Y subrayo lo de «intentar» porque, partiendo de la base de que hasta el resultado de un partido de fútbol se puede contar de varias maneras y de que la propia polisemia de las palabras induce al relativismo, estoy completamente de acuerdo en que «no podemos permitirnos el lujo de renunciar completamente a la categoría de verdad».

Y comparto el escándalo hacia ese «nihilismo moral desinhibido» que a menudo esconde la «pereza» -cómo me alegra haber encontrado una y otra vez esa descripción en el texto del discurso- de quien nunca permite que la realidad enmiende sus prejuicios.

Para no «plegarnos» a la «violencia de la unidad» de quien ejerce expansivamente el poder, y a veces pretende incluso tener la potestad de renombrar los valores, las vivencias y las cosas, es imprescindible «no renunciar a la verdad, quizás modesta y con minúsculas, pero verdad necesaria». Ella habla de «subjetividad implicada», yo siempre propongo una subjetividad honesta, partiendo de la premisa -aquí es cuando parte de la audiencia carraspea- de que para ser un buen periodista es imprescindible ser antes una buena persona. Dirigir un medio de comunicación no se circunscribe a levantar acta de lo que fatalmente ha quedado determinado por fuerzas superiores, pero tampoco debe transformarse en alimentar la maquinaria de las profecías autocumplidas al modo de una deliciosa anécdota que le leí a Carmen no se dónde sobre la tribu india que empezó talando árboles por si acaso hacía frío y terminó dando pie a que el Servicio Metereológico predijera un invierno tremendo.

Frente a quienes parafrasean burlonamente a Macbeth para decirnos que «la Historia -o el periodismo- sigue siendo algo que nunca ocurrió, contado por alguien que no estaba allí», nosotros, historiadores y periodistas, debemos empeñarnos en la búsqueda de esa «verdad con minúscula» que contribuye a una «libertad relativa», de acuerdo con la receta que se atribuye a Julio Caro Baroja: como si nuestras plegarias fueran a ser escuchadas, como si nuestros esfuerzos fueran a tener siempre su recompensa. Entre otras razones porque, en medio de todos los derrapes de la condición humana, nunca dejará de existir esa «remota posibilidad de bien» a la que se refería Agnes Heller, en la medida en que -de nuevo Steiner- «los hombres no tienen raíces, sino piernas». Como siempre: publicar o perecer. Es cierto, Carmen, «nos va la vida en ello».

Insistir en la generosidad intelectual, ponderación y sentido de la mesura de esta gran personalidad contemporánea que desde ahora será la figura emblemática de nuestro grupo editorial supondría terminar convirtiendo este artículo en un largo pleonasmo. Baste añadir que cuando en ese discurso de entrada en la Academia analiza las distintas acepciones de la verdad, de acuerdo con la clasificación de Castilla del Pino a la que ya me referí en esta misma sección hace unos meses, Carmen empieza diciendo que alegar que «dos más dos es igual a cinco es una falsedad» y enseguida se corrige para matizar que se trata tan sólo de «un error», lo cual -como añade entre paréntesis- «tiene menos connotaciones éticas». ¿Conseguiremos con su ayuda que la parte más radicalizada de nuestra sociedad entienda que un mal gobernante no tiene que ser necesariamente un villano?Pero que nadie se confunda. Como se decía de Mrs. Thatcher, «the lady is not for turning». Ella no es de las que se echan atrás porque la educación y la elegancia no están reñidas con la firmeza en la defensa de unos principios. Si alguien no va a permanecer impasible ante la erosión de las más valiosas capas freáticas de nuestro «conglomerado heredado», esa va a ser Carmen Iglesias.

Ya nos ha advertido, incluso, con palabras de su bien explorado Voltaire, que «entre lobos conviene aullar de vez en cuando».

No creo que llegue jamás el día en el que veamos «aullar» a Carmen, pero estén ustedes bien atentos siempre que, simplemente, la escuchen levantar la voz.

Pedro J. Ramírez, director de EL MUNDO.