Carmen y la «spanish revolution»

Uno de los efectos del llamado Movimiento del 15–M ha sido la resurrección en el exterior de nuestra inencontrable pariente Carmen la Cigarrera. Las chabolas y fauna de la Puerta del Sol (toleradas cuando no auspiciadas por el ministro del Interior y por el alcalde de Madrid), unidas a la inercia de la supuesta Primavera Árabe —que, dicho sea de paso, no veo y no vi por ninguna parte— y a la tendencia a simplificar y reducir a un mismo denominador común la información en los países centrales sobre cuanto atañe a los periféricos, permitió que durante unos días la prensa internacional —cuyos corresponsales parecen no enterarse de nada, obstinados en encontrar la verdadera Españacomo los viajeros del XIX— confundiera al don José de Carmen con la sombra del Cojo Manteca y los chamizos plantados contra Esperanza Aguirre (la única a la que han distinguido con insultos personales) con la maravilla neoclásica de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. La Spanish Revolution dio la vuelta al mundo: de nuevo emergía la chusma apasionada y anárquica que tanto gustaba ensalzar (en España) a Mérimée (vean sus Cartas); al rebufo de Túnez y Egipto, periodistas anglosajones se creían los cartelitos con las dos palabras y media de inglés que conocían los acampados, tan alienados y rendidos ante el idioma imperial —¡qué originalidad!— como vulgares ejecutivos de AZCA, a quienes dicen detestar.

«Tahrir Square», rebautizaron el lugar, como símbolo de lucha y resistencia porque, al parecer, a la plaza para tal cometido no le bastaba con haber vivido la Carga de los Mamelucos el 2 de mayo de 1808: ¿sabrán los campistas de tal episodio de nuestra historia? ¿No lo considerarán otra exaltación del franquismo? ¿No será mejor procurarse un pedigree exótico que aferrarse a escaramuzas antiguas reñidas con el Twitter, el Facebook y el último grito tecnológico que, humildemente, reconozco ya no sé por dónde va? Y, sin embargo, no me imagino a los tiernos okupas de Sol —sólo valientes por la sobreprotección y mimos de la policía de Pérez—, a ninguno, resistiendo de veras media hora en la auténtica Midán et-Tahrir (la de El Cairo), con sus cientos de muertos (en todo el país fueron ochocientos), las cargas de los camelleros y los disparos de los contramanifestantes. Porque los hubo, al contrario que aquí, donde nadie ha rechistado en serio contra la ocupación salvaje de las calles. Buscar comparaciones o continuidad entre unos y otros acontecimientos carece de sentido. Y sin entrar en el fondo de motivos o reivindicaciones, total o parcialmente justificadas. No glosaré o repetiré los excelentes análisis publicados en estas mismas páginas sobre el fenómeno global de los obsequiados —por la prensa— con la denominación «indignados», por ejemplo el de José María Carrascal, tan sólo recordaremos que la Spanish Revolution se fue desinflando en los medios extranjeros al desgastarse como titular de actualidad y empezar a saberse las incongruencias y disparates de los campistas, en el mejor de los casos aquejados de «izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo», como bien explicó Lenin; prodigiosos descubridores de objetivos sociales de hace siglo y medio y conseguidos en Europa desde antes de que nacieran sus abuelos. Toreros.

Pero ¿de dónde sale Carmen, nuestra representante nunca elegida? La imagen exterior de España cristalizó hace tiempo, conformando un conjunto de rasgos que, en puridad, se reducen a unos pocos estereotipos en los cuales la mayor parte de los españoles no nos reconocemos, aunque, paradójicamente, hayamos terminado por aceptarlos dando por descontado que eso es lo que un extranjero puede y hasta debe pensar sobre nuestro país. Se diría que la «España de charanga y pandereta», que tanto denostamos y con tanta razón, hubiera sido admitida no sólo como miembro de la familia, sino como bandera legítima y única de la misma. Una imagen que cambió y que conocemos a través de los escritos de los viajeros foráneos: desde la primitiva idea de tierra y gentes serias, graves, trabajadoras y temibles a otra en que la jarana, la liviandad, la haraganería y el desorden ocupan todo el escenario. El cambio de una a otra percepción comienza a operarse en la segunda mitad del siglo XVIII y puede afirmarse que una centuria más tarde (hacia 1850) ya está consumado en su totalidad. Desde entonces no ha hecho sino reforzarse por la simple adición de más pruebas. El desmadre de Sol y la indiferencia —por lo menos— de las autoridades corroboran las páginas de Borrow, Ford o Poitou: merecemos figurar entre los PIGS, cariñosa broma de los ingleses. Pueden respirar tranquilos, en lo que respecta a España no hay que modificar idea ninguna.

También es cierto que no todos los viajeros coincidieron en sus observaciones, según procedencia, momento histórico o las circunstancias concretas o personales que les rodeaban. Tal vez franceses e ingleses fueran quienes más contribuyeron a forjar la idea de la España pasional, fiestera y, en definitiva, poco consistente y acreedora de sus miradas de superioridad condescendiente o despectiva, por primar en sus escritos la búsqueda de lo típico, del color localy de cuantos elementos pudieran mostrar ante su público como diferenciales y sorprendentes, acudiendo a la exaltación de rarezas o excepciones —que, en muchos casos, sencillamente, no comprendían— y que ni siquiera en su tiempo eran representativas. Pero lo más grave no es que ofrecieran visiones distorsionadas sino que ésas fueron las ideas universalmente aceptadas, incluso de rebote en la misma España.

Son más de ochocientos los viajeros escritores que, por diversas causas, escribieron sobre España sólo en el siglo XIX, lo cual da una idea de la importancia del fenómeno. Las misiones diplomáticas, la Guerra de la Independencia, las contiendas carlistas, el propagandismo protestante asociado a los comerciantes ingleses, o el simple gusto de viajar, animan a toda esta pléyade de escritores, sobrevenidos o de profesión, que aman u odian a España, a veces con motivos fundados y en otras por mera arbitrariedad o intuición. Una España quizás más viva de cuanto habitualmente creemos, pues tampoco los viajeros inventaban ex nihilo, hoy como ayer a merced de los espectadores de fuera y sus estereotipos, sin tregua prestos a encontrar peinetas, partidas en Sierra Morena y pavesas de la Inquisición por doquier, aunque los de Sol se peinen poco, las partidas ya sólo sean de mus y las hogueras las de San Juan, que estamos hartos de ver en otros países europeos.

Serafín Fanjul, catedrático de Estudios Árabes y miembro electo de la Real Academia de la Historia.

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