Carnet con palos

Por Ian Gibson, historiador (EL PERIÓDICO, 20/07/06):

Desde que puse por primera vez los pies en estos dichosos territorios subpirenaicos, hace ya casi cinco décadas, el personal me ha venido contando siempre lo mismo, y en los mismos términos: "Aquí no cambia nada si no es a base de palos", "aquí, si no te pegan una hostia, nada". Parece claro que, en el concepto del español "medio" (no sé si tanto en el del catalán "medio", sospecho que no), sólo se obedece la ley cuando su infracción conlleva un castigo doloroso e ineludible, un castigo que de alguna manera cueste. ¿Respetar la ley por civismo, porque le conviene al bienestar de la colectividad a la que uno pertenece? No es, creo, una actitud o disposición profundamente enraizada en la psique nacional. Lo que sí tiene allí hondo arraigo es el abigarrado rosario de expresiones de autoafirmación masculina protagonizadas por la palabra "gana" (real o no) y, a veces con eufemismo, los testículos.

ÁNGEL GANIVET elaboró en Idearium español una teoría peregrina para explicar el carácter, a su juicio anárquico, de sus compatriotas. Se trataba de una consecuencia, según el malogrado granadino, del relajamiento de los vínculos jurídicos ocurrido durante los largos siglos de lucha contra los musulmanes, proceso que dio lugar a tal "atomismo legislativo" que cada clase social, cada estamento, quería privilegios y fueros propios. "Entonces --nos asegura-- estuvo nuestra patria a dos pasos de realizar su ideal jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en términos breves, claros y contundentes: 'Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana'".
Para cualquier macho en condiciones, el automóvil, obvio símbolo fálico (por algo Dalí aparcó su larguísimo Cadillac recién importado delante de la casa de su padre en Figueres), le proporciona un medio casi mágico para poder "hacer lo que le dé la gana". Somos como conducimos, y, si somos machos como Dios manda, conduciremos acorde con el insoslayable propósito de demostrar al volante nuestra virilidad. Es decir, de prisa, ejecutando llamativas y peligrosas maniobras, y compitiendo con los demás. Por otro lado, los coches modernos son de tal potencia que es casi imposible, incluso para el piloto responsable, conducirlos dentro de los límites permitidos. Según un reciente informe del RACE, el 81% de los conductores no respeta el límite de 120 kilómetros por hora en las autovías, y un 62% reconoce sobrepasar los 140. No es sorprendente. El límite de 120 kilómetros/hora es demasiado bajo. En Francia, donde antes se conducía a velocidades inconcebibles (¡aquellos "tiburones", aquellas "rutas nacionales" de entonces, con su mortandad altísima!), la máxima permitida ahora es de 130 kilómetros/hora, mucho más razonable. Me consta que se respeta a rajatabla, no solo porque las penas son durísimas, sino porque los infractores saben que hay un alto riesgo de detección. Si los franceses han sido capaces de cambiar tan radicalmente su comportamiento en carretera, en la España que hoy tenemos también va a ser posible.
Otro aspecto de la ley que ofende a no pocos varones, por parecerles una injerencia en su vida privada --el uso obligatorio del cinturón de seguridad--, es, sin embargo, muy necesario, al margen de otras consideraciones, si tenemos en cuenta el costo que supone para el Estado la hospitalización y cuidado de las víctimas por su no utilización.
No me causa sonrojo admitir que me ha gustado conducir de prisa, y que a veces he superado con creces la velocidad permitida, al calcular que la posibilidad de caer en las garras de la ley, es decir, en las de la Guardia Civil, era mínima. Sí me produce cierta vergüenza recordar que con demasiada frecuencia he conducido con una copa de más, siempre fiándome de mi experiencia, pero consciente de que mis reflejos no estaban, por necesidad, al cien por cien. A partir de ahora no haré ni una cosa ni otra, gracias a la amenaza de hostia y palo que las autoridades han tenido a bien incorporar en el nuevo sistema de carnet con puntos. Porque, de verdad, las cosas no podían seguir así, con un montón de muertos y lisiados cada fin de semana y numerosas familias destrozadas.
Conducimos como somos, sí (las mujeres, portadoras de vida, lo hacen con muchísima menos agresividad), y la única manera de mejorar inmediatamente la situación en las carreteras ha sido la imposición del nuevo sistema. Luego, poco a poco, interiorizadas las normas, vendrá una situación en que a nadie se le ocurrirá coger el volante después de beber. Ya está ocurriendo, además, si hemos de creer a los taxistas. Se está dando el fenómeno los fines de semana de jóvenes (incluso de jóvenes que antes no se conocían) que, en vez de utilizar el coche particular, se juntan para ir en taxi. Ello demuestra que el miedo a perder el carnet, ahora muy real, está modificando los comportamientos. Viva, pues, el nuevo sistema.

VOLVIENDO A las hostias, Hemingway no fue el primer foráneo en constatar su proliferación en los tacos españoles, con su insólita mezcla de lo sagrado y lo profano, pero sí quien, en el mundo anglosajón, sacó más provecho literario del tema. El mejor chiste al respecto corresponde, tal vez, al español Ramón J. Sender, en La tesis de Nancy. ¿Recuerdan ustedes? Sorprende a la despampanante rubia yanqui el fervor religioso de los españoles, demostrado por el hecho de que hasta regalan obleas en la calle, exclamando al tiempo con perentoriedad: "¡Te voy a dar una hostia!". ¡Vivir para saber!