Caronte naufraga en las costas españolas

Por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 06/06/06):

CARONTE era, en la mitología, el barquero de los Infiernos, que trasladaba las almas al reino de los muertos. Un anciano de aspecto enjuto, poblada y cana barba, pero de carácter inmisericorde con todos aquellos que, deseando atravesar el Aqueronte, no satisfacían el óbolo requerido. Sirvan por todas sus representaciones, la maravillosa pintura de Joachim Patenier, La Travesía de la laguna Estigia, en el Museo del Prado, donde Caronte surca la citada laguna -a la derecha de la composición, el Paraíso, y a la izquierda, el Infierno-, para llevar un difunto al Averno.
Pues bien, llevamos demasiado tiempo presenciando una llegada sobrecogedora, por su dramatismo, de los más desheredados y pobres, entre los más miserables, a las costas andaluzas y canarias. Africanos, principalmente subsaharianos, y de toda condición -menores, jóvenes y hasta mujeres con niños prendidos a sus escuálidos regazos, si no en avanzado estado de gestación-, son rescatados en paupérrimas condiciones, cuando no cadáveres, por un buque hospital portador de un nombre paradójico: Esperanza del Mar. Una travesía en la que hipotecan su libertad -endeudándose por años con organizaciones criminales, que han hecho del tráfico de hombres un execrable, pero rentable negocio- y se esclavizan a un precario trabajo -si es que lo alcanzan-. Una situación insoportable, con cientos de muertos flotantes en las playas de las Islas Canarias procedentes ahora de Mauritania y Senegal, calificada por el delegado del Gobierno en dicha Comunidad como de «emergencia nacional», y que ha llevado a una delegación del Gobierno a desplazarse con urgencia a los mencionados países.
Una catástrofe a la que hay que poner fin inmediatamente, y a cuyos efectos debemos impulsar ya una política ambiciosa y eficaz en diferentes ámbitos. El primero, en los países de origen, prestándoles la asistencia material para controlar unas costas abruptas y extensas, así como respaldando la construcción de centros dignos de acogida. Y algo más a medio plazo: la mejora del equipamiento y formación de sus policías y funcionarios; la colaboración con Organizaciones Internacionales (Cruz y Media Luna Roja, Organización Internacional de Migraciones y ACNUR); una estrategia efectiva de coordinación y cooperación con los países de la zona; el impulso de necesarios canales de información; la concesión de microcréditos y la realización de inversiones que mejoren el PIB, brinden trabajo y consecuentes expectativas vitales de sus habitantes.
Mientras, habría de auspiciarse, simultáneamente, una política sectorial meditada sobre control de los flujos migratorios, de forma especial en los casos de Marruecos, Mauritania y Senegal. Y qué decirles si efectivamente el Centro Nacional de Inteligencia ya había adelantado el desastre que se avecinaba. Hay que poner término a las improvisaciones, sufridas no hace mucho también en Ceuta y Melilla, así como cumplir el Plan Nacional de Inmigración. ¡Aunque parezca increíble, más de trescientas mil personas esperan, en más de cuatro mil cayucos, iniciar un viaje suicida a Europa, alimentando un nuevo holocausto de horror en un continente africano abandonado a su extinción!
Se imponen, de esta suerte, políticas tanto preventivas como operativas, y medidas de seguridad, orden público, diplomáticas y humanitarias. Pero, además, tendríamos que ser capaces de suscribir un Pacto Nacional por la Inmigración. Un marco normativo estable al margen de consideraciones partidistas e ideológicas. Piénsese, por ejemplo, que hemos conocido ya más de cuatro legislaciones, y además de perfiles contradictorios. En ésta, como en otras cuestiones, seguimos pues lamentablemente tejiendo y destejiendo, como Penélope, una estela que necesita de definición y firmeza: la Ley Orgánica 7/1985, de 1 de julio, sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España; la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y su Integración Social, modificada por la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre; así como las Leyes Orgánicas 11/2003, de 29 de septiembre y 14/2003, de 20 de noviembre.
Y algo más, si no queremos caer en una mera política de gestos. Hay que ser cuidadosos con los mensajes enviados, aunque sea con la mejor voluntad, que pueden, como así ha sucedido, fomentar la inmigración ilegal. Me refiero a los Planes indiscriminados y apresurados de regularización, como el del año 2005, multiplicadores del «efecto llamada». Nadie me tiene que convencer de la obligación moral de respaldar una política generosa -«Nada que concierne al hombre, señalaba Terencio, me es indiferente»-, pero no se gobierna sólo con atropelladas y benéficas intenciones. Una labor, pues relevante, es la que esperamos desde el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, al margen de verse favorecido por unos datos de contratación o afiliación a la Seguridad Social. La entrada, residencia y trabajo han de realizarse, siempre, de forma regular y ordenada, pues España no puede absorber una inmigración descontrolada.
Porque, digámoslo claro, ¿tenemos una política en materia de inmigración?; ¿cuál es el número real de inmigrantes, tanto legales, como ilegales, en territorio nacional?; ¿para qué han servido los procesos encubiertos de regularización?; ¿no es verdad que la regulación de la inmigración en España despierta recelos en la Unión Europea?; ¿qué puede suceder en España cuando cambie el ciclo económico, y asistamos a los inevitables ajustes de plantillas? Demasiados interrogantes y todos graves, a pesar de los recurrentes avisos que se nos hacen llegar desde el Centro de Investigaciones Sociológicas, y de la preocupación creciente de nuestra ciudadanía. Y, en este sentido, la concesión a los emigrantes irregulares de los derechos de participación política/social (libertades de reunión, asociación, sindicación o huelga) no parece el mejor camino. Cosa diferente es velar porque, siempre y en toda circunstancia, se persiga activamente cualquier acción vejatoria, racista o xenófoba.
Necesitamos asimismo una política de concertación entre el Estado, las Comunidades Autónomas, los Municipios y la Unión Europea -sobre todo, a través de su Comisión de Justicia, Libertad y Seguridad y el incremento del Fondo para Asuntos de Inmigración-; aunque ésta última ha criticado abiertamente ciertas políticas (empadronamientos por omisión, fácil regularización, ausencia de controles, imposibilidad material de identificación, carencia de tarjetas sanitarias y falta de controles sanitarios, dificultades técnicas para su devolución a sus países de origen, etc.). Estamos, por tanto, ante un importantísimo problema de Estado.
De no ser así, Caronte seguirá, para nuestra consternación y vergüenza, naufragando en las costas españolas. A mí me gustaría que todo hombre, incluso el más humilde, pudiera hacer suyas las palabras del joven, pero magnífico poeta Carlos Vaquerizo, cuando en su obra Fiera venganza del tiempo señala: «Sé tu propio Caronte. Cruza las tibias aguas/ de la página en blanco. Sáciate las alforjas/con la flor de Virgilio, la mesura de Horacio, / el llanto de Leopardo y la fruición rilkeana». Pero, de momento, por desgracia, Caronte no es en África el artífice de su propia vida, sino el vinculado a su indefectible muerte.