Carrera hacia las tinieblas

Por José María Ridao, escritor (EL PAÍS, 28/07/06):

No es el derecho de Israel ni de ningún otro país a defenderse lo que está en juego en esta nueva escalada militar en Oriente Próximo; es el derecho de cualquier país, incluido Israel, a defenderse así. Mientras la comunidad internacional sigue paralizada, más de 500 civiles han perdido la vida en Gaza, Líbano e Israel, al tiempo que los miles de refugiados y supervivientes, sobre todo en los territorios árabes, por ser abrumadoramente los más castigados, se encuentran en una situación desesperada. Por lo demás, el balance de víctimas inocentes no deja de crecer de hora en hora. También el de bajas militares.

Ante una tragedia de estas proporciones, resulta descorazonador asistir al espectáculo de estos días, en nuestro país y fuera de nuestro país: dirigentes políticos, además de periodistas e intelectuales, que no emplean la fuerza de sus palabras y de sus argumentos para unirse en la exigencia de un cese inmediato de las hostilidades o, cuando menos, de aquello a lo que obliga la ley internacional -el respeto sin excepciones de la población civil y de sus suministros básicos-, sino que se lanzan a defender a quienes consideran los suyos en esta refriega, como si se tratase de hacer apuestas en un espectáculo de gladiadores. Si la comunidad internacional ha estado paralizada, si las grandes potencias han sido incapaces de cualquier iniciativa que no desemboque en una declaración de circunstancias, como la que ha salido de Roma, no es porque no tengan instrumentos para poner fin a esta sangrienta llamarada, sino porque han estado empeñadas en una tarea diferente, que consiste en invocar ambiciosos fines geoestratégicos para justificar medios repugnantes. Esta subversión y este desprecio hacia una de las pocas reglas de conducta capaces de impedir que el uso de la fuerza se convierta en una ilimitada licencia para matar y destruir es lo que ha arrastrado la controversia hacia un terreno cenagoso; un terreno en el que lo único que importa es distinguir las matanzas aceptables de las matanzas que no lo son, poner a un lado las víctimas inocentes y a otro lado los daños colaterales y, en resumidas cuentas, condenar a nuestros enemigos y respaldar a nuestros aliados. Respaldarlos por encima, incluso, de que sus acciones aniquilen familias enteras, dejen poblaciones en ruinas y amontonen pilas de cadáveres sobre los que, al final, uno de los contendientes plantará la escalofriante bandera del ganador.

Si al final de esta crisis triunfa la idea de que Israel, o Hezbolá o el ejército de cualquier otro país que se pueda ver envuelto en esta sangría tiene derecho, no a defenderse, sino a defenderse así, habrá que levantar acta de defunción para las grandes palabras y los grandes ideales que habíamos enarbolado hasta ahora. Porque, según creíamos saber, una de las pocas lecciones aprendidas en la batalla más mortífera de todos los tiempos, en la batalla contra el nazismo, era la renuncia a la guerra total. Esto es, la renuncia a esa manera de conducir las hostilidades en la que un niño agarrado a la mano de su madre se convierte en un objetivo militar con el mismo título que un acorazado, un automóvil cargado con los tristes pertrechos de los que huyen lo mismo que un cuerpo de ejército al ataque, o un edificio de viviendas en el que reza aterrorizada y a oscuras una familia de Haifa o de Beirut lo mismo que un cuartel general del que emanan órdenes devastadoras. Durante los últimos años hemos asistido, impertérritos, a una sutil transformación de esta renuncia que ingenuamente habíamos tomado por un principio moral, al que luego se daría forma jurídica en las Convenciones de Ginebra y, a continuación, rango de derecho internacional obligatorio. Al parecer, se trataba de otros tiempos, en los que éramos más ciegos o más cobardes, o en los que, quién sabe, quizá teníamos más complejos. En esta nueva era que se nos pintaba con radiantes colores, y gracias al progreso de la industria militar -gracias, en concreto, a ese perturbador avance que son los misiles inteligentes-, la renuncia a la guerra total ha dejado de ser un principio moral y se ha convertido en un simple problema técnico. Puesto que se ha afinado tanto la puntería, la guerra ya no es ni puede ser total, sino quirúrgica. Ahora bien, si algún habitante de las inmediaciones del quirófano perece en el transcurso de las operaciones, como sucede cada vezcon mayor frecuencia, sus deudos tendrán que conformarse con aceptar las más sinceras disculpas: los crímenes de guerra han dejado de existir, no porque no se cometan crímenes, sino porque parece haberse olvidado que el crimen es un delito, y frente a un delito no valen las disculpas, sino las responsabilidades.

La actual escalada en Oriente Próximo ha ido, sin embargo, más lejos, mucho más lejos en esta degradación de una trágica experiencia que acertamos a convertir en derecho; tan lejos que, en realidad, se ha vuelto en este asunto a la casilla de salida, como si la nueva era se confundiese con los más remotos tiempos de barbarie. Es decir, ni principio moral ni problema técnico: ¿por qué renunciar a la guerra total si, en resumidas cuentas, es la forma mejor y, además, la más segura de hacer la guerra, hasta el punto de que se llama guerra a lo que, en realidad, no se diferencia de una singular caza de conejos, en la que se tira a ciegas contra los arbustos y luego se deplora las muchas piezas que han sido abatidas? ¿O cómo se deberían denominar, si no, esas ofensivas en las que aparecen, por un lado, baterías de un ejército o de unas milicias disparando y, por el otro, criaturas ensangrentadas entre los escombros de lo que fueron sus casas? Basta con que la comunidad internacional o, al menos, algunos de sus miembros afirmen que una parte tiene derecho a defenderse, a defenderse y punto, para que la lección que creíamos haber aprendido en la batalla más mortífera de todos los tiempos sea arrojada sin mayores contemplaciones a la vastedad siniestra del olvido, de donde sólo será rescatada, podemos estar seguros, cuando todo se haya vuelto a reducir a humo, cadáveres y ruinas. A las pocas horas de iniciarse los primeros intercambios de fuego, cada contendiente en Oriente Próximo ya estaba en condiciones de asegurar que replicaba al otro, y que sólo hacía con la población del enemigo lo mismo que el enemigo hacía con la suya. Ante cualquier obús lanzado desde una posición segura contra un número indeterminado de civiles, una porción creciente de dirigentes políticos, además de periodistas e intelectuales, se sigue limitando a preguntar ¿quién ha sido? Todo lo demás, desde el juicio político hasta el juicio moral, viene implícito en la respuesta, como si en relación con Oriente Próximo se hubiese empezado a declinar una siniestra variante de aquel with my country, right or wrong.

El desarrollo de esta nueva guerra marcará el destino de Israel. Pero marcará, además, la suerte de la paz y la seguridad mundiales, es decir, el destino de todos. Primero, porque es una guerra que no resuelve nada, sino que agudiza en proporciones iguales el miedo y el deseo de venganza en una región de la que, en estos momentos, proceden los mayores riesgos de desestabilización general. Pero segundo, y más grave, porque es una guerra que, con el trasfondo de la proliferación nuclear en la que está embarcada la zona, ha demostrado que la disuasión convencional ya no es suficiente para mantener el conflicto de Oriente Próximo dentro del esquema en el que lleva enquistado más de medio siglo. Si la renuncia a la guerra total era el último baluarte de la razón y la humanidad en esta enloquecida carrera hacia las tinieblas, hoy ese baluarte ha sido derribado, y la razón y la humanidad vagan a la espera de que caiga el próximo misil inteligente, confundidas con los civiles que huyen del horror. ¿Quién ha sido? Volverá a ser la pregunta cuando alcance su equívoco objetivo. Y si, dentro de la lógica que impone la guerra contra el terrorismo y el derecho a defenderse, la respuesta fuese que no ha salido de las filas de los nuestros, lo lamentaremos y expresaremos la más enérgica condena. Pero si la respuesta fuese la contraria, y hubiesen sido los nuestros los que hubieran acabado con la razón y la humanidad en cualquier ciudad o carretera, una mínima coherencia con lo que se ha dicho y hecho hasta este momento obligaría a ponerse en pie y a aplaudir con alborozo. E, incluso, a levantar al cielo los pulgares, como se hacía en Roma para recompensar a los gladiadores que alcanzaban la victoria después de un buen espectáculo.