Carta a doña Catalina de Xarava y Ojo

Permítame, por favor, que me dirija a usted cuando comienzan a organizarse los actos conmemorativos del V centenario de la ocultación de su hijo. En estos momentos de confinamientos aquí y ahora, es normal que no lo soportemos. Usted creció con el sudor de los repudios y perteneció a una de aquellas familias de 1331. Su vida comenzaba en condicional ¿para desembocar en futuro? En su día usted se casó con Juan Martínez y tuvo seis hijos: entre ellos el segundón fue nada menos que Antonio de Nebrija. El llamado Antoine Nebrissense en Francia, en Italia Antonio Nebrissense y en lengua latina Antonius Nebrissensis. Incluso adquirió el sobrenombre de Elio tras su paso por la Universidad de Bolonia. Pues de todo fuego hizo su leña.

Su hijo se ocultó a los 81 años en Alcalá de Henares. Sabemos sin precisión ninguna que usted dio a luz en Lebrija con la suerte de caer en un año capicúa ¡1441! De niño construyó tantos castillos que ya nunca le valieron las escombreras.

Poco antes de su nacimiento tuvo lugar la batalla de Olmedo -como él lo recordó a menudo-, bajo la deslumbrante ineficacia de los luceros. Mientras que los compañeros hacían guardia sobre ellos en nuestra incivil guerra de hace 85 años. En aquella otra guerra civil castellana del XV se enfrentaron facciones nobiliarias: la encabezada por el condestable Álvaro de Luna y la de los infantes de Aragón. Cada uno de ellos irremediablemente solo entre los demás. Aunque venció la segunda, el triunfo final fue para el bando del condestable gracias a las Treguas de Majano, en las que impuso su autoridad sin límites. Cuando los fanáticos se afrontan, la razón les brinda argumentos.

En 1473 su hijo se casó con doña Isabel Solís de Maldonado y llegó a ser profesor de Gramática y Retórica de la Universidad de Salamanca. Según su propia y enigmática confesión (¡tan indescifrable!) «quiso la fatalidad que la incontinencia me precipitase en el matrimonio». Heráclito, como Descartes, sin referirse a precipicios, creía que al conocimiento le gusta esconderse. Desde 1513 su hijo profesó en la Universidad de Alcalá de Henares. Al parecer, a poco de llegar, un alumno le desconcertó al preguntarle: «Si fuéramos invisibles ¿se nos distinguiría aún menos?».

Pero aún más le desorientó su hijo, Sancho (su propio nieto, señora), en 1506 al presentar las ‘probanzas de limpieza de sangre’ que le exigían para ingresar en el Colegio de Españoles de Bolonia. ¿De qué laboratorio científico y potentes lentes disponía este prestigioso colegio? Los albinos ¿cómo realizaban ‘las probanzas’?.

Su lema ‘tanto monta’, Fernando el Católico le repitió sin aludir al nudo gordiano que -según la leyenda- llevaría a lo más alto a quien fuese capaz de deshacerlo y que cortó Alejandro Magno de un tajo de su espada. En las casas de fieras cada león siempre trata de lograr el más largo bostezo. Fue su vástago un niño superdotado que tuvo la ambición de extraer directamente ideas nuevas de su tímpano.

Consideraba, con razón, que la gramática es la base de la ciencia. Y que las probabilidades marcan el estilo más que las determinaciones. Con estas premisas redactó la primera ‘Gramática castellana’ en 1492. Su obra tuvo gran influencia en el mundo universitario europeo. Aunque siempre dibujó sus sueños con difuminos, nunca habló, ni menos aún escribió, tartamudeando. Temía que los hábitos nos desacostumbraran a permanecer en lo esencial. Sus interpretaciones de la Biblia, a partir de los originales con apoyo de hebraístas, le creó numerosos sinsabores con las autoridades. Se habló de alguien que afirmó poseer las notas de un apóstol de la Última Cena y de decenas de auténticas coronas de espinas compradas a matuteros. Intuyó que el Universo era y es una componenda de migajas básicas.

Su hijo se propuso devolver los textos bíblicos a su estado original filológico, libre de injerencias entrometidas. Se pretendió que tal tarea no era nunca filológica, sino exclusivamente teológica. Sus enemigos, gracias a sus gorgueras nuevas, se sentían adelantados a su época. A su hijo se le tachó de ‘¡gramático!’ para asustarle, para que no prosiguiera sus estudios. Devolvía a los textos la limpieza perdida tras tantos siglos de copias equivocadas de ‘la verdad’. Cuando se dio dicha tarea a los teólogos, su hijo afirmó: «casi ninguno sabe hebreo; pocos, griego y casi todos usan un latín deficiente; para colmo están quemándose antiguos e imprescindibles códices’.

Se declaró dispuesto a borrar con su lengua cuanto había escrito si se le demostrara incurso en herejía. Pero se creía con el derecho plenipotenciario de desintegrar la planificación e inventar su propio ritmo. Defendió tanto su libertad como sus estudios gramaticales: «Soy catedrático de gramática en la Universidad con facultad para debatir, disertar, discernir y juzgar acerca de los asuntos concernientes a mi profesión», se atrevió a decir. Solo en la oscuridad total la luciérnaga deslumbra.

Cuando nada resolvió todo, la etiqueta hereje vino a señalar toda actitud desviacionista. Sus adversarios sembraban el desasosiego para recoger genuflexiones. La consigna perogrullesca pedía que para no olvidar nada se recordara todo. Se mostraba al pueblo congregado a quienes se habían apartado de la fe. Con el castigo público sobresalieron en la organización de estas ceremonias. ¿Solo pronunciaban verdades cuando decían lo contrario de lo que pensaban? Se extirpaba la herejía para acrecentar el efecto del sermón. Los falsos hipócritas eran aún más falsos que los auténticos. Se organizaban jornadas represivas con los delincuentes. Cuando cesaban de condenar herejes consideraban que retrocedían. Había que enseñar de dónde procedía el peligro. Se persiguió a personas muy influyentes en la vida social y económica. Como siempre, aquello que es indiscutible -como usted bien supo- al día siguiente ya no lo es.

Una ciudad grande, demasiado opulenta y portentosa para su tiempo, y que espantaba, era Sevilla, la Nueva Roma, la Gran Babilonia y sus ‘Lebrijas’ sobre todo, donde florecían los vicios. Incluso los más lascivos de sus poceros trataban de desvestir la verdad desnuda. Sevilla, la ciudad de fe sospechosa. Allí donde se codean poblaciones de todo el Mediterráneo y de Europa. Una población cosmopolita frente ¿a una España que se cerraba sobre sí misma? De conformidad con las preocupaciones, era la ciudad donde reinaba la corrupción humana y que inquietaba. El sitio donde se expresó la ceremonia de expiación. Su Dios había creado los acuarios antes que los peces.

¡Las lenguas son tan arcaicas! Y la gramática una ciencia ¿que nos conduce constante, espléndida y llanamente a las certezas flagrantes? Desde mi infancia parvularia en Ciudad Rodrigo hasta mi juventud madrileña tuve la suerte inmerecida de estar siempre rodeado de disidentes confidenciales e impenetrables ¡todos nebrijistas! Bienquista e inolvidable doña Catalina, arrabalaicamente.

Fernando Arrabal es dramaturgo.

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