Carta a Jesús Neira

Querido Jesús:

Estoy triste y preocupado. Para serte sincero, muy triste y muy preocupado. Tanto, que quisiera saber expresarte diáfana y brevemente mi quebrantado estado de ánimo. Cuando el otro día, estando fuera de España, me contaban lo que te había pasado, se me hizo un nudo en la garganta que no he podido deshacer hasta que me he sentado a escribir estas palabras dictadas por el afecto, la admiración y el respeto, en iguales proporciones. Comprendo, pues, que a Isabel, tu mujer, le tiemble la voz de la desesperanza y que a sus ojos asomen las lágrimas amargas de la sinrazón y el desafuero.

Sé que no puedes verme. Tampoco oírme. Por eso me dirijo a ti. Deseo hacerte reconfortante compañía sin robarte el obligado sosiego. Me propongo intentarlo con buena voluntad y espíritu agradecido. Y como nos dejó dicho Miguel de Unamuno en dos bellos endecasílabos, pido a Dios que en este trance me conserve fría la cabeza, caliente el corazón y la mano larga, como sinónimo de generosa. Sé bien que ésta es una carta que no puede reflejar toda la negrura de lo que te sucedió el pasado 2 de agosto. Las palabras se escogen y la vida no. Sigues en coma cerebral y ante ese sueño forzoso se agotan los adjetivos y hasta puede que mis palabras carezcan de significado.

Hacía más de 10 años que no sabía de ti, salvo las referencias que me llegaban de círculos universitarios. Si no me falla la memoria, y este periódico ha acudido en mi ayuda, la última vez que nos vimos fue a raíz de tu comparecencia como testigo -testigo fiel, según papeles judiciales- en el asunto Sogecable, ese proceso al que hace menos de un mes el Tribunal de Estrasburgo ha puesto punto y final. Lo que mejor recuerdo de ti es que eras un buen profesor de Derecho Constitucional y de otras artes honestas y que, por fuera, tenías el aspecto de un hombre corpulento y recio. Si me lo permites, por tu tamaño y por tu cabeza, parecías un león maduro en el que se adivinaba la estampa del hombre sereno y cultivado.

No llegamos a ser amigos en el sentido del mal uso que habitualmente se hace de este sentimiento. El vaivén de vida nos lleva a ignorar los grados de cercanía que tenemos con nuestros semejantes. Tú sabes que la amistad reside en el corazón y el corazón a veces nos confunde. Quizá sea por culpa del tiempo, ese déspota indomable que pasa tan deprisa que no nos permite tomarle el pulso. Lo que si sé es que sin amigos todos somos demasiados débiles y todos estamos demasiado desnudos.

¿Por qué ese olvido, por qué ese no saber el uno del otro?, me pregunto agobiado por la pesadumbre que tu situación me produce. Lo ignoro, Jesús, y, para colmo de males, encima lo encuentro injusto, cosa que me duele porque me hubiera gustado conocer el motivo para ponerle coto. Y como todo hay que decirlo, también te confieso que me tiembla el pulso cuando echo la mirada atrás y veo a todos, absolutamente a todos, los hombres de aquella época desapacible. En la escuela de lealtades que es la amistad manda la memoria y tú y tu tragedia me la refrescan para la más certera evocación de una década que en estas mismas páginas, que seguro leíste, ya califiqué de dolorosa, por mucho que el poeta cante que la memoria es el único olimpo de donde no podemos ser desterrados.

Mas al margen de este emocionado recuerdo de nuestra relación, quisiera dejar constancia de que tu actitud ante esa mujer que estaba siendo agredida no pudo ser más noble y por ende más plausible. Lo pregono con voz alta. Gestos como el tuyo no son nunca producto de la casualidad. Todos tenemos nuestra escala de valores y de nada sirve querer volver la espalda a la evidencia. Tú, por defender a una mujer indefensa, como por socorrer al desvalido o porque se haga justicia eres capaz de dar la vida y además sin pensar que por ello alguien cante, al son de trompetas, tu actuación.

La mejor manera de que a uno nada le pase es el no hacer. Eso no ofrece duda. Yo, como tú, prefiero la apuesta arriesgada a la efímera y hasta aburrida comodidad. Sin embargo, todos sabemos que ése es un equilibrio muy difícil y comprometido. Ante un panorama tan hosco, en el que predominan los tonos grises de los hombres deshabitados, a mí me reconforta contemplar tu generosidad sin fisuras, ni titubeos. Séneca encontraba más corto el camino del ejemplo que el de la doctrina porque el hombre, al buen sentir del pueblo, ha de ser un espejo para el hombre.

Según la encuesta de EL MUNDO, un 47% de ciudadanos estaría dispuesto a proceder como tú lo hiciste. No es mucho, pero está muy bien. El miedo suele frenar la heroicidad, pero cuando ese miedo se pierde, la solidaridad, que es pariente cercana de la justicia, se siente gobernada por la ley de los vasos comunicantes que rige las conductas. Como bien dice Pascal, el deber se conoce no sólo por la mente sino también por el corazón. Para mí que con tu actitud pierden razón quienes piensan que la raza humana degenera. Es evidente y a tu comportamiento me remito, que todavía quedan hombres que no los parte un rayo porque están hechos de un material de óptima clase.

Se dice que todas las tragedias son iguales, pero esto no es siempre verdad. Todas son equivalentes, sí, porque todas nos llenan de dolor. Sin embargo, no es lo mismo estar en trance de muerte dulce, lo que pudiera ser incluso una bendición del cielo, que estarlo por culpa de la violencia de un mal hombre, lo que quizá pudiera tomarse como una venganza del diablo contra el hombre bueno que le planta cara. Doctores en psiquiatría y médicos forenses tiene la sacrosanta Justicia, pero para mí que tu agresor es, como mínimo, un energúmeno difícil de sosegar al carecer de frenos inhibitorios. Es hecho probado que a un maltratador no hay brida que le aplaque.

Ignoro si eres creyente, pero, para lo que quiero decirte, es igual. Sólo Dios sabe lo que la vida nos depara, pues los hombres no somos capaces de leer su pensamiento. Camilo José Cela, cuya figura enorme da nombre a la universidad en la que impartes tus lecciones, a menudo recordaba a Cervantes cuando decía que la muerte no es segador que duerme las siestas porque a todas horas siega y corta así la seca como la verde yerba. La cuestión estriba en que los hombres no elegimos nuestra vida y tampoco nuestra muerte. Hay instantes en los que podemos gobernar la suerte, aunque también haya ocasiones en que la fatalidad nos golpea sin misericordia.

Te estás peleando con la enfermedad, mejor dicho, con la muerte, pero tú acabarás venciéndola. Y si es verdad lo que afirma Epicuro de que los deseos se dividen en naturales y necesarios, naturales y no necesarios, y en ni naturales ni necesarios, el mío, en esta hora y en buena ley, debe convertirse en necesaria realidad. Como dice tu mujer, has de vivir, porque crees en la vida, militas insobornablemente en la religión de la vida y vives, antes que para ninguna otra cosa y lo has demostrado, para defender la vida. Además, si como se lee en Dante el amor es capaz de mover el Sol y las estrellas, entonces haz caso a Isabel que sabe bien que el amor es la mejor hélice de la vida y de sus deleites.

Por lo demás y aunque esto no sea lo que ahora importe, parece ser que algunas y no leves negligencias se cometieron en la asistencia sanitaria que te dispensaron con ocasión de la agresión sufrida. No soy nadie para juzgar a nadie y menos para hacerlo respecto a hechos que conozco muy elementalmente, pero si es cierto que los doctores que te atendieron no cumplieron con su deber, a la cabeza me viene aquella ironía, no exenta de desasosiego, de Ionesco cuando en La cantante calva sostiene que un médico debe morir con el enfermo si no pueden sanar juntos. No quiero decir con esto que los facultativos que te vieron hayan de dejar este mundo si tu lo dejas, pero sí que si ha habido negligencias, que cada palo aguante su vela.

Me despido de ti con aquello que un buen amigo me dijo hace años: «Jamás olvides que los siete colores del arco iris están en el alma y que, mientras los veas, todo irá bien».

Un abrazo de mayor cuantía.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.