Carta a la ciudadanía sobre educación

Promulgar una nueva ley educativa en un ambiente tan polarizado como el actual, a sabiendas de que la oposición va a hacer lo posible por paralizarla o derogarla, me resulta incomprensible. Cuando se aprobó la Lomce, doce comunidades gobernadas por socialistas intentaron dificultar su puesta en práctica. Con la nueva, las comunidades gobernadas por el PP pretenden hacer lo mismo. Giramos en un círculo legislativo del que nuestros políticos no saben salir. Todos han dicho en algún momento que hace falta un pacto educativo, para decir a continuación que era su pacto el necesario. En el año 2016, con el mismo equipo que elaboré el «Libro blanco de la profesión docente», publiqué unos «Papeles para un pacto educativo», estudiando por qué no habían tenido éxito los intentos anteriores de pacto, cuáles eran los escollos y cómo se habían superado en otras naciones. Fueron trabajos de amor (a la educación) perdidos. Por eso, prefiero dirigirme a la ciudadanía, en vez de a los políticos, con la esperanza de que sea más fácil conseguir un «Pacto social por la educación», que uno político. Creo que, para progresar, las sociedades tienen que aprender a resolver sus problemas, y que explicar a los ciudadanos la situación, desde fuera del fragor partidista, es un buen comienzo.

¿Qué obstáculos impiden que tengamos una ley duradera? Los que no pudo resolver la Constitución. Los debates sobre educación (art. 27) fueron tan conflictivos que el Partido Socialista abandonó la comisión constitucional. Se enfrentaban dos ideas de educación. Según una, la educación es una realidad predominantemente privada, en la que el Estado es un actor puramente subsidiario, y en el que la libertad es fundamental. La encarnaba UCD. La otra insiste en el carácter de servicio público de la educación que ha de ser equitativamente garantizado por el Estado. Es la postura defendida por el PSOE. Se llegó a un consenso que, según Herrero de Miñón, era un acuerdo que no afectaba al fondo de la cuestión, sino que «solo aplazaba la decisión mediante una aproximación meramente verbal de contenidos inconciliables». Óscar Alzaga, en nombre de UCD, afirmó en el Congreso que, una vez aprobada la Constitución, su partido intentaría aplicar su programa, mediante leyes ordinarias. Desde el PSOE, Gómez Llorente decía algo semejante: el artículo 27 «no recoge la filosofía socialista de la educación». Todos advirtieron que las diferencias se dirimirían después. Y en esas seguimos.

No es verdad que esas posturas sean irreconciliables. Con frecuencia se basan en medias verdades y en desconfianzas mutuas. Pondré tres casos de la nueva ley: la eliminación de la referencia a la condición vehicular del castellano, la orden de que en el plazo de diez años los centros educativos estén en condiciones de integrar a los alumnos con necesidades especiales, y la eliminación de la «demanda social» como razón para conceder conciertos. La oposición entiende que eso supone eliminar el castellano de las escuelas catalanas, vascas o gallegas; cerrar los centros de educación especial y extinguir la enseñanza concertada. El Gobierno niega las tres interpretaciones. ¿Quién está en lo cierto? Pues Romanones, cuando decía, «que la oposición haga la ley con tal de que me dejen hacer los reglamentos».

En los debates se utilizan conceptos confusos, que dificultan un acuerdo. Un ejemplo: la pugna entre responsabilidad del Estado y de las familias. Resulta claro, sobre todo después de la Convención de los Derechos del Niño, que el derecho a la educación no lo tiene el Estado, ni tampoco los padres. El titular de ese derecho es el alumno. Los demás -padres, Estado y ciudadanos- tenemos un deber: hacer que todos los niños reciban una educación excelente. ¿Cómo se define? La escuela pública nació para fortalecer la cohesión y la identidad nacional. Jules Ferry, el ministro que organizó el sistema educativo francés, escribió: «Debemos sacrificarnos para defender a la patria; no hemos nacido para nosotros, sino para ella». Este «haber nacido para la patria» condujo al fascismo de Mussolini («El Estado lo es todo, el individuo no es nada»). La historia demuestra que fue trágico que el Estado dirigiera la educación. El liberalismo puso la libertad individual como valor fundamental. Pero era sobre todo una «libertad negativa», la no injerencia del Estado. Frente a ella, los socialistas defendían una «libertad positiva», en que el Estado democrático ampliaba las posibilidades de acción de los individuos. Necesitamos ambas libertades, también en el campo educativo.

Otra confusión. Los partidos de derechas piensan que las izquierdas son alérgicas al esfuerzo y pretenden que todo el mundo apruebe. Desde la izquierda se dice que las derechas al insistir tanto en el esfuerzo del alumno le hacen único responsable del fracaso educativo, negando la responsabilidad de la escuela o de las desigualdades sociales. Es cierto que la procedencia socioeconómica influye poderosamente en el éxito o fracaso escolar, pero la solución no es rebajar los niveles de exigencia, sino conseguir que el sistema educativo compense esas dificultades de origen. Otro problema crónico: la escuela concertada. Para unos, detrae fondos de la escuela pública y segrega a los alumnos. Para otros, es la única manera de proteger la libertad de elección de los padres. Ambas son verdades a medias. La ley de conciertos -aprobada por el gobierno de Felipe González- es una buena ley con una mala aplicación. La escuela concertada ha ayudado durante años a la financiación de la escuela publica, pero a cambio todos los gobiernos han permitido cierta laxitud en el cobro de cuotas, cuya obligatoriedad está prohibida por ley. Esta es una historia que los ciudadanos deberían conocer. Si se cumple estrictamente la ley, la competencia entre escuela publica de gestión publica y escuela pública de gestión privada puede ser muy beneficiosa.

Hay dos problemas que tienen una solución más difícil porque dependen de posiciones ideológicas: la educación moral y la utilización de la escuela para fomentar movimientos independentistas. También deberíamos ser capaces de explicar a la sociedad las soluciones posibles. Pero eso tendrá que quedar para otra carta.

José Antonio Marina es filósofo.

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