Carta a un colega de Edimburgo

¿Quién puede comparar el rencor y la animosidad, la envidia y la venganza, con la amistad, la benevolencia, la clemencia y la gratitud? —David Hume

Querido colega:

Me entero por las noticias de que la universidad de tu ciudad, a instancias de personas como tú, ha privado de sus honores a David Hume. Cuando él vivía, la universidad rechazó su candidatura como profesor. No por falta de méritos para el cargo, sino porque sus opiniones en materia de religión no eran del agrado de la jerarquía eclesiástica escocesa. Tras su muerte, cuando su prestigio alcanzó una dimensión mundial, la universidad se apropió de su nombre y de su legado, hasta el punto de convertir el dedo gordo del pie derecho de la estatua que mucho después, en 1996, se erigió en memoria suya en la Royal Mile en un amuleto que los estudiantes de filosofía acarician antes de presentarse a un examen para intentar contagiarse de su sabiduría. Ahora, la universidad vuelve a rechazarle por algo que nada tiene que ver con la calidad de su obra, sino porque algunas de sus opiniones disgustan a la nueva jerarquía escolástico-empresarial que hoy decide sobre estos asuntos.

En 1981, hablando sobre la carta que el rey de Prusia dirigió a Kant acusándole de pervertir el cristianismo y prohibiéndole escribir y enseñar sobre materias religiosas, Jacques Derrida reconocía que muchos profesores de filosofía actuales desearían recibir una carta parecida, pero se lamentaba con nostalgia de que algo así era “inimaginable en boca de Brézhnev, Reagan, el rey de España o la reina de Inglaterra (quizá no tanto en la de un ayatolá)”. Pues he aquí que Hume ha conseguido que vosotros, los nuevos ayatolás, le enviéis esa carta… ¡más de dos siglos después de su muerte! Con razón decía Walter Benjamin que “ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence”. Y este enemigo —el enemigo de la libertad de opinión, incluida la libertad de opinión de los muertos— es el que hoy está venciendo.

Os recomiendo vivamente disfrutar de este momento, porque no alcanzaréis a lo largo de vuestras vidas mayor grado de notoriedad pública ni de virtud moral que el que así habéis conseguido. Y todo ello a costa de Hume, cuya denigración es el único asiento de vuestro efímero lustre. No cabe duda de que los seres humanos nos ennoblecemos cuando luchamos a favor de causas nobles. Y no cabe duda de que la lucha contra el racismo es una causa noble. Pero ¿es esta la forma de luchar contra el racismo que debemos combatir en nuestros países y en nuestros tiempos? Como mucho, así se combate el racismo de hace 243 años, del cual no creo honradamente que queden muchos partidarios. Me diréis quizá que el racismo de hoy es consecuencia del de ayer, que los argumentos que justifican el racismo contribuyen a las conductas discriminatorias y que los policías que tratan brutalmente a los negros son asiduos lectores del ensayo de Hume Sobre los caracteres nacionales. Pero, puestos a señalar los discursos racistas en vez de las acciones racistas, ¿no pensáis que habrán tenido más responsabilidad en el racismo de nuestros días las arengas de ciertos políticos nacionalistas y populistas y de ciertos líderes de opinión cuya influencia pública es innegable? ¿Por qué, entonces, no arremetéis contra ellos —los tenéis bien cerca— en vez de levantar vuestro dedo acusador contra Hume? ¿Por qué os conformáis con esta reconvención que, aunque importante, es aún insuficiente? ¿Qué me decís de las autoridades universitarias que dieron el nombre de tamaño racista a sus edificios e instituciones? ¿Es que no habían leído sus obras o es que también eran racistas? ¿Y qué decir de los patronos de la universidad de aquella época? ¿Y de todos los directivos y patronos de la universidad desde aquellos días hasta ahora?

Claro, es cierto que ninguno de ellos, como tampoco ninguno de los racistas de hoy goza del predicamento universal que tiene el pensamiento de Hume, de manera que es mucho más satisfactorio pretender por este sencillo procedimiento ser mejor que Hume. Igual que otros pretenden, a fuerza de rasgarse las vestiduras éticas ante diferentes tipos de escándalos, ser mejores que Picasso, que Wagner o que Proust, precisamente porque es mucho más excitante elevarse sobre la inmensa altura de esos nombres que sobre la modesta estatura de un policía, de un youtuber o de un demagogo. Es cierto que no por contribuir a la demolición de las estatuas de estos clásicos llega uno a pintar mejor que Picasso, a hacer mejor música que Wagner, a escribir mejor que Proust o a ser mejor filósofo que Hume, pero ¿quién reparará en este pequeño detalle? ¿Cuántos estudiantes, profesores o ciudadanos dejarán de molestarse en mirar un Picasso, en escuchar a Wagner, en leer a Proust o en explicar a Hume para no quedar por debajo del elevado listón moral en el que habéis colocado vuestra virtud al ejercer como censores?

Quizá creerás, querido colega, que motiva esta carta el corporativismo gremial, y que por ello levanto la voz cuando se trata de un filósofo, habiendo tantos otros ejemplos idénticos o similares. Sin duda, cuenta en mi actitud el hecho de que no podría nombrar a muchos pensadores que hayan contribuido tanto como Hume a la defensa de la libertad de opinión y de la tolerancia, a la lucha contra el fanatismo, contra la superstición y contra los prejuicios. Su reputación de impío —que le mantuvo durante años alejado de los temarios oficiales de filosofía bajo el franquismo— está ligada a su sistemática costumbre de poner en duda las convicciones más arraigadas y las creencias más firmes, especialmente cuando sirven para masacrar a nuestros semejantes. Sin embargo, y aunque no me pueda considerar su discípulo ni acepte todos sus enunciados, la verdad es que, de todos los autores que habitan en las páginas de la historia de la filosofía y que he conseguido conocer un poco, él es el único al que he llegado no solamente a admirar por su lucidez, su serenidad, su buen carácter y su admirable sentido del humor, sino a apreciar personalmente como a un amigo al que hubiera deseado tratar. Y es la desgracia de un amigo lo que hace que hoy sienta tristeza y vergüenza por algunos de mis colegas que quieren hacer carrera a sus expensas.

Él solía contar la fábula de un riachuelo que se encontró con un antiguo río amigo suyo de otro tiempo, que se había convertido en una poderosa corriente que rivalizaba con el Danubio, y que le recriminó, en su reencuentro, su pequeñez: “En verdad te has hinchado hasta conseguir un gran tamaño”, le respondió, “pero considera que, con ello, te has vuelto más turbulento y fangoso. Yo me conformo con mi baja condición y mi pureza”. Asegúrate de que, mientras se procede a retirar la estatua nadie le toque el dedo, no sea que se contagie de esa pureza.

Un saludo cordial.

José Luis Pardo es escritor.

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