Carta abierta a Nicolás

Querido Nicolás: Te escribo esta carta en la confianza de que tel legue y de que sirva de alguna forma para reflexionar, y que, contigo, lo hagamos todos. No soy mucho mayor que tú. Apenas diecisiete años, y aunque podría ser tu padre, no soy capaz de mirarte por encima del hombro ni con la condescendencia con la que has sido tratado por la gran mayoría de los medios de comunicación. Prefiero hablarte con la confianza con la que le diría esto al hermano pequeño que nunca tendré.

De tu historia, lo que más me rasca en el fondo del alma es lo complicado que es comprenderla. Alfonso Bullón de Mendoza, quien fuera profesor mío de Historia en la universidad, solía decirme: «Cuando quieras entenderte y entender todo, lee a Gibbon». En estos días turbulentos, quizás halles tiempo para sumergirte en las páginas de «Decadencia y caída del Imperio Romano». Si lo haces encontrarás este párrafo:

«¡Cuántas veces –acostumbraba a decir Diocleciano– cuatro o cinco ministros desean unir sus fuerzas para engañar a su soberano! Alejado del pueblo por su encargo, se le oculta la verdad: solo ve a través de los ojos de estos y no oye más que lo que estos quieren contarle. Otorga los cargos más importantes al vicio y la debilidad, y desacredita a los más virtuosos y dignos de los súbditos. Mediante artes tan infames, los príncipes mejores y más sabios quedan a merced de la corrupción venal de sus cortesanos».

No has inventado nada, Nicolás. Si algo sorprende de tu caso es tu tremenda juventud, y que ni siquiera hayas tenido la paciencia de esperar a llegar a un puesto de responsabilidad para corromperte. Quemaste todas y cada una de las etapas en pocos meses, pero, salvo por haber querido hacerlo muy deprisa, solo eres uno de tantos. Al final acaban cayendo, antes o después. Muchos se salvan de la justicia humana, a base de mentiras y desfachatez. Llorando ante el juez, como hiciste tú hace un mes, poco se consigue. Hay que tener la piel más dura.

Que hayas construido una historia de mentiras no escapa a mi entendimiento. Ni siquiera he de asombrarme ya de que alguien con un rostro imberbe como el tuyo haya mantenido la farsa durante tanto tiempo. La permeabilidad de nuestro tejido social al engaño o a reírle las gracias al estafador son temas que me quitarían el sueño si no conviviesen en tu historia con un monstruo de dientes más grandes y afilados.

No sé qué día te levantaste por la mañana y decidiste que querías ser corrupto. Puedo intuir cómo ocurrió. Comiendo frente al televisor con la bandeja en las rodillas, con prisas porque tenías que volver al colegio, como cada tarde. Mirando noticia tras noticia sobre corrupción, millones de euros, cochazos. Gente que llegaba lejos, que conseguía cosas. Que usaba poder e influencias para pervertir el sistema y llenarse los bolsillos.

Quizás recordaste las «Sátiras» de Horacio. ¿Aún os las hacen traducir en el colegio? Tengo un poco oxidado el latín, pero recuerdo muy bien estos versos: «El pueblo me silba, pero yo en mi casa me aplaudo cuando contemplo los cuartos que tengo en el arca». Han pasado veinte siglos de su muerte y siguen tan válidos hoy como entonces.

¿Fue así, Nicolás? ¿Miraste la mochila atestada de libros e hiciste tus cálculos? ¿Pensaste en la cantidad de años que te quedan de estudiar antes de poder optar a un sueldo miserable, y decidiste que no compensaba? ¿Se te hizo largo el camino de la honradez y escasa la recompensa a la virtud?

Tengo miedo cuando pienso en ti, Nicolás. Miedo de que haya más niños como tú ahí fuera. De familias trabajadoras, con un nivel de vida normal. Un poco solitarios. Inteligentes, con alto nivel de manejo de la palabra. Tengo miedo porque nos parecemos. Tengo miedo porque tus motivos podrían impulsar a mis propios hijos. Tengo miedo porque puedes ser el primero de muchos.

Cuando yo era solo una rata de alfombra ya escuchaba a mis mayores decir frases como «ojalá se haga futbolista y me retire». Mis padres abandonaron pronto esa ilusión vana ante mi nula coordinación, pero ser futbolista y pegar el pelotazo sigue siendo el objeto de la aspiración de muchos. Aunque ahora ha ido evolucionando para las nuevas generaciones, a golpe de reality show. Estrella de la canción. Concursante de Gran Hermano. Tronista en Mujeres, Hombres y Viceversa. Trozo de carne en Quién quiere casarse con mi hijo. A cuál más zafio, a cuál más bajo, a cuál exigiendo menos y menos cualidades a quienes participan en ellos. Y ahora, los nuevos dioses del reality show definitivo, el que tiene cada día en jaque a España con púnicos, enreda deros, pokemon, tarjeteros opacos, eres y merca sevillanos varios, ha estallado delante de los ojos de muchos niños. Que igual que el cachas de barrio, la choni, el que es capaz de echar cuatro gorgoritos medio afinados o el que mete más goles en el recreo reconocen en personajes televisivos a émulos en quienes convertirse, podrán a su vez verse inspirados. Para explotar su potencial falta de empatía, su capacidad para el engaño y su desvergüenza.

Se comienza copiando en un examen porque un amigo te explica el ángulo muerto del pupitre, y se termina defraudando en la cuenta de viajes o pidiendo comisiones porque un colega más viejo y trotado te explica el modo. Si te pillan, lo niegas todo. Dices que es una persecución del partido rival. Y al final nunca pasa nada, ¿verdad, Nicolás? ¿Por eso lo hiciste? ¿Porque no hay nunca consecuencias, y esa es la lección última que aprendiste en los telediarios?

Creo, Nicolás, que tú puedes haber aprendido la lección. Y por eso te escribo. Para pedirte que, por favor, cuando todo esto termine, digas que te equivocaste. Quizás evitemos que los que ya están soñando con ser como tú se den la vuelta y abran los libros. Aunque me temo que quizá sea demasiado tarde.

Juan Gómez-Jurado, escritor.

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